Un rey murió una vez, como suele ocurrir a los reyes, tan propensos a la falta de aliento como el resto de los mortales.
Ya era hora de que este rey abandonara su vida terrenal, pues había vivido de una manera tristemente extravagante, y sus súbditos podían prescindir de él sin el menor inconveniente.
Su padre le había dejado un tesoro repleto de dinero y joyas. Pero el insensato rey que acababa de morir había despilfarrado hasta el último centavo en una vida desenfrenada. Luego había cobrado impuestos a sus súbditos hasta que la mayoría de ellos se convirtieron en indigentes, y este dinero se desvaneció en más vida desenfrenada. Luego vendió todo el gran mobiliario antiguo del palacio; toda la plata, la vajilla de oro y las baratijas; todas las ricas alfombras y muebles, e incluso su propio guardarropa real, reservando sólo un manto de armiño sucio y apolillado para doblarlo sobre su raída vestimenta. Y gastó el dinero en más vida desenfrenada.
No me pidan que les explique qué es la vida desenfrenada. Sólo sé, de oídas, que es una excelente manera de deshacerse del dinero. Y así lo hizo este rey derrochador.
Ahora recogió todas las magníficas joyas de esta corona real y de la bola redonda en la parte superior de su cetro, y las vendió y gastó el dinero. Una vida desenfrenada, por supuesto. Pero al final se quedó sin recursos. No podía vender la corona, porque sólo el rey tenía derecho a llevarla. Tampoco podía vender el palacio real, porque sólo el rey tenía derecho a vivir allí.
Así que, finalmente, se encontró reducido a un palacio desnudo, que sólo contenía una gran cama de caoba en la que dormía, un pequeño taburete en el que se sentaba para quitarse los zapatos y la apolillada túnica de armiño.
Inmediatamente se vio reducido a la necesidad de pedir prestados de vez en cuando diez centavos a su consejero jefe, con los que comprarse un bocadillo de jamón. Y el consejero jefe no tenía muchos centavos. Quien aconsejaba a su rey tan tontamente era probable que arruinara también sus propias perspectivas.
Así que el rey, sin nada más por lo que vivir, murió repentinamente y dejó a un hijo de diez años para que heredara el reino desmantelado, la túnica apolillada y la corona despojada de joyas.
Nadie envidiaba al niño, en quien apenas se había pensado hasta que él mismo se convirtió en rey. Entonces fue reconocido como un personaje de cierta importancia, y los políticos y allegados, encabezados por el consejero principal del reino, celebraron una reunión para determinar qué se podía hacer por él.
Esta gente había ayudado al viejo rey a vivir desenfrenadamente mientras le duró el dinero, y ahora eran pobres y demasiado orgullosos para trabajar. Así que intentaron idear un plan que aportara más dinero a la tesorería del pequeño rey, donde les sería útil para ayudarse a sí mismos.
Una vez terminada la reunión, el consejero principal se acercó al joven rey, que estaba jugando al ping-pong en el patio, y le dijo:
—Su Majestad, hemos pensado una manera de devolver a su reino su antiguo poder y magnificencia.
—De acuerdo —respondió si majestad, despreocupadamente—. ¿Cómo lo harán?
—Casándote con una dama de gran riqueza —respondió el consejero.
—¡Casándome! —gritó el rey—. ¡Pero si sólo tengo diez años!
—Lo sé; es de lamentar. Pero su majestad se hará mayor, y los asuntos del reino demandan que se case con una esposa.
—¿No puedo, en cambio, casarme con una madre? —preguntó el pobre reyecito, que había perdido a su madre cuando era un bebé.
—Desde luego que no —declaró el consejero—. Casarse con una madre sería ilegal; casarse con una esposa es correcto y apropiado.
—¿No puedes casarte con ella tú mismo? —preguntó su majestad, apuntando su peonza al dedo del pie del consejero jefe, riendo al ver como saltaba para escapar de ella.
—Déjame explicarte —dijo el otro—. No tienes ni un centavo en el mundo, pero tienes un reino. Hay muchas mujeres ricas que estarían encantadas de dar su riqueza a cambio de la corona de una reina, aunque el rey no sea más que un niño. Así que hemos decidido anunciar que la que haga la puja más alta se convertirá en la reina de Quok.
—Si debo casarme —dijo el rey, después de pensarlo un momento—, prefiero casarme con Nyana, la hija del armero.
—Es demasiado pobre —respondió el consejero.
—Sus dientes son perlas, sus ojos amatistas y su cabello es oro —declaró el pequeño rey.
—Es cierto, majestad. Pero considera que la riqueza de tu esposa debe ser utilizada. ¿Qué aspecto tendría Nyana después de que le hayas arrancado los dientes de perlas, sacado los ojos de amatista y afeitado su cabeza de oro?
El muchacho se estremeció.
—Como quieras —dijo desesperado—. Sólo que la dama sea lo más delicada posible y una buena compañera de juegos.
—Haremos lo mejor que podamos —respondió el consejero jefe, y se marchó a buscar por los reinos vecinos una esposa para el rey de Quok.
Eran tantas las aspirantes al privilegio de casarse con el pequeño rey que se decidió sacarlo a subasta, con el fin de ingresar en el reino la mayor suma de dinero posible. Así pues, el día señalado, las damas se reunieron en palacio procedentes de todos los reinos circundantes: de Bilkon, Mulgravia, Junkum e incluso de lugares tan lejanos como la república de Macvelt.
El consejero jefe fue a palacio por la mañana temprano e hizo que lavaran la cara del rey y le peinaran el pelo; luego acolchó el interior de la corona con periódicos viejos para hacerla lo bastante pequeña para que entrara en la cabeza de su majestad. Era una corona de aspecto lamentable, con muchos agujeros grandes y pequeños donde antes habían estado las joyas, y había sido descuidada y golpeada hasta quedar bastante maltrecha y deslustrada. Sin embargo, como dijo el consejero, era la corona del rey, y era muy apropiado que la llevara en la solemne ocasión de su subasta.
Como todos los niños, sean reyes o pobres, su majestad había roto y ensuciado su único traje, de modo que apenas estaba presentable; y no había dinero para comprar uno nuevo. Así pues, el consejero envolvió al rey con la vieja túnica de armiño y lo sentó en el taburete que había en medio de la sala de audiencias vacía.
Y a su alrededor estaban todos los cortesanos, políticos y parásitos del reino, gente demasiado orgullosa o perezosa para trabajar. Había un gran número de ellos, pueden estar seguros, y daban un aspecto imponente.
Entonces se abrieron de par en par las puertas de la sala de audiencias y entraron en tromba las acaudaladas damas que aspiraban a ser reina de Quok. El rey las miró con ansiedad y decidió que todas eran lo bastante viejas como para ser sus abuelas y lo bastante feas como para ahuyentar a los cuervos de los maizales reales. Después de lo cual perdió el interés por ellas.
Pero las ricas damas nunca miraron al pobre reyecito acuclillado en su taburete. Se reunieron enseguida en torno al consejero jefe, que hacía las veces de subastador.
—¿Cuánto me ofrecen por la corona de la reina de Quok? —preguntó el consejero, en voz alta.
—-¿Dónde está la corona? —preguntó una anciana quisquillosa que acababa de enterrar a su noveno esposo y que valía varios millones.
—De momento no hay ninguna corona —explicó el consejero jefe—, pero quien haga la puja más alta, tendrá derecho a llevar una, y entonces podrá comprarla.
—Oh —dijo la anciana quisquillosa—, ya veo. Ofrezco catorce dólares.
—¡Catorce mil dólares! —gritó una mujer de aspecto agrio, alta y delgada, con arrugas en toda la piel. “Como una manzana escarchada”, pensó el rey.
La puja se hizo rápida y furiosa, y los cortesanos, sumidos en la pobreza, se animaron cuando la suma empezó a ascender a millones.
—Después de todo, nos traerá una bonita fortuna —susurró uno a su camarada—, y luego tendremos el placer de ayudarlo a gastarla.
El rey empezó a inquietarse. Todas las mujeres que parecían de buen corazón o agradables habían dejado de pujar por falta de dinero, y la esbelta anciana de las arrugas parecía decidida a conseguir la corona a cualquier precio, y con ella al niño marido. Al final, la anciana se excitó tanto que la peluca se le salió de la cabeza y la dentadura postiza se le resbaló, lo que horrorizó mucho al pequeño rey; pero no se dio por vencida.
Por fin, el consejero jefe puso fin a la subasta gritando:
—¡Vendido a Mary Ann Brodjinsky de la Porkus por tres millones novecientos mil seiscientos veinticuatro dólares con dieciséis centavos!
Y la agria anciana pagó el dinero en efectivo y en el acto, lo que demuestra que se trata de un cuento de hadas.
El rey se inquietó tanto al pensar que debía casarse con aquella horrible criatura, que empezó a lamentarse y a llorar, por lo que la mujer le golpeó fuertemente los oídos. Pero el consejero la castigó por maltratar a su futuro marido en público, diciendo:
—Aún no están casados. Espera a mañana, después de la boda. Entonces podrás abusar de él cuanto desees. Pero de momento preferimos que la gente piense que es un matrimonio por amor.
El pobre rey durmió poco aquella noche, estaba aterrorizado por su futura esposa. Tampoco podía quitarse de la cabeza la idea de que prefería casarse con la hija del armero, que era más o menos de su edad. Dio vueltas y vueltas en su dura cama hasta que la luz de la luna entró por la ventana y se tendió como una gran sábana blanca sobre el suelo desnudo. Finalmente, al darse la vuelta por enésima vez, su mano chocó contra un resorte secreto en el cabecero de la gran cama de caoba y, al instante, con un chasquido agudo, un panel se abrió de golpe.
El ruido hizo que el rey levantara la vista y, al ver el panel abierto, se puso de puntillas y, metiendo la mano dentro, sacó un papel doblado. Tenía varias hojas unidas como un libro, y en la primera estaba escrito:
“Cuando el rey en apuros está,
esta hoja debe doblar,
y al fuego la ha de lanzar,
para su deseo así lograr”.
No era muy buena poesía, pero cuando el rey la hubo deletreado a la luz de la luna se llenó de alegría.
—No hay duda de que estoy metido en un lío —exclamó—; así que lo quemaré en seguida a ver qué pasa.
Arrancó la hoja y guardó el resto del libro en su escondite secreto. Luego, doblando el papel dos veces, lo colocó encima de su taburete, encendió una cerilla y le prendió fuego.
Hizo una horrible mancha para ser un papel tan pequeño, y el rey se sentó en el borde de la cama y lo observó con impaciencia.
Cuando el humo se disipó, se sorprendió al ver, sentado en el taburete, a un hombrecito redondo que, con los brazos y las piernas cruzadas, miraba tranquilamente al rey y fumaba una pipa negra de madera de zarza.
—Bueno, aquí estoy —dijo.
—Ya veo —respondió el reyecito—. Pero, ¿cómo has llegado aquí?
—¿No quemaste el papel? —preguntó el hombre redondo a modo de respuesta.
—Sí, lo hice —reconoció el rey.
—Entonces estás en apuros y he venido a ayudarte a salir de ellos. Soy el Esclavo de la Cama Real.
—¡Oh! —dijo el rey—. No sabía que existiera uno.
—Tampoco tu padre, o no habría sido tan tonto como para vender todo lo que tenía por dinero. Por cierto, menos mal que no vendió esta cama. Ahora, entonces, ¿qué quieres?
—No estoy seguro de lo que quiero —respondió el rey—, pero sé lo que no quiero, y es a la anciana que va a casarse conmigo.
—Eso es muy fácil —dijo el Esclavo de la Cama Real—. Todo lo que debes hacer es devolverle el dinero que pagó al consejero jefe y declarar el asunto terminado. No tengas miedo. Tú eres el rey y tu palabra es ley.
—Sin duda —dijo su majestad—. Pero estoy muy necesitado de dinero. ¿Cómo voy a vivir si el consejero jefe devuelve a Mary Ann Brodjinski sus millones?
—Eso es muy fácil —respondió de nuevo el hombre y, metiendo la mano en el bolsillo, sacó y arrojó al rey un anticuado monedero de cuero—. Guárdalo contigo y siempre serás rico, porque puedes sacar de la cartera tantas monedas de plata de veinticinco centavos como quieras, una a la vez. No importa cuántas veces saques una, al instante aparecerá otra en su lugar dentro del monedero.
—Gracias —dijo el rey, agradecido—. Me has hecho un favor poco común, pues ahora tendré dinero para todas mis necesidades y no me veré obligado a casarme con nadie. Un millón de veces, ¡gracias!
—Ni lo menciones —respondió el otro, dando una lenta calada a su pipa y observando cómo el humo se enroscaba a la luz de la luna—. Esas cosas son fáciles para mí, ¿es eso todo lo que quieres?
—Todo lo que se me ocurre en este momento —respondió el rey.
—Entonces, por favor, cierra ese panel secreto en la cama —dijo el hombre—, las otras hojas del libro pueden serte útiles alguna vez.
El muchacho se colocó sobre la cama como antes y, alzando la mano, cerró la abertura para que nadie más pudiera descubrirla. Luego se volvió hacia su visitante, pero el Esclavo de la Cama Real había desaparecido.
—Me lo esperaba —dijo su majestad—, pero lamento que no haya esperado para despedirse.
Con el corazón ligero y una sensación de gran alivio, el niño rey colocó el monedero de cuero debajo de la almohada y, metiéndose de nuevo en la cama, durmió profundamente hasta la mañana siguiente.
Cuando salió el sol, su majestad se levantó también, fresco y reconfortado, y lo primero que hizo fue mandar llamar al consejero jefe.
Aquel poderoso personaje llegó con aspecto sombrío y descontento, pero el muchacho estaba demasiado lleno de su propia buena fortuna para darse cuenta de ello. Dijo:
—He decidido no casarme con nadie, pues acabo de hacerme con una fortuna propia. Por lo tanto, te ordeno que devuelvas a esa vieja el dinero que te ha pagado por el derecho a llevar la corona de la reina de Quok. Y haz declaración pública de que la boda no se celebrará.
Al oír esto, el consejero empezó a temblar, pues vio que el joven rey había decidido reinar en serio; y parecía tan culpable que su majestad preguntó:
—¡Bueno! ¿Qué pasa ahora?
—Señor —respondió el infeliz con voz temblorosa—, no puedo devolverle el dinero a la mujer, pues, ¡lo he perdido!
—¡Perdido! —gritó el rey, entre asombrado y furioso.
—Efectivamente, majestad. Anoche, de camino a casa después de la subasta, me detuve en la farmacia para comprar unas pastillas de potasio para mi garganta, que estaba seca y ronca de tanto hablar; y su majestad admitirá que fue gracias a mis esfuerzos que la mujer fue inducida a pagar un precio tan alto. Pues bien, al entrar en la farmacia dejé descuidadamente el paquete de dinero sobre el asiento de mi carruaje, y cuando volví a salir ya no estaba. Tampoco se veía al ladrón por ninguna parte.
—¿Llamaste a la policía? —preguntó el rey.
—Si, llamé; pero estaban todos en la manzana de al lado, y aunque han prometido buscar al ladrón tengo pocas esperanzas de que lo encuentren.
El rey suspiró.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó.
—Me temo que debes casarte con Mary Ann Brodjinski —respondió el consejero jefe—; a menos que, de hecho, ordenes al verdugo que le corte la cabeza.
—Eso estaría mal —declaró el rey—. La mujer no debe sufrir ningún daño. Y es justo que le devolvamos su dinero, pues no me casaré con ella bajo ningún concepto.
—¿Es esa fortuna privada que mencionas lo suficientemente grande como para devolvérsela? —preguntó el consejero.
—Bueno, si —dijo el rey pensativo—, pero llevará algún tiempo hacerlo, y esa será tu tarea. Llama aquí a la mujer.
El consejero fue en busca de Mary Ann, quien, cuando se enteró de que no iba a convertirse en reina, sino que le devolverían su dinero, estalló en una violenta pasión y golpeó los oídos del consejero jefe con tanta saña que le picaron durante casi una hora. Pero lo siguió hasta la sala de audiencias del rey, donde exigió su dinero a voz en grito, reclamando además los intereses adeudados durante la noche.
—El consejero ha perdido tu dinero —dijo el niño rey—, pero te pagará cada centavo de mi monedero personal. Me temo, sin embargo, que te verás obligada a aceptarlo en monedas pequeñas.
—Eso no importará —dijo ella frunciendo el ceño hacia el consejero como si anhelara llegar de nuevo a sus oídos—. No me importa lo pequeño que sea el cambio con tal que me den cada centavo que me pertenece, y los intereses. ¿Dónde está?
—Aquí —respondió el rey, entregándole al consejero el monedero de cuero—. Está todo en monedas de plata, y hay que sacarlas del monedero de una en una; pero habrá de sobra para pagar tus demandas, y más.
Como no había sillas, el consejero se sentó en el suelo, en un rincón, y empezó a contar una a una las monedas de plata de veinticinco céntimos que llevaba en el monedero. Y la anciana se sentó en el suelo frente a él y tomó cada pieza de dinero de su mano.
Era una gran suma: tres millones novecientos mil seiscientos veinticuatro dólares con dieciséis centavos. Y hacen falta cuatro veces más piezas de veinticinco centavos que dólares para completar la suma.
El rey los dejaba allí sentados y se iba a la escuela, y a menudo se acercaba al consejero y lo interrumpía el tiempo suficiente para sacar de la bolsa el dinero que necesitaba para reinar de una manera apropiada y digna. Esto retrasaba un poco el recuento, pero como de todos modos era un trabajo largo, eso no importaba mucho.
El rey llegó a la edad adulta y se casó con la guapa hija del armero, y ahora tienen dos hijos encantadores. De vez en cuando van a la gran sala de audiencias del palacio y dejan que los pequeños observen cómo el anciano consejero de cabeza canosa cuenta monedas de plata de veinticinco céntimos a una anciana marchita, que vigila cada uno de sus movimientos para asegurarse de que no la engaña.
Es una gran suma, tres millones novecientos mil seiscientos veinticuatro dólares con dieciséis centavos en piezas de veinticinco centavos.
Pero así es como el consejero fue castigado por ser tan descuidado con el dinero de la mujer. Y así es como Mary Ann Brodjinski de la Porkus también fue castigada por desear casarse con un rey de diez años para poder llevar la corona de reina de Quok.