El Tío Wiggily y la Ardilla Listada perdida

El Tío Wiggily caminaba por la carretera una mañana, después de haber dormido toda la noche en el tronco hueco. Tampoco había desayunado, pues no le quedaba nada en la maleta, y por supuesto no podía comerse su muleta de mango de barbero. Si la muleta hubiera tenido un agujero, como el de la trompa del elefante, el viejo señor conejo podría haberse llevado unos bocadillos. Pero, tal como estaban las cosas, no tenía nada para desayunar, y tampoco había cenado mucho la noche anterior. 

—¡Oh, qué hambre tengo! —exclamó el Tío Wiggily—. Si tan solo tuviera un trozo de tarta de cerezas, o un cucurucho de helado, o un poco de pan con mantequilla y mermelada, estaría bien.

Pues bien, abrió por casualidad su maletín, y allí, en el fondo, entre unos papeles, encontró unas migajas de los bocadillos de miel que le había dado el abejorro. Nunca se imaginarán lo bien que le supieron esas migajas al viejo conejo, lo que demuestra que es bueno tener hambre de vez en cuando, porque hasta las cosas comunes saben bien.

Pero las migajas no eran suficientes para el Tío Wiggily. Mientras caminaba, cada vez tenía más hambre y no sabía cómo iba a aguantar.

Entonces, de repente, al pasar junto a un tronco hueco, vio un montón de criaturitas negras que se arrastraban por él. Subían y bajaban, y estaban muy ocupadas.

—Vaya, son hormigas —dijo el conejo—. Supongo que tienen mucho para comer. Casi me gustaría ser una hormiga.

—¡Vaya! ¡Vaya! —exclamó una voz inmediatamente—. Si aquí está el Tío Wiggily. ¿De dónde vienes? —y allí estaba un primo segundo de la hormiga para quien el Tío Wiggily había llevado una vez a casa una libra de bistec con setas.

—Oh, estoy viajando en busca de mi fortuna —dijo el conejo—. Pero no he tenido mucho éxito. Ni siquiera pude encontrar mi desayuno esta mañana.

—¡Qué lástima! —exclamó la hormiga, que llevaba gafas—. Sin embargo, podemos darte algo. Vamos, todos, ayuden a conseguir el desayuno para el Tío Wiggily.

Así que todas las hormigas subieron corriendo, y algunas de ellas trajeron trozos de huevos cocidos; otras trajeron avena y otras partes de naranjas y otras partes de tazas de café. En total, con diecisiete millones cuatrocientas diecisiete mil ciento ochenta y cinco hormigas y un bebé hormiga que le servían, el Tío Wiggily consiguió preparar un desayuno bastante bueno.

Bueno, después de que el viejo señor conejo hubo comido todo el desayuno que pudo, dio las gracias a las amables hormigas y se despidió de ellas. Luego se puso de nuevo en marcha. No había avanzado mucho por el bosque cuando, de repente, vio algo brillante bajo una zarza.

—¡Vaya! —exclamó el viejo señor conejo—. Creo que parece oro. Espero que esta vez no me engañen. Subiré muy despacio y con cuidado. Tal vez ahora encuentre mi fortuna.

Así que subió muy despacio, se agachó y recogió la cosa brillante. ¿Y qué crees que era? Pues un penique nuevo, brillante como el oro.

—¡Buena suerte! —exclamó el Tío Wiggily—. ¡Estoy empezando a encontrar dinero! Pronto seré rico, y entonces podré dejar de viajar —y se metió el penique en el bolsillo.

Ni bien lo hubo hecho, oyó que alguien lloraba detrás de un arbusto de frambuesas. Era un llanto muy triste, y el viejo señor conejo supo enseguida que alguien estaba en apuros.

—¿Quién es? —preguntó, mientras palpaba su bolsillo para ver si su penique estaba a salvo, pues pensaba que era el principio de su fortuna.

—Estoy perdida. He venido a la tienda a comprar una paleta de chocolate y no encuentro el camino de vuelta —dijo una voz; y entonces salió de detrás del arbusto de frambuesas una diminuta ardillita rayada con las lágrimas cayendo sobre sus patitas.

—¡Oh, pobrecita! —dijo el Tío Wiggily—. ¿Así que te has perdido? Bueno, ¿no sabes qué hacer? En cuanto te pierdas debes ir a ver a un policía y pedirle que te lleve a casa. Los policías siempre saben dónde vive todo el mundo.

—Pero no hay policías aquí —dijo la ardilla listada, que era como una ardilla, pero más pequeña.

—Así es —coincidió el Tío Wiggily—. Pues haz como si yo fuera policía y te llevaré a casa. ¿Dónde vives?

—Si supiera —dijo la ardilla listada—, me iría a casa yo misma. Lo único que sé es que vivo en un tronco hueco.

—¡Hm! —dijo el Tío Wiggily—. Aquí hay tantos troncos huecos que no sé cuál es. Iremos a cada uno, y cuando encuentres el que es tu hogar, dímelo.

—Pero eso no es lo peor —dijo la ardilla listada—. He perdido el penique nuevo y brillante que me ha regalado mi madre para una paleta de chocolate. Oh, vaya. Es terrible.

—Quizá este sea tu penique —dijo el viejo señor conejo un poco triste, sacando del bolsillo el que había encontrado.

—¡Es el mismo! —exclamó alegremente la ardilla listada perdida—. ¡Oh, que bien que me lo hayas encontrado!

“Bueno, pensé que había encontrado el principio de mi fortuna, pero la he vuelto a perder. Pero no importa. Lo intentaré mañana”, pensó el Tío Wiggily con un suspiro apenado, mientras entregaba el penique.

Así que le dio el penique a la ardilla listada, y ella dejó de llorar enseguida, se agarró a la pata del Tío Wiggily, y él la guio por todos los troncos huecos hasta que encontró el correcto, donde vivía.

Y le compró un cucurucho de helado porque le daba pena. Y, justo cuando se lo estaba comiendo, llegó un gran oso negro y quiso comerse la mitad, pero, por suerte, en ese momento pasó volando la ardilla de Julio y lo mordió en los ojos, de modo que el oso malo se fue corriendo a casa, llevándose consigo su rabito rechoncho. Entonces la ardilla listada llevó al Tío Wiggily de vuelta a su casa, y se quedó con su papá y su mamá toda la noche.


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