Érase una vez, en una noche de luna brillante y estrellas centelleantes, el Hombre Luna jugaba al escondite con las estrellitas detrás de nubes flotantes. Cuando el Hombre luna se escondía detrás de una nube oscura, la Tierra se oscurecía, y las estrellitas se asustaban.
—Oh, Padre Hombre Luna, por favor, ¡no te escondas tras las nubes oscuras! No nos gusta la oscuridad —suplicaron las estrellitas.
—A veces tengo que esconderme —explicó el Hombre Luna—. Si no lo hago, esos elfos traviesos le robarán toda la arena al Hombre de Arena y el mundo se llenará de niños despiertos.
Curiosas, las estrellitas preguntaron sobre la arena del Hombre de Arena y los elfos que la robaban.
—Miren, les mostraré —dijo el Hombre Luna.
Elevándose a lo alto del cielo, el Hombre Luna sonrió intensamente, iluminando todo como si fuera de día. Las estrellitas dejaron de titilar y observaron la Tierra con sus ojos brillantes.
Sobre el suave césped verde que había detrás de una colina, las estrellas divisaron un gracioso anciano profundamente dormido. Llevaba una capucha verde que casi cubría su rostro, dejando ver sólo su larga y afilada nariz. Lo cubría una gran capa verde.
—¿Porqué tiene una nariz tan larga y graciosa? —preguntó una estrellita.
—Así puede seguir y encontrar a todos los niños que intentan evitarlo y mantener sus ojos libres de arena a la hora de dormir —explicó el Hombre Luna.
—¿Su larga nariz lo lleva siempre a los niños despiertos? —preguntaron las estrellitas.
—Si, queridas, siempre —contestó el Hombre Luna—. A veces los niños intentan esconderse, pero su nariz los encuentra. Con un rápido balanceo de su brazo, lanza arena en sus ojos bien abiertos y caen dormidos.
Junto al hombre dormido había una bolsa vacía. Cuando el Hombre Luna sonrió sobre ella, las estrellitas vieron a la Reina de las Hadas y sus hadas bajar por la colina. Rodearon al Hombre de arena y tomaron su bolsa vacía. Abriéndola de par en par, cada pequeña hada dejó caer un grano de arena, que parecía de plata bajo la luz de la sonrisa del Hombre Luna.
—¿Qué están poniendo las hadas en la bolsa? —preguntaron las estrellitas.
—Esa es la arena que las hadas hacen para el Hombre de Arena, hijas mías —explicó el viejo Hombre Luna—. Por eso los niños de la Tierra duermen tan dulce y profundamente. Cada grano de arena se lo da una pequeña hada para un sueño placentero.
Entonces las estrellitas preguntaron sobre los elfos traviesos que robaban la arena.
—Ya verán, queridas. Sólo esperen —dijo el viejo Hombre Luna.
Cuando la bolsa estuvo llena, la Reina de las Hadas saltó a su pequeño carruaje de lirios blancos. Los cuatro ratones blancos que tiraban del carruaje corrieron colina arriba, y las hadas los siguieron. El Hombre de Arena siguió durmiendo, exhausto de tanto perseguir niños que intentan esconderse de él.
Pronto las estrellitas vieron que cientos de diminutas criaturas verdes se acercaban al dormido Hombre de Arena. Eran los elfos traviesos, tan numerosos como las hadas. Comprobaron cuidadosamente que el Hombre de arena estaba profundamente dormido.
Confirmando que lo estaba, asintieron con la cabeza y abrieron la bolsa de arena que tenia a su lado. Uno a uno, removieron los granos de arena plateada que las hadas habían puesto en la bolsa. Los reemplazaron con algo de sus bolsillos, asegurándose de que la bolsa no quede vacía.
Los pequeños elfos verdes subieron corriendo la colina, mientras las estrellitas se preguntaban qué pasaría a continuación.
En ese momento, el viejo Hombre Luna se escondió tras una nube negra, ocultando temporalmente la vista de los elfos. Sin embargo, salió de detrás de la nube y las pequeñas estrellas observaron cómo los elfos caían colina abajo unos sobre otros y sobre el sobresaltado Hombre de arena, que se despertó abruptamente.
Con su larga capa, el Hombre de arena atrapó a todos los elfos, cubriéndolos mientras rodaban a sus pies. Los recogió en su capa y los sacudió enérgicamente, dejando que las estrellas se preguntaran si los elfos estaban todos golpeados y magullados.
Entonces, el Hombre de arena abrió su capa y liberó a los elfos uno a uno. Devolvieron los granos de arena de sus bolsillos, y los elfos, aliviados, se alejaron corriendo, contentos de escapar de la ira del Hombre de arena.
El Hombre de arena se echó la bolsa al hombro y echó a correr.
—¿A dónde se dirige ahora, Padre Luna? —preguntaron las estrellitas.
—Va a buscar a los niños que se han despertado y se rehúsan a volver a dormirse —contestó el viejo Hombre Luna—. Es entonces cuando entran en juego los elfos traviesos, poniendo sus semillas de pesadillas en la bolsa del Hombre de arena.
—¿Por qué el Hombre de arena las deja en su bolsa? —preguntaron las estrellitas —. ¿No sabe que están ahí?
—Si, lo sabe —explicó el viejo Hombre Luna—. Pero los elfos hacen sus semillas de pesadillas tan parecidas a los granos de arena de las hadas que es muy difícil distinguirlas. Entonces, cuando el Hombre de arena hace su segunda ronda en búsqueda de los niños despiertos, debe dejar las semillas de pesadillas en la bolsa junto a los granos de arena de las hadas.
—Yo pensaría que todos los niños serían buenos y se dormirían la primera vez que el Hombre de arena se acercara, y no se despertarían hasta la mañana —reflexionaron las estrellitas.
—Lo harían si supieran todo lo que ustedes saben, hijas mías —respondió el viejo Hombre Luna.