Hace mucho, mucho tiempo, vivían un anciano y una anciana; eran campesinos y tenían que trabajar duro para ganarse el arroz de cada día. El anciano solía ir a cortar hierba para los campesinos de los alrededores, y mientras él estaba fuera, la anciana, su mujer, se ocupaba de las labores de la casa y trabajaba en su pequeño arrozal.
Un día, el anciano fue al monte a cortar hierba, como de costumbre, y la anciana llevó ropa al río para lavar.
Era casi verano y, mientras los dos ancianos se dirigían a su trabajo, el campo se mostraba muy hermoso en su fresco verdor. La hierba de las orillas del río parecía de terciopelo esmeralda, y los sauces de la ribera agitaban sus suaves borlas.
La brisa soplaba y ondulaba la suave superficie del agua, y al pasar rozaba las mejillas de la pareja de ancianos que, por alguna razón que no podían explicar, se sentían muy felices aquella mañana.
La anciana encontró por fin un buen lugar a la orilla del río y dejó la cesta. Luego se puso manos a la obra para lavar la ropa; sacó una a una las prendas de la cesta, las lavó en el río y las frotó contra las piedras. El agua era cristalina y podía ver los pececillos que nadaban de un lado a otro y los guijarros del fondo.
Mientras lavaba la ropa, un gran melocotón bajó por el arroyo. La anciana levantó la vista de su trabajo y vio aquel enorme melocotón. Tenía sesenta años, pero en toda su vida no había visto un melocotón tan grande.
—¡Qué delicioso debe estar ese melocotón! —se dijo—. Debo tomarlo y llevárselo a mi anciano marido.
Estiró el brazo para tomarlo, pero estaba fuera de su alcance. Miró a su alrededor en busca de un palo, pero no había ninguno a la vista, y si iba a buscarlo perdería el melocotón.
Se paró un momento a pensar qué hacer y recordó un viejo verso encantado. Empezó a dar palmas al compás del rodar del melocotón río abajo, y mientras daba palmas cantaba esta canción:
“El agua lejana es amarga,
el agua cercana es dulce;
pasa por el agua lejana,
y entra en la dulce”.
Curiosamente, en cuanto empezó a repetir esta cancioncita, el melocotón comenzó a acercarse cada vez más a la orilla donde se encontraba la anciana, hasta que por fin se detuvo justo delante de ella, de modo que pudo recogerlo con las manos. La anciana estaba encantada. No podía seguir con su trabajo, estaba muy contenta y emocionada, así que volvió a meter toda la ropa en su cesta de bambú y, con la cesta a la espalda y el melocotón en la mano, se apresuró a regresar a casa.
Le pareció muy larga la espera hasta el regreso de su marido. El viejo regresó por fin cuando el sol se ponía, con un gran manojo de hierba en la espalda, tan grande que casi lo ocultaba y ella apenas podía verlo. Parecía muy cansado y usaba la guadaña como bastón, apoyándose en ella mientras caminaba.
Tan pronto como la anciana lo vio, gritó:
—¡O Fii San! (anciano). ¡He esperado mucho tiempo que vuelvas a casa!
—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan impaciente? —preguntó el anciano, extrañado por la inusual impaciencia—. ¿Ha ocurrido algo durante mi ausencia?
—¡Oh, no! —respondió la anciana—. No ha pasado nada, sólo que he encontrado un bonito regalo para ti.
—Qué bien —dijo el anciano. Entonces se lavó los pies en una palangana y salió al porche.
La anciana corrió ahora a la pequeña habitación y sacó del armario el gran melocotón. Le pareció aún más pesado que antes. Se lo mostró diciendo:
—¡Mira esto! ¿Has visto alguna vez un melocotón tan grande?
Cuando el anciano miró el melocotón se quedó muy asombrado y dijo:
—¡Es el melocotón más grande que he visto nunca! ¿Dónde lo has comprado?
—No lo compré. Lo encontré en el río, donde estaba lavando —respondió la anciana y le contó toda la historia.
—Me alegro mucho de que lo hayas encontrado. Comámoslo ahora, que tengo hambre —dijo el O Fii San.
Sacó el cuchillo de cocina y, colocando el melocotón sobre una tabla, estaba a punto de cortarlo cuando, cosa maravillosa de contar, el melocotón se partió en dos por sí mismo y una voz clara dijo:
—¡Espera un poco, anciano! —y salió de él un hermoso niño.
El anciano y su mujer se quedaron tan asombrados de lo que veían que cayeron al suelo. El niño volvió a hablar:
—No teman. No soy un demonio ni un hada. Les diré la verdad. El cielo ha tenido compasión de ustedes. Todos los días y todas las noches se han lamentado por no haber tenido un hijo. ¡Su lamento fue escuchado y fui enviado para ser el hijo de su vejez!
Al oír esto, el anciano y su mujer se pusieron muy contentos. Habían llorado día y noche de pena por no tener un hijo que les ayudara en su solitaria vejez, y ahora que su oración había sido escuchada estaban tan embargados por la alegría que no sabían dónde poner las manos ni los pies. Primero el anciano cargó al niño en sus brazos, y luego la anciana hizo lo mismo; y le pusieron el nombre de MOMOTARO, es decir, HIJO DE UN MELOCOTÓN, porque había salido de un melocotón.
Los años pasaron rápidamente y el niño llegó a tener quince años. Era más alto y mucho más fuerte que cualquier otro muchacho de su edad, tenía un rostro apuesto, un corazón lleno de valor, y era muy sabio para su edad. La pareja de ancianos se alegraba mucho al verlo, pues era exactamente como ellos pensaban que debía ser un héroe.
Un día, Momotaro se acercó a su padre adoptivo y le dijo solemnemente:
—Padre, por una extraña casualidad nos hemos convertido en padre e hijo. Tu bondad para conmigo ha sido más alta que los pastos de la montaña que era tu trabajo diario cortar, y más profunda que el río donde mi madre lava la ropa. No sé cómo agradecerles lo suficiente.
—Pues —respondió el anciano—, es normal que un padre eduque a su hijo. Cuando seas mayor te tocará a ti cuidar de nosotros, así que después de todo no habrá pérdidas ni ganancias entre nosotros, todo será igual. De hecho, me sorprende que me agradezcas de esta manera —y el anciano pareció molesto.
—Espero que seas paciente conmigo —dijo Momotaro—; pero antes de empezar a devolverte la bondad que has tenido conmigo, tengo que hacerte una petición que espero que me concedas por encima de todo.
—Te dejaré hacer lo que desees, pues eres muy diferente a todos los demás muchachos.
—¡Entonces déjame marchar de inmediato!
—¿Qué dices? ¿Quieres dejar a tu padre y a tu madre y marcharte de tu antiguo hogar?
—¡Seguro que volveré, si me dejas ir ahora!
—¿A dónde vas?
—Te parecerá extraño que quiera marcharme —dijo Momotaro—, porque aún no te he contado mi razón. Muy lejos de aquí, al noreste de Japón, hay una isla en el mar. Esta isla es la fortaleza de una banda de demonios. He oído a menudo cómo invaden esta tierra, matan y roban a la gente, y se llevan todo lo que encuentran. No sólo son muy malvados, sino que son desleales a nuestro Emperador y desobedecen sus leyes. También son caníbales, pues matan y se comen a algunos de los pobres que tienen la desgracia de caer en sus manos. Estos demonios son seres muy odiosos. Debo ir a conquistarlos y devolver todo el botín que han robado a esta tierra. Es por esta razón que quiero irme por un corto tiempo.
El anciano se sorprendió mucho al oír todo esto de un muchacho de quince años. Pensó que lo mejor era dejarlo irse. Era fuerte e intrépido y, además, el anciano sabía que no era un niño cualquiera, pues les había sido enviado como un regalo del Cielo, y estaba completamente seguro de que los demonios no podrían hacerle daño.
—Todo lo que dices es muy interesante, Momotaro —dijo el anciano—. No te estorbaré en tu determinación. Puedes irte si lo deseas. Ve a la isla tan pronto como quieras y destruye a los demonios y trae paz a la tierra.
—Gracias por toda tu amabilidad —dijo Momotaro, que comenzó a prepararse para partir ese mismo día. Estaba lleno de valor y no sabía lo que era el miedo.
El anciano y la mujer se pusieron inmediatamente a trabajar para machacar arroz en el mortero de la cocina y hacer pasteles para que Momotaro los llevara consigo en su viaje.
Por fin los pasteles estaban hechos y Momotaro estaba listo para emprender su largo viaje.
Las despedidas siempre son tristes. Así era ahora. Los ojos de los dos ancianos se llenaron de lágrimas y sus voces temblaron al decir:
—Ve con todo el cuidado y rapidez. ¡Esperamos que vuelvas victorioso!
A Momotaro le daba mucha pena dejar a sus padres (aunque sabía que volvería en cuanto pudiera), porque pensaba en lo solos que se sentirían mientras él estuviera fuera. Pero se despidió con valentía.
—Ya me voy. Cuídense mucho mientras estoy fuera. Adiós —y salió rápidamente de la casa. En silencio, los ojos de Momotaro y sus padres se encontraron para despedirse.
Momotaro se apresuró a seguir su camino hasta que llegó el mediodía. Empezó a tener hambre, así que abrió su bolsa, sacó uno de los pasteles de arroz y se sentó a comerlo bajo un árbol junto al camino. Mientras almorzaba, un perro casi tan grande como un potro salió corriendo de entre la hierba alta. Se dirigió directamente hacia Momotaro y, enseñando los dientes, le dijo con fiereza:
—Eres un maleducado al pasar por mi campo sin pedir permiso antes. Si me dejas todos los pasteles que llevas en la bolsa puedes irte; de lo contrario, ¡te morderé hasta matarte!
Momotaro se limitó a reír con desdén:
—¿Qué dices? ¿Sabes quién soy? Soy Momotaro, y voy de camino para someter a los demonios en su isla fortaleza del noreste de Japón. Si intentas detenerme en mi camino, ¡te partiré en dos de la cabeza para abajo!
La actitud del perro cambió de inmediato. Dejó caer la cola entre las patas y, al acercarse, se inclinó tanto que su frente tocó el suelo.
—¿Qué oigo? ¿El nombre de Momotaro? ¿Eres realmente Momotaro? A menudo he oído hablar de tu gran fuerza. Sin saber quién eras me he comportado de una manera muy estúpida. Por favor, perdona mi grosería. ¿Vas a invadir la Isla de los Demonios? Si llevas contigo a un tipo muy grosero como uno de tus seguidores, te estaré muy agradecido.
—Creo que puedo llevarte conmigo, si deseas ir —dijo Momotaro.
—¡Gracias! —dijo el perro—. Por cierto, tengo mucha, mucha hambre. ¿Me darías uno de los pasteles que llevas?
—Este es el mejor pastel que hay en Japón —dijo Momotaro—. No puedo darte uno entero; te daré la mitad de uno.
—Muchas gracias —dijo el perro, tomando el trozo que le arrojaban.
Entonces Momotaro se levantó y el perro le siguió. Durante mucho tiempo caminaron por las colinas y los valles. Mientras avanzaban, un animal bajó de un árbol un poco por delante de ellos. La criatura no tardó en acercarse a Momotaro y le dijo:
—¡Buenos días, Momotaro! Eres bienvenido en esta parte del país. ¿Me permites que te acompañe?
El perro respondió con celos:
—Momotaro ya tiene un perro que lo acompaña. ¿De qué sirve un mono como tú en la batalla? Vamos a luchar contra los demonios. ¡Largo!
El perro y el mono empezaron a pelearse y a morderse, pues estos dos animales siempre se odian.
—¡No se peleen! —dijo Momotaro, interponiéndose entre ellos—. ¡Espera un momento, perro!
—No es nada digno que te siga una criatura como esa —dijo el perro.
—¿Qué sabes tú de eso? —preguntó Momotaro; y apartando al perro, le habló al mono:
—¿Quién eres?
—Soy un mono que vive en estas colinas —respondió el mono—. He oído hablar de tu expedición a la Isla de los Demonios y he venido a acompañarte. Nada me gustaría más que seguirte.
—¿De verdad quieres ir a la Isla de los Demonios conmigo?
—Si, señor —respondió el mono.
—Admiro tu valentía —dijo Momotaro—. Aquí tienes un trozo de uno de mis finos pasteles de arroz. ¡Ven conmigo!
Así que el mono se unió a Momotaro. El perro y el mono no se llevaban bien. Siempre se atacaban al avanzar y querían pelearse. Esto enfadó mucho a Momotaro, y al final envió al perro delante con una bandera y puso al mono detrás con una espada, y se colocó entre ellos con un abanico de guerra, que está hecho de hierro.
Llegaron a un gran campo. Allí un pájaro bajó volando y se posó en el suelo justo delante del pequeño grupo. Era el pájaro más hermoso que Momotaro había visto. En su cuerpo había cinco mantos de plumas y su cabeza estaba cubierta por un gorro escarlata.
El perro corrió hacia el pájaro y trató de agarrarlo y matarlo. Pero el pájaro sacó sus espolones y voló hacia la cola del perro; y la lucha entre ambos fue dura.
Momotaro, mientras miraba, no podía dejar de admirar al pájaro; mostraba un gran espíritu en la lucha. Sin duda sería un buen luchador.
Momotaro se acercó a los dos combatientes, y reteniendo al perro, dijo al pájaro:
—¡Bribón! Estás obstaculizando mi viaje. Ríndete de inmediato y te llevaré conmigo. Si no lo haces, haré que el perro te arranque la cabeza de un mordisco.
El pájaro se rindió de inmediato, y suplicó ser llevado en compañía de Momotaro.
—No sé qué excusa ofrecer para pelearme con el perro, tu criado, pero no te había visto. Soy un miserable pájaro llamado faisán. Es muy generoso por su parte perdonar mi descortesía y llevarme contigo. Por favor, permíteme seguirte detrás del perro y del mono.
—Te felicito por rendirte tan pronto —dijo Momotaro sonriendo—. Ven y únete a nosotros en nuestra incursión contra los demonios.
—¿Vas a llevar también a este pájaro? —interrumpió el perro.
—¿Por qué haces una pregunta tan innecesaria? ¿No has oído lo que he dicho? ¡Me llevo el pájaro porque quiero!
—¡Humf! —dijo el perro.
Entonces Momotaro se levantó y dio esta orden:
—Ahora todos ustedes deben escucharme. Lo primero que se necesita en un ejército es armonía. Es un sabio refrán el que dice que “La ventaja en la tierra es mejor que la ventaja en el cielo”. La unión entre nosotros es mejor que cualquier ganancia terrenal. Cuando no estamos en paz entre nosotros, no es fácil someter a un enemigo. A partir de ahora, ustedes tres, perro, mono y faisán, deben ser amigos con una sola mente. El primero que empiece una pelea será despedido en el acto.
Los tres prometieron no pelearse. El faisán pasó a formar parte del séquito de Momotaro y recibió medio pastel.
La influencia de Momotaro era tan grande que los tres se hicieron buenos amigos y se apresuraron a seguir adelante con él como líder.
Apresurándose día tras día, llegaron por fin a la orilla del Mar del Nordeste. No se veía nada hasta el horizonte, ni rastro de ninguna isla. Lo único que rompía la quietud era el vaivén de las olas sobre la orilla.
Ahora bien; el perro, el mono y el faisán habían recorrido con gran valentía los largos valles y las colinas, pero nunca habían visto el mar y, por primera vez desde que se pusieron en camino, estaban desconcertados y se miraban unos a otros en silencio. ¿Cómo iban a cruzar las aguas y llegar a la Isla de los Demonios?
Momotaro pronto vio que se sentían intimidados por la visión del mar, y para ponerlos a prueba habló alto y áspero:
—¿Por qué dudan? ¿Tienen miedo del mar? ¡Qué cobardes! Es imposible llevar conmigo a criaturas tan débiles como ustedes para luchar contra los demonios. Será mucho mejor para mí ir solo. Me despido de todos de una vez.
Los tres animales se sorprendieron ante esta dura reprimenda, y se aferraron a la manga de Momotaro, rogándole que no los echara.
—¡Por favor, Momotaro! —dijo el perro.
—¡Hemos llegado tan lejos! —dijo el mono.
—¡Es inhumano que nos dejes aquí! —dijo el faisán.
—No le tenemos miedo al mar —dijo el mono otra vez.
—Por favor, llévanos contigo —dijo el faisán.
—Por favor —dijo el perro.
Ahora habían ganado un poco de valor, así que Momotaro dijo:
—Bien, entonces los llevaré conmigo, ¡pero tengan cuidado!
Momotaro consiguió un pequeño barco y todos subieron a bordo. El viento y el tiempo eran favorables, y el barco surcó el mar como una flecha. Era la primera vez que navegaban, así que al principio el perro, el mono y el faisán se asustaron con las olas y el balanceo del barco, pero poco a poco se acostumbraron al agua y volvieron a sentirse felices. Todos los días paseaban por la cubierta de su pequeño barco, buscando ansiosamente la isla de los demonios.
Cuando se cansaron de esto, se contaron historias de todas sus hazañas de las que estaban orgullosos, y luego jugaron juntos; y Momotaro encontró mucho para divertirse escuchando a los tres animales y observando sus payasadas, y de esta manera olvidó que el camino era largo y que estaba cansado del viaje y de no hacer nada. Ansiaba trabajar para matar a los monstruos que tanto daño habían hecho en su país.
Como el viento soplaba a su favor y no se encontraron con tormentas, el barco realizó un viaje rápido, y un día en que el sol brillaba intensamente, una vista de tierra recompensó a los cuatro vigilantes de proa.
Momotaro supo enseguida que lo que veían era la fortaleza de los demonios. En lo alto de la escarpada orilla, mirando al mar, había un gran castillo. Ahora que su misión estaba cerca, estaba sumido en sus pensamientos con la cabeza apoyada en las manos, preguntándose cómo debía comenzar el ataque. Sus tres seguidores lo observaban, esperando órdenes. Por fin llamó al faisán:
—Es una gran ventaja tenerte con nosotros —dijo Momotaro al pájaro—, pues tienes buenas alas. Vuela de inmediato al castillo y haz que los demonios luchen. Nosotros te seguiremos.
El faisán obedeció de inmediato. Salió volando del barco batiendo alegremente el aire con sus alas. El pájaro no tardó en llegar a la isla y se colocó en el tejado, en medio del castillo, gritando en voz alta:
—¡Escúchenme todos ustedes, demonios! El gran general japonés Momotaro ha venido a luchar con ustedes y a arrebatarles la fortaleza. Si quieren salvar sus vidas, ríndanse de inmediato, y en señal de sumisión deben romperse los cuernos que les crecen en la frente. Si no se rinden de inmediato y deciden luchar, nosotros, el faisán, el perro y el mono los mataremos a todos a mordiscos y los desgarraremos hasta la muerte.
Los demonios cornudos miraron hacia arriba y sólo vieron un faisán; se rieron y dijeron:
—¡Un faisán salvaje! Es ridículo oír tales palabras de una cosa tan mezquina como tú. ¡Espera recibir un golpe de una de nuestras barras de hierro!
Los demonios estaban muy enfadados. Agitaron ferozmente sus cuernos y sus mechones de pelo rojo, y se apresuraron a ponerse pantalones de piel de tigre para parecer más terribles. Luego sacaron grandes barras de hierro y corrieron hacia donde estaba posado el faisán, sobre sus cabezas, e intentaron derribarlo. El faisán voló hacia un lado para escapar del golpe, y luego atacó primero la cabeza de uno y luego de otro demonio. Dio vueltas y vueltas alrededor de ellos, batiendo el aire con sus alas incesantemente con tanta ferocidad, que los demonios empezaron a preguntarse si tendrían que luchar contra uno o contra muchos pájaros más.
Mientras tanto, Momotaro había llevado su barco a tierra. Al acercarse, vio que la orilla era como un precipicio y que el gran castillo estaba rodeado de altos muros y grandes puertas de hierro y estaba fuertemente fortificado.
Momotaro atracó y, con la esperanza de encontrar alguna vía de entrada, subió por el sendero hacia la cima, seguido por el mono y el perro. Pronto se encontraron con dos hermosas damiselas que lavaban la ropa en un arroyo. Momotaro vio que las ropas estaban manchadas de sangre y que, mientras las dos doncellas lavaban, las lágrimas caían rápidamente por sus mejillas. Se detuvo y les habló:
—¿Quiénes son y por qué lloran?
—Somos cautivas del Rey Demonio. Fuimos llevadas de nuestros hogares a esta isla, y aunque somos hijas de Daimios (Señores), estamos obligadas a ser sus sirvientas, y un día nos matará —y las doncellas levantaron la ropa manchada de sangre—, ¡y nos comerá, y no habrá nadie que nos ayude!
Y sus lágrimas comenzaron a fluir de nuevo ante este horrible pensamiento.
—Yo las rescataré —dijo Momotaro—. No lloren más, sólo muéstrenme cómo puedo entrar en el castillo.
Entonces las dos damas se adelantaron y le mostraron a Momotaro una pequeña puerta trasera en la parte más baja de la muralla del castillo, tan pequeña que Momotaro apenas podía entrar gateando.
El faisán, que durante todo ese tiempo estuvo luchando con todas sus fuerzas, vio a Momotaro y a su pequeña banda entrar a toda prisa por la parte de atrás.
La embestida de Momotaro fue tan furiosa que los demonios no pudieron hacerle frente. Al principio su enemigo había sido un solo pájaro, el faisán, pero ahora que habían llegado Momotaro, el perro y el mono, estaban desconcertados, pues los cuatro enemigos luchaban como si fueran cien, de tan fuertes que eran. Algunos de los demonios cayeron del muro del castillo y se hicieron pedazos contra las rocas que había debajo; otros cayeron al mar y se ahogaron; muchos murieron apaleados por los tres animales.
El jefe de los demonios era por fin el único que quedaba. Decidió rendirse, pues sabía que su enemigo era más fuerte que el hombre mortal.
Se acercó humildemente a Momotaro y arrojó su barra de hierro, y arrodillándose a los pies del vencedor se rompió los cuernos de la cabeza en señal de sumisión, pues eran el signo de su fuerza y poder.
—Te tengo miedo —dijo mansamente—. No puedo enfrentarte. Te daré todo el tesoro escondido en este castillo si me perdonas la vida.
Momotaro rio.
—No es propio de ti, gran demonio, suplicar clemencia, ¿verdad? No puedo perdonar tu malvada vida, por mucho que supliques, pues has matado y torturado a mucha gente y has robado a nuestro país durante muchos años.
Entonces Momotaro ató al demonio jefe y lo puso a cargo del mono. Hecho esto, recorrió todas las estancias del castillo, liberó a los prisioneros y reunió todo el tesoro que encontró.
El perro y el faisán llevaron a casa el botín, y así Momotaro regresó triunfante a su hogar, llevando consigo al jefe demonio como cautivo.
Las dos pobres damiselas, hijas de Daimios, y otras a las que el malvado demonio se había llevado como esclavas, fueron llevadas sanas y salvas a sus hogares y entregadas a sus padres.
Todo el país hizo de Momotaro un héroe a su regreso triunfal, y se regocijó de que el país estuviera ahora libre de los demonios ladrones, que habían sido el terror de aquellas tierras durante mucho tiempo.
La alegría de la anciana pareja fue mayor que nunca, y el tesoro que Momotaro había traído a casa les permitió vivir en paz y abundancia hasta el final de sus días.