—Bueno, ¿cómo va tu jardín estos días? —preguntó el Tío Wiggily Orejaslargas, el señor conejo, a la Nana Jane Fuzzy Wuzzy, la señora rata almizclera, que le cuidaba la casa—. Ya no se está secando, ¿verdad?
—Oh, no —respondió ella, mientras ataba su larga cola con un nudo doble para evitar que se arrastrara por el polvo—. Desde que tan amablemente me compraste la manguera de riego, puedo mojar el jardín, llueva o no. Y eso hará que todo crezca.
—¿Las fresas también? ¿Las hará crecer? —quiso saber el Tío Wiggily. Supongo que estaba pensando en la tarta de fresas, pues le gustaba mucho.
—Oh, sí, las fresas están creciendo muy bien —dijo la Nana Jane, mientras buscaba las bayas rojas bajo las hojas verdes.
—Y creo que no tendrás que regar con la manguera en varios días —continuó la señora rata almizclera mientras miraba el cielo.
—¿Por qué no? —preguntó el Tío Wiggily.
—Porque vamos a tener una lluvia de truenos —dijo la señora rata almizclera—. Y creo que será bastante fuerte. Pero siempre hace más fresco después de un chaparrón con truenos y me gustan mucho.
—A mí también —coincidió el Tío Wiggily—. Pero si va a llover, tronar y relampaguear, será mejor que me vaya a dar una vuelta en mi dirigible lo antes posible. Por mucho que me gusten las tormentas, no quiero que me pille una en el cielo, en mi dirigible.
—Sí, si vas a ir, será mejor que vayas y te des prisa en volver —advirtió la Nana Jane.
Así que el viejo conejo salió al cobertizo del bosque donde guardaba su dirigible, y después de sacudir los cojines del sofá en el cesto de la ropa, para que estuvieran blandos y esponjosos para que pudiera caer sobre ellos, en caso de cualquier accidente, el Tío Wiggily sopló un poco de aire caliente en los globos de circo de juguete que elevaron su dirigible del suelo y luego, poniendo en marcha el ventilador eléctrico, que daba vueltas, se elevó en el aire.
—Sí, creo que pronto habrá una tormenta —se dijo el viejo conejo mientras miraba las nubes, cada vez más negras—. Me alegro de haber traído el paraguas —pues tenía uno, además del parasol japonés que cubría los globos rojos, blancos y azules del circo de juguete.
Pues bien, el Tío Wiggily navegaba dando vueltas y más vueltas, en busca de aventuras, cuando de pronto vio, a poca distancia, la aguja del campanario de una iglesia.
—Navegaré hasta ese campanario —se dijo el viejo señor conejo—, y luego volveré a casa. La Nana Jane podría ponerse nerviosa si me ausento demasiado tiempo, con la tormenta de truenos que se avecina.
El Tío Wiggily estaba casi en el campanario de la iglesia, cuando vio un gran petirrojo de pecho rojo volando por el aire. Y, justo cuando el pájaro estaba cerca de la aguja de la iglesia, llegó una fuerte ráfaga de viento procedente de la tormenta, estrellando al pobre petirrojo contra el duro campanario, que tenía una flecha en lo alto para indicar la dirección en que soplaba el viento.
—¡Oh, cielos! —exclamó el petirrojo—. Se me ha roto un ala y ya no puedo volar, ¡me caeré al suelo y moriré!
—Oh, no, no lo harás —dijo el Tío Wiggily amablemente—. Te atraparé en los mullidos cojines de mi dirigible —entonces el señor conejo colocó su dirigible justo debajo del pajarito que caía y lo atrapó justo antes de que cayera al suelo.
—Oh, ¡gracias! —exclamó el petirrojo de pecho colorado— ¡Me has salvado la vida, pero tengo el ala rota!
—No importa. Haremos que el Dr. Zarigüeya lo arregle —dijo el Tío Wiggily—. Te llevaré al médico de los animales.
Volvió a ponerse en marcha, pero antes de llegar muy lejos se oyó un estruendo en el cielo. Luego hubo un relámpago y un gran estruendo, como el de un cañón del 4 de julio. Y entonces empezó a llover muy fuerte.
—¡Ja! ¡Aquí está la tormenta de truenos! —exclamó el Tío Wiggily—. Y yo estoy lejos de casa y de la Nana Jane. Será mejor que bajemos y nos quedemos en una de estas casas, hasta que pase la tormenta, Sr. Pájaro.
—Sí —dijo el petirrojo con el ala rota—, creo que tal vez será mejor que hagamos eso.
El Tío Wiggily bajó en su dirigible. Llovía a cántaros, relampagueaba y retumbaban los truenos.

—Hay una buena casa cerca del estanque y del granero, donde podemos meternos para resguardarnos de la tormenta —exclamó el señor conejo, señalando con una oreja hacia abajo, pues necesitaba las dos patas para maniobrar—. Es el corral de los patos donde viven mis amigos, los Tembloroso. Iré allí, dijo el tío Wiggily.
El dirigible descendió cerca del establo, donde vivía Gup, el amable caballo.
—¡Métete deprisa en el corral de los patos! —le gritó Gup al Tío Wiggily—. Yo guardaré tu dirigible en mi establo hasta que pase la tormenta.
Así que el Tío Wiggily se apresuró a entrar en el corral de los patos, llevándose al pobre petirrojo con él, y, en cuanto el señor conejo estuvo dentro, oyó a Lulú y Alicia, las niñas pato, llorando tan fuerte como podían llorar.
—¿Qué les pasa? —preguntó a la Sra. Temblorosa.
—Tienen miedo de la tormenta —dijo la señora pato. Y Lulú y Alicia estaban tumbadas en una habitación oscura, con almohadas sobre la cabeza para no ver los relámpagos ni oír los truenos. En cuanto a Jimmie, el niño pato, por supuesto que no tenía miedo. Los niños, sean patos o no, nunca tienen miedo de las tormentas.
—No deben preocuparse por la tormenta —dijo el Tío Wiggily a Lulú y Alicia—. No les hará daño. Imagínense que los truenos no son más que el ruido de un gran vagón de circo al pasar por un puente, y que los relámpagos no son más que los destellos eléctricos de un tranvía. Entonces no les importará tanto.
Así que Lulú y Alicia fingieron que lo hacían, y el petirrojo con el ala rota cantó para ellas, y pronto pasó la tormenta de truenos, y nunca más volvieron a asustarse las niñas pato. Cada vez que tronaba, Lulú decía:
—¡Ja! Eso no es más que un vagón de circo pasando por un puente.
Y cuando relampagueaba, Alicia decía:
—Es sólo un tranvía subiendo una colina.
Luego, cuando dejó de llover, el Tío Wiggily siguió navegando en su dirigible, llevando al pobre petirrojo al Dr. Zarigüeya, que pronto reparó el ala rota del pájaro.