—Me gustaría tener una pulsera mágica como la de Rosamond, que me pinchara cuando fuera a hacer algo mal —dijo la pequeña May, al dejar el cuento que había estado leyendo.
No había nadie más en la habitación, pero oyó una dulce vocecita cantar esta canción cerca de su oído:
—Bajo tu almohada en las noches has de mirar. Si has sido buena, algo bonito puedes encontrar. Pero si has sido salvaje o traviesa , encontrarás algo malo, pequeña princesa.
May se quedó muy sorprendida, y miró a todas partes para ver quién hablaba, pero no encontró a nadie.
—Supongo que lo he soñado; pero tengo los ojos muy abiertos, y no puedo inventar una poesía, dormida o despierta.
Mientras decía eso, alguien río, y la misma voz volvió a cantar:
—¡Jaja, no puedes verme! No le cuentes a nadie. Si eres paciente, un hada de verdad vendrá a ver a la pequeña May.
—Oh, ¡qué espléndido sería eso! Me esforzaré y seré tan buena como un ángel si tan solo pudiera ver un hada viva. Siempre he dicho que las hay, y ahora sabré como son —gritó la niña, tan contenta que se puso a bailar por toda la habitación, aplaudiendo.
Algo brillante salió por la ventana de entre las flores que había allí, y no se oyeron más canciones; entonces May supo que el duende se había ido.
—Tengo un bonito secreto para mí sola, y lo guardaré cuidadosamente. Me pregunto qué regalo vendrá esta noche —dijo, pensando que se trataba de un juego muy interesante.
Se portó muy bien todo el día, y no hizo ningún alboroto para irse a la cama, aunque normalmente se inquietaba, quería jugar y pedía agua. Se metió en su nidito, pero tenía tanta prisa por ver qué había bajo la almohada que se olvidó y dijo a su madre, enfadada.
—Date prisa y vete. No esperes a colgar mi ropa. ¡Vete, vete!
Eso hirió los sentimientos de su madre, que se marchó sin darle el beso de buenas noches. Pero a May no le importó, y buscó debajo de la almohada en cuanto se cerró la puerta. Siempre había una lámpara encendida, así que pudo ver la cajita de oro que sacó.
—¡Qué bonita! Espero que haya algún dulce dentro —dijo, abriéndola con mucho cuidado.
¿Qué creen que pasó? Una avispa salió volando y le picó en los labios; luego, tanto la avispa como la caja desaparecieron, y May se quedó llorando sola, con un dolor agudo en los labios que pronunciaron las palabras poco amables.
—¡Qué regalo tan espantoso! No me gusta esa hada rencorosa que me envía cosas tan horribles —sollozó.
Luego se quedó pensativa, pues no se atrevía a llamar a nadie, ya que nadie debía adivinar el secreto. Sabía en su interior que aquellas palabras hirieron a Nursey tanto como el aguijón a sus labios, y se sintió apenada. Enseguida se le pasó la pena, y cuando se decidió a pedirle perdón a la buena anciana, ya se le había pasado.
A la mañana siguiente besó a su madre y le dijo que lo sentía, y se esforzó por portarse bien hasta la hora de la merienda; entonces corrió a ver qué cosas ricas iban a comer, aunque muchas veces le habían dicho que no entrase en el comedor. No había nadie, y sobre la mesa había un plato de deliciosos pastelitos blancos como bolas de nieve.
—Tengo que probar un poco, después se lo contaré a mamá —dijo; y antes de que se diera cuenta ya se había comido todo el pastelito.
—Nadie lo echará de menos y podré tomar otro en la merienda. Ahora, un terrón de azúcar y un sorbo de nata antes que venga mamá.
Después de haber hecho algo mal, May tenía ganas de seguir; así que mordisqueó y se metió con toda clase de cosas prohibidas hasta que oyó un paso, y entonces se escapó. Nadie echó de menos el pastel, y su madre le dio otro, diciendo:
—Aquí tienes, querida, un rico pastel de ciruela para mi buena niña.
May se puso roja y quiso contar lo que había hecho, pero se avergonzó porque había compañía; y la gente pensó que se ruborizaba como una niña modesta al ser alabada.
Pero cuando se fue a la cama casi tenía miedo de mirar debajo de la almohada, sabiendo que había hecho mal. Por fin sacó la caja y la abrió lentamente, esperando que algo saliera volando hacia ella. Todo lo que vio fue una pequeña bolsa negra, que empezó a crecer de inmediato, hasta que fue lo suficientemente grande como para contener sus dos manos. Entonces se ató firmemente alrededor de sus muñecas, como para evitar que aquellas manos entrometidas hicieran alguna travesura.
—Bueno, esto es muy extraño, pero no tan espantoso como la avispa. Espero que nadie la vea cuando esté dormida. Ojalá hubiera dejado en paz esos pasteles y esas cosas —suspiró May, mirando la bolsa negra y tratando en vano de liberar sus manos.
Se durmió llorando, y cuando despertó, la bolsa ya no estaba. Nadie la había visto; pero le contó a su madre lo del pastel, y prometió no volver a hacerlo.
—Ahora sí que será un buen día —dijo mientras se alejaba, sintiéndose tan ligera como una pluma después de haber confesado sus pequeños pecados.
Pero es tan fácil olvidar y hacer el mal, que May estropeó su día antes de cenar yendo al río y jugando con los botes, a pesar de las muchas órdenes de no hacerlo. No lo contó y por la tarde fue a una fiesta, donde se divirtió tanto que no se acordó de la travesura hasta que se acostó y abrió la caja de las hadas. Apareció una cadenita, que en un instante se hizo larga y grande, y se ató a sus tobillos, como si estuviera prisionera. A May le gustaba dar tumbos, y le disgustó mucho que la encadenaran de aquella manera; pero no había remedio, así que se quedó muy quieta y tuvo mucho tiempo para lamentarse.
—Es un buen castigo para mí, y lo merezco. No lloraré, pero lo recordaré.
Durante todo el día siguiente tuvo mucho cuidado de que sus labios no dijeran palabrotas, de que sus manos no hicieran cosas prohibidas y de que sus pies no se equivocaran. Nada se echó a perder este día, ella vigiló muy bien; y cuando mamá dio el beso de buenas noches, ella dijo:
—¿Qué le regalaré a mi buena hijita, que ha sido tan amable, obediente y ocupada todo el día?
—Quiero un gatito blanco, con ojos azules y un lazo rosa en el cuello —respondió May.
—Intentaré encontrar uno. Ahora vete a la cama, cariño, y ¡dulces sueños! —dijo mamá, con muchos besos en las mejillas sonrojadas, y la sonrisa como recompensa.
May estaba tan ocupada pensando en el gatito y en el buen día que se olvidó de la caja hasta que oyó un pequeño “¡miau, miau!” bajo la almohada.
—¿Qué es eso? —y levantó al cabeza para ver.
Salió la caja, voló la tapa y allí, sobre un cojín rojo, yacía un gatito blanco de unos cinco centímetros. May no podía creer que estuviera vivo hasta que saltó de su nido, se estiró y creció de golpe hasta alcanzar el tamaño justo para jugar y ser bonito. Tenía los ojos azules, la cola como un penacho blanco y un dulce lazo rosa en el cuello. Bailaba por toda la cama, corría por las cortinas, se escondía bajo la ropa, mordisqueaba los dedos de los pies de May, le lamía la cara, le acariciaba la nariz con su suave pata y le guiñaba el ojo de una forma tan graciosa que ella se reía de alegría por tener un gatito tan querido. Luego, como si supiera que la cama era el lugar para estar tranquilo, el gato se acurrucó en un montoncito y ronroneó a May hasta que se durmió.
—Supongo que el adorable gatito desaparecerá como todas las demás cosas —dijo May al despertarse y mirar a su alrededor en busca de su primer bonito regalo.
No; allí estaba el encantador gatito, sentado al sol entre las macetas, lavándose la cara y preparándose para jugar. Se divirtieron mucho, y todos se sorprendieron al ver el gato que May quería. Supusieron que había llegado como suelen llegar los gatitos, y May nunca les dijo que era un regalo de las hadas, porque había prometido no hacerlo. Estaba tan contenta con el gatito que se portó bien todo el día; y cuando se fue a la cama pensó:
—Me gustaría tener un perro que jugara con mi querido Copo de Nieve y corriera conmigo cuando salgo a caminar.
—¡Guau, guau, guau! —se oyó bajo la almohada; y de la caja salió trotando un perro de pelo negro y enrulado, con largas orejas, un collar de plata y unos ojos tan brillantes y amables que May no le tuvo miedo, sino que lo quiso enseguida, y lo llamó Seda, porque era suave y sedoso. Al gato también le gustaba; y cuando May tenía sueño se acurrucaban los dos en la misma cesta, como dos buenos bebés.
—¿Qué será lo próximo que encontremos? —dijo su madre cuando vio al perro por la mañana.
—Tal vez sea un elefante, que llene toda la casa y te dé un susto —rio May, bailando con Copo de Nieve persiguiendo los dedos de los pies desnudos, mientras Seda se sacudía y gruñía a sus zapatos como si fueran ratas.
—Si tu primo Juan quiere darte más animales, me gustaría que te enviara un pony para llevarte a la escuela, y ahorrarles a mis viejas piernas el dolor de trotar detrás de ti —dijo madre; porque May tenía un primo rico que la quería mucho, y a menudo le regalaba cosas bonitas.
—Tal vez lo haga —rio May encantada con la idea de que fuera un hada y no el primo Juan quien le enviara las pequeñas y astutas criaturas.
Pero no consiguió el pony aquella noche, pues por la tarde su madre le dijo que no se sentara en el césped, porque estaba húmedo, y a May no le importó, pues estaba ocupada con un bonito cuento. Así que cuando tomó su caja, un fuerte estornudo pareció hacer saltar la tapa, y todo lo que vio fue un poco de franela roja.
—¿Para qué es esto? —preguntó desilusionada; y como si respondiera, la franela roja se enroscó alrededor de su cuello.
—Me duele la garganta y estoy ronca. Me pregunto cómo supo esa hada que me senté en el césped húmedo. Lo siento mucho, porque yo quería un pony, y podría haberlo tenido si me hubiera preocupado —dijo May, enojada consigo misma por haber echado a perder toda su diversión.
Estaba echada a perder; pues a la mañana siguiente estaba tan resfriada que no pudo salir, sino que tuvo que tomar medicinas y quedarse junto al fuego, mientras los demás niños hacían un estupendo picnic.
—Esta noche no voy a pedir nada; no merezco un regalo porque he sido muy desobediente. Pero he intentado ser paciente —dijo May, buscando la caja.
El hada no la había olvidado, y ahí estaba: un precioso libro ilustrado, lleno de nuevas y bonitas historias impresas en tintas de colores.
—¡Qué bonito será leerlo mañana mientras estoy enferma! —dijo, y se durmió muy contenta.
Durante todo el día siguiente disfrutó con los bonitos dibujos y los divertidos cuentos, y no se quejó ni se inquietó en absoluto, sino que se encontraba mucho mejor, hasta el punto de que el médico le dijo que podría salir mañana, si le parecía bien.
—Ahora voy a pedir el pony —dijo May en la cama. Pero en la caja no había nada más que una pequeña cuerda roja de seda, como un ronzal. No supo qué hacer con ello esa noche, pero si a la mañana siguiente; pues justo cuando había acabado de vestirse, su hermano la llamó desde el jardín.
—¡May, asómate y mira lo que encontré en el establo! Ninguno de nosotros puede atraparlo, así que ven a ver si tú puedes; tu nombre está en la tarjeta atada a su crin.
May miró y vio un poni blanco como la nieve corriendo por el patio. Entonces supo que el ronzal era para él y corrió a cogerlo. En cuanto apareció, el pony fue hacia ella y le puso la nariz en la mano.
May estaba encantada y muy orgullosa cuando el pony le dejó ponerse la silla y la brida que estaban en el granero listas para usar. Saltó y cabalgó por el camino, y Will, mamá, Seda y Copo de Nieve corrieron a ver el bonito espectáculo. Los niños de la escuela se entusiasmaron mucho cuando llegó trotando, y todos querían montar a Príncipe. Era muy manso, y todos lo montaron; pero May era la que más se divertía, pues todos los días podía dar largos trotes junto al carruaje cuando mamá y Will salían. Por la noche May estaba tan contenta y feliz que se decía a sí misma en la cama:
—Ahora desearé algo para Will, a ver si lo consigo. No quiero más regalos para mí; ya he tenido los míos, y me encantaría regalarles a otras personas que no tienen caja de hadas.
Así que pidió un bonito barco, y en la caja había una llave con el nombre “Nenúfar”. Adivinó lo que significaba y, por la mañana, le dijo a su hermano que fuera al río a ver lo que tenía para él. Allí había una bonita barca verde y blanca, con asientos acolchados, una vela desplegada y en el palo mayor una banderita ondeando al viento, con las palabras “Nenúfar” en letras doradas.
Will se sintió tan sorprendido y complacido al ver que era suyo, que se dio la vuelta sobre la hierba, besó a May y saltó a la barca gritando:
—¡Todos a bordo!
May lo siguió y navegaron por el hermoso río, blanco de lirios de verdad, mientras los mirlos cantaban en los verdes prados de ambas orillas y los niños y niñas se detenían en los puentes para verlos pasar.
Después de aquello, May siguió tratando de portarse bien y deseando cosas para ella y para los demás, hasta que se olvidó de ser traviesa y se convirtió en la niña más dulce del mundo. Entonces ya no necesitó la ayuda de las hadas, y una noche la caja no estaba debajo de la almohada.
—Bueno, ya he tenido mi ración de cosas bonitas y tengo que aprender a prescindir de ellas. Me alegro de haberlo intentado pues ahora es fácil ser buena, y no necesito recompensas —dijo May, mientras se dormía, feliz y contenta, aunque deseaba haber visto al hada, aunque sea una vez.
A la mañana siguiente, lo primero que vio fue una hermosa pulsera que brillaba sobre la mesa; y mientras la admiraba, oyó cantar a la vocecita:
—Para la buena May he aquí una pulsera
para que la lleve en el brazo cuando quiera.
Cuando brilla como el sol, muy bien todo irá,
pero cuando hagas mal, un pinchazo te lo dirá.
¡Adiós, pequeña!
Mientras se entonaban las últimas palabras, vio ante sus ojos una criatura diminuta que se balanceaba sobre la rosa que había en el jarrón: un duende encantador, con alas de mariposa, un vestido vaporoso y una estrella en la frente. Sonrió y agitó la mano mientras se levantaba lentamente y se alejaba revoloteando bajo el sol, hasta que desapareció de su vista, dejando a May con la pulsera mágica en el brazo y la feliz idea de que por fin había visto realmente un hada.