El Tío Wiggily y el Cangrejo

El Tío Wiggily estaba hablando con la anguila escurridiza que había conocido antes.

—Ciertamente eres escurridiza —dijo el conejo—; tan escurridiza como un felpudo de goma en un día húmedo. Pero mira esto que desenterré justo antes de que el zorro saltara por mí. Creo que es un diamante, y si lo es, me haré rico, y podré volver a casa y ver a mis nietos conejitos, Sammie y Susie Colita. 

Entonces le tendió a la escurridiza anguila el brillante objeto que había encontrado en la arena.

—¡Ay! ¡Ay! —exclamó apenada la anguila, mientras miraba el objeto brillante.

—¿Qué pasa, no es un diamante? —preguntó el conejo.

Entonces la escurridiza anguila dijo esto con voz cantarina:

“Ay, ay, es sólo cristal.
No sirve de nada, no es manjar.
No es bueno para ti, ni para mí,
Tíralo ya, otro día quizás
la suerte llegará por dónde estás”.

—¡Ja! No sabía que tú podías inventar versos —dijo el conejo sorprendido.

—Yo tampoco lo sabía —respondió la anguila—. Es la primera vez que hago algo así —y volvió a hundir la cola en la arena, muy modesta y tímida.

—Bueno, si en vez de un diamante es sólo cristal, más vale que lo tire —dijo el conejo.

—Sí —asintió la anguila, y con un movimiento con la cola, lanzó el cristal al océano.

“Más mala suerte para mí”, pensó el conejo, pero no se dio por vencido y, despidiéndose de la anguila, partió hacia la playa en busca de fortuna una vez más.

Para entonces ya había dejado de llover y no necesitaba la sombrilla de seta, así que la clavó en la arena para que la siguiente persona que pasara por allí pudiera sentarse bajo ella y protegerse del sol.

Bueno, el Tío Wiggily siguió y siguió. Vio a los niños bañándose y construyendo casitas de arena, y vio a los pescadores saliendo al mar a pescar peces y langostas, pero seguía sin ver nada de su fortuna.

Entonces, muy pronto, al cabo de un rato no muy largo, el viejo señor conejo llegó a un lugar de la arena donde había una tarjetita blanca. Y en la tarjeta había algo escrito, que decía:

“CAVA AQUÍ Y FÍJATE QUÉ PUEDES ENCONTRAR”

“¡Jaja! Me pregunto qué significará eso. Me pregunto si esto puede ser un truco”, pensó el Tío Wiggily, mientras se sentaba en la arena a descansar. Lo habían engañado tantas veces que se decidió a tener cuidado ahora. Así que miró a su alrededor, pero no pudo ver nada que le pareciera peligroso.

Para estar seguro, revisó algunos arbustos que había en la playa, un poco alejados, pero no parecía haber nadie en ellos. Y no había nadie en la playa cerca de donde estaba el conejo.

—Supongo que me arriesgaré y cavaré —se dijo el Tío Wiggily. Así que dejó a un lado la maleta y la muleta y empezó a cavar en la arena con una concha de almeja. Cada vez cavaba más profundo, hasta que empezó a sentir algo duro.

—¡Oh, no! —exclamó—. Creo que me estoy acercando. Debe ser un cofre de oro o diamantes que los piratas o ladrones enterraron en la arena hace años. Ahora lo desenterraré y seré rico. ¡Es un día de suerte para mí!

Así que cavó más y más hondo hasta que descubrió algo negro y redondo. Creyó que era un cofre de oro, y cavó cada vez más deprisa, hasta que, de repente, algo resbaló en la arena y rodó por el agujero que había cavado el Tío Wiggily y, sin darse cuenta, se encontró deslizándose hacia abajo y allí estaba, sujeto por una pata, debajo de una gran piedra negra. Era una piedra lo que había encontrado bajo la arena y no un cofre de oro.

Al principio estaba demasiado sorprendido para decir o hacer nada, y luego, cuando empezó a dolerle el pie, gritó:

—¡Ay, caramba! ¡Oh, cielos! ¡Estoy atrapado en una trampa y no puedo salir!

—¡No, claro que no puedes salir! —exclamó una voz al borde del agujero y, al levantar la vista, el conejo vio a un gran lobo.

—Oh, ¿tú has puesto esa carta ahí en la arena, diciéndome que cave? —preguntó el Tío Wiggily.

—Lo hice —respondió el lobo, mostrando los dientes en una sonrisa de lo más descortés—. Quería atraparte debajo de la piedra y lo hice. La piedra rodó fuera de la arena cuando cavaste lo bastante hondo para aflojarla, y ahora estás atrapado. Voy a saltar sobre ti y a hacerte cosquillas hasta que te duelan las costillas.

El Tío Wiggily se sintió muy mal al oír esto, y no sabía qué hacer. El lobo se disponía a saltar sobre él, cuando, de repente, el conejo oyó una voz que le susurraba:

—Oye, tío Wiggily, pregúntale al lobo si sabe saltar. Te dirá que sí, y entonces pregúntale si puede saltar encima de la piedra redonda que ve en la arena cerca del agujero. Dirá que puede, porque es muy orgulloso, pero, en vez de saltar sobre una piedra, saltará sobre mí, y yo le clavaré mi afilada cola y saldrá corriendo. Entonces te ayudaré a soltarte.

—Pero, ¿quién eres? —preguntó el conejo algo desconcertado.

—Soy el cangrejo herradura —fue la respuesta—.  Estoy aquí arriba, en la arena, y parezco una piedra, y fingiré que realmente lo soy. El lobo no entiende lo que digo, así que no hay peligro. Tú sólo pídele que salte sobre mí.

Entonces el Tío Wiggily miró al lobo, y dijo:

—Sr. Lobo, ya que de todos modos me vas a hacer cosquillas, ¿le importaría mostrarme lo buen saltador que es antes de hacerlo?

—¡Claro que no! —dijo el lobo, que estaba muy orgulloso de sus saltos—. Saltaré donde me digas, y luego bajaré de un salto a atraparte.

—Muy bien —dijo el Tío Wiggily, lento y triste—, salta sobre esa piedra redonda que hay en la playa, ¿quieres?

—Lo haré —dijo el lobo, y no sabía que lo que creía que era una piedra no era más que el cangrejo herradura esperando para clavarle su afilada cola.

Así que el lobo malo dio un gran salto en el aire y cayó encima del cangrejo herradura; el cangrejo levantó su afilada y puntiaguda cola, y le hizo tantas cosquillas al lobo en las costillas que el lobo tuvo que reírse quisiera o no; y se rio tanto que le dio un ataque, y así no pudo atrapar al conejo.

Entonces el cangrejo herradura quitó la arena de alrededor de la piedra y ayudó al Tío Wiggily a sacar la pata, y el conejo se puso a salvo, dio las gracias al cangrejo y se fue dando saltitos; después de todo, el lobo no logró atraparlo.


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