El Misterio de Maria RogĂȘt

Hay series ideales de sucesos que corren paralelamente ĂĄ los reales. Coinciden entre si raras veces. En general, los hombres y las circunstancias modifican la sucesiĂłn ideal de los acontecimientos, de tal manera, que parece imperfecta, y sus consecuencias son igualmente imperfectas. Ejemplo: la Reforma; en lugar del protestantismo, vino el luteranismo.
(Novalis).

Hay pocas personas, hasta entre los pensadores más calmosos, que no hayan temblado ante una vaga aunque penetrante semi-creencia en lo sobrenatural, adquirida á la vista de coincidencias de un carácter tan aparentemente maravillosó, que el intelecto ha sido incapaz de recibirlas como simples coincidencias. Tales Ɵentimientos, para la semicreencia de los que hablo, no han tenido nunca la completa fuerza del pensamiento; tales sentimientos son rara vez ahogados del

todo, å no ser por referencia a la doctrina del acaso, ó como ha sido llamada técnicamente, el Cålculo de las Probabilidades. Ahora bien, este cålculo, en su esencia, es puramente matemåtico: y así tenemos la anomalía de lo mås rígidamente exacto en ciencia, aplicado å la sombra, å la espiritualidad de lo mås intangible en especulación.

Se encontrarĂĄ que los extraordinarios detalles que he sido exhortado ĂĄ publicar, forman, teniendo en cuenta el tiempo corrido, la primera de una serie de coincidencias apenas inteligibles, cuya rama secundaria Ăł final serĂĄ reconocida por todos los lectores del asesinato de MarĂ­a Cecilia Rogers, en New-York.

Cuando en un artĂ­culo titulado Los CrĂ­menes de la calle Morgue, tratĂ©, hace un año, de pintar algunos notabilĂ­simos rasgos del carĂĄcter mental de mi amigo el señor C. Augusto Dupin, no me figurĂ© tener que ocuparme de nuevo del mismo asunto. Esa pintura del carĂĄcter constituĂ­a mi designio; y este designio se viĂł completamente satisfecho en la extraña sucesiĂłn de circunstancias narradas como una prueba de la idiosincracia de Dupin. Hubiera podido presentar otros ejemplos, pero no habrĂ­a probado mĂĄs. Hechos producidos hace poco, sin embargo, me habĂ­an llevado en su sorprendente desenvolvimiento, ĂĄ algunas conclusiones que traerĂĄn consigo el aspecto de confesiones violentas. Oyendo lo que he oĂ­do Ășltimamente, serĂ­a, ĂĄ la verdad, extraño que guardara silencio acerca de lo que he oĂ­do y sabido hace tanto tiempo.

DespuĂ©s del desenlace de la tragedia oculta en las muertes de Madame L’Espanaye y su hija, Dupin relegĂł el asunto al olvido y volviĂł a caer en sus antiguos hĂĄbitos de extravagante meditaciĂłn. Dispuesto, en todo tiempo, ĂĄ las abstracciones, caĂ­ prontamente en ellas con su humour; y continuando en nuestros cuartos del Faubourg Saint-Germain, dejĂĄbamos el futuro ĂĄ los vientos y reposĂĄbamos tranquilamente en el presente, cruzando en sueños el oscuro mundo de nuestro alrededor.

Pero estos sueños eran interrumpidos algunas veces. Puede fåcilmente suponerse que el rol jugado por mi amigo en el drama de la calle Morgue había hecho impresión en el ånimo de la Policía parisiense. El nombre de Dupin se convirtió, para sus agentes, en una palabra familiar.

El simple carĂĄcter de las inducciones con que habĂ­a desembrollado el misterio no habĂ­a sido explicado ni aun al Prefecto, ni ĂĄ ninguna otra persona que ĂĄ mĂ­; no es sorprendente que el asunto fuera mirado como poco menos que milagroso, Ăł que la capacidad analĂ­tica de Dupin adquiriera para Ă©l, el crĂ©dito de la intuiciĂłn, Su franqueza hubiera hecho desengañar de esa preocupaciĂłn ĂĄ cualquier curioso; pero su humour indolente le prohibĂ­a toda agitaciĂłn ulterior sobre un tĂłpico cuyo interĂ©s habĂ­a cesado hacĂ­a tiempo para Ă©l. SucediĂł que la PolicĂ­a puso en Ă©l los ojos, como en un faro guiador; y no fueron pocas las veces que se pretendiĂł utilizar sus servicios en la Prefectura. Uno de los mĂĄs notables ejemplos fuĂ© el del asesinato de una niña llamada MarĂ­a RogĂȘt.

OcurriĂł este suceso como dos años despuĂ©s de la atrocidad de la calle Morgue. MarĂ­a, cuyos nombres cristiano y de familia, llamarĂĄn la atenciĂłn por su parecido con los de la infortunada «cigargirl», era la Ășnica hija de la viuda Estela RogĂȘt. El padre habĂ­a fallecido cuando esta niña tenĂ­a muy poca edad aĂșn, y desde el perĂ­odo de su muerte hasta ocho meses antes del asesinato que motiva nuestra narraciĂłn, madre Ă© hija habĂ­an vivido juntas en la calle PavĂ©e Saint-AndrĂ©e; la señora tenĂ­a allĂ­ una «casa de huĂ©spedes», ayudada por MarĂ­a. PasĂł asĂ­ el tiempo, hasta que la Ășltima hubo cumplido 22 años de edad; su notable belleza llamĂł la atenciĂłn de un perĆżumista que ocupaba uno de los almacenes del entresuelo del Palais Royal, y cuya clientela era formada principalmente por los terribles aventureros que infestaban la vecindad. El señor Le Blanc no ignoraba las ventajas que reportarĂ­a ĂĄ su establecimiento la asistencia de la hermosa MarĂ­a; y sus liberales proposiciones fueron aceptadas ardientemente por la joven, aunque con gran disgusto de su señora madre.

Las esperanzas del negociante se vieron realizadas, y sus salones llegaron bien pronto ĂĄ hacerse cĂ©lebres, gracias ĂĄ los encantos de la espiritual grisette. Llevaba ella un año en su empleo, cuando sus admiradores fueron confundidos por su repentina desapariciĂłn de la tienda. El señor Le Blanc no pudo dar explicaciones acerca de su ausencia, y la señora RogĂȘt se viĂł presa de ansiedad y terror. Los diarios recogieron inmediatamente el tema y la policĂ­a estaba a punto de hacer serias investigaciones, cuando, una bella mañana, despuĂ©s de una semana, MarĂ­a, en buena salud, aunque con aire algo triste, hizo su reapariciĂłn en su habitual mostrador de la perfumerĂ­a. Toda averiguaciĂłn, excepto las de carĂĄcter privado, fue abandonada inmediatamente, como se comprende. El señor Le Blanc profesaba una ignorancia total; lo mismo que antes. MarĂ­a con la señora RogĂȘt replicaba ĂĄ todas las preguntas, que la Ășltima semana la habĂ­a pasado en el campo, en casa de una parienta. AsĂ­ se apaciguĂł el asunto, y fuĂ© olvidado por todo el mundo; porque la joven, ostensiblemente para librarse de la impertinencia de la curiosidad, diĂł pronto un Ășltimo adiĂłs al perfumista y se refugiĂł en la residencia de su madre, calle PavĂ©e Saint-AndrĂ©e.

Fué cerca de cinco meses después de su retorno å la casa, que sus amigos se alarmaron por una segunda desaparición repentina. Corrieron tres días, y no se supo nada de ella. Al cuarto día su cuerpo fué encontrado flotando en el Sena, cerca de la ribera opuesta al barrio de la calle Saint-Andrée y en un punto no muy distante de la apartada vecindad de la Barrera de Roule.

La atrocidad de este asesinato (porque era evidente que se habĂ­a cometido asesinato), la juventud y belleza de la vĂ­ctima, y sobre todo, lo conocida que era, conspiraban para producir una intensa excitaciĂłn en el ĂĄnimo de los sensitivos parisienses. No me acuerdo que ningĂșn otro accidente de este carĂĄcter haya producido jamĂĄs un efecto tan general y tan intenso. Durante, muchas semanas, en la discusiĂłn de este absorbente tema, fueron olvidados hasta los importantes tĂłpicos de la polĂ­tica diaria. El prefecto hizo esfuerzos que no habĂ­a hecho nunca; y los medios de toda la PolicĂ­a parisiense fueron empleados en todos sentidos.

DespuĂ©s del descubrimiento del cadĂĄver, no se supuso que el asesino pudiera escapar, por mĂĄs de un breve perĂ­odo, ĂĄ la inquisiciĂłn que fuĂ© inmediatamente puesta en juego. SĂłlo despuĂ©s de una semana se juzgĂł necesario ofrecer un premio; y hasta entonces este premio fuĂ© limitado ĂĄ mil francos. Mientras tanto, las diligencias se practicaban con vigor, si no siempre con buen juicio, y un gran nĂșmero de individuos fueron examinados sin Ă©xito alguno, y debÄ«lo ĂĄ la obstinada ausencia de todo dato que pudiera descubrir el misterio, la excitaciĂłn del pueblo crecĂ­a grandemente. Al final del dĂ©cimo dĂ­a fuĂ© considerado conveniente doblar la suma ofrecida; y al Ășltimo, habiendo corrido la segunda semana sin conducir ĂĄ ningĂșn descubrimiento, y habiĂ©ndose manifestado en algunos serios motines la preocupaciĂłn que existe en ParĂ­s contra la PolicĂ­a, el Prefecto resolviĂł ofrecer, por sĂ­ mismo, la suma de 20.000 francos por «la convicciĂłn del asesino» Ăł si mĂĄs de uno estaba implicado en el hecho, «por la convicciĂłn de alguno de los asesinos». En la proclama que anunciaba este premio, se prometĂ­a un completo perdĂłn ĂĄ cualquier cĂłmplice que delatase ĂĄ los criminales; y ĂĄ todo se añadĂ­a, el aviso particular de un comitĂ© de ciudadanos, que ofrecia 10.000 francos, en adiciĂłn ĂĄ la cantidad propuesta por la Prefectura. El total del premio alcanzaba, pues, ĂĄ treinta mil francos, que debe ser mirado como una suma extraordinaria, si consideramos la humilde condiciĂłn de la joven y la mucha frecuencia con que en las grandes ciudades, tienen lugar atrocidades como la que hemos narrado.

Nadie dudaba casi que, de esa manera, cesara el misterio del asesinato. Pero, aunque en uno o dos casos, se hicieron capturas que prometĂ­an aclaraciĂłn, nada pudo descubrirse que arrojara sospechas sobre los presos; y fueron puestos inmediatamente en libertad. Extraño parecerĂĄ que la tercera semana, desde el encuentro del cadĂĄver, hubiera pasado, y hubiera pasado sin que se descubriera nada respecto ĂĄ los asesinos, sin que ni el mĂĄs leve rumor de los sucesos que asĂ­ habĂ­an agitado al pĂșblico, fuera ĂĄ herir los oidos de Dupin ni de mi mismo. Empeñados en investigaciones que habĂ­an absorbido toda nuestra atenciĂłn, hacĂ­a cerca de un mes que ninguno de los dos habiamos salido ĂĄ la calle ni recibido una visita, ni hecho mĂĄs que ojear los artĂ­culos principales sobre polĂ­tica en uno de los diarios. El primer aviso del crimen nos fuĂ© llevado por G*** en persona. EntrĂł ĂĄ casa, temprano, en la mañana del 13 de Julio de 18
 y permaneciĂł con nosotros hasta tarde de la noche. Estaba picado por la inutilidad de sus esfuerzos para dar con la pista de los asesinos. Su reputaciĂłn — esto lo dijo con un aire exclusivamente parisienseestaba empeñada. Hasta su honor se hallaba comprometido. Los ojos del pueblo estaban fijos sobre Ă©l; y no habĂ­a, en realidad, ningĂșn sacrificio que no deseara hacer por el descubrimiento del misterio. ConcluyĂł su discurso algo raro con un cumplimiento sobre lo que le agradĂł llamar el tacto de Dupin, y le hizo una proposiciĂłn directa y ciertamente liberal, cuya naturaleza precisa no tengo el poder para manifestar, y que ademĂĄs no estĂĄ ligada al objeto propio de esta narraciĂłn.

Mi amigo respondiĂł al cumplimiento como mejor pudo, pero aceptĂł la proposiciĂłn, aunque sus ventajas eran del todo provisionales. Habiendo sido fijado este punto, el Prefecto nos explicĂł sus propias opiniones, mezclĂĄndolas con largos comentarios respecto ĂĄ los testimonios recogidos; de los cuales no estĂĄbamos, todavĂ­a, en posesiĂłn. DiscurriĂł mucho, y sin duda, sabiamente, hasta que aventurĂ© una insinuaciĂłn respecto ĂĄ lo lentamente que pasaba la noche. Dupin, sin variar de postura en su habitual silla de brazos, era la personificaciĂłn de la atenciĂłn respetuosa. Tuvo puestas sus gafas durante toda la entrevista; y una incidental ojeada por debajo de sus cristales verdes, bastĂł para convencerme que habĂ­a dormido no poco profundamente, aunque en silencio, las siete Ăș ocho pesadas horas que precedieron inmediatamente a la partida del Prefecto.

Al dĂ­a siguiente por la mañana, procurĂ© en la Prefectura una relaciĂłn completa de todos los datos adquiridos, y en las oficinas de varios diarios, un ejemplar de todos aquellos en que se habĂ­a publicado algĂșn informe decisivo sobre este triste asunto. Libre de lo que habĂ­a sido positivamente confutado, aquella reuniĂłn de informes establecĂ­a lo siguiente:

MarĂ­a RogĂȘt dejĂł la residencia de su madre, en la calle PavĂ©e Saint-AndrĂ©e, cerca de las nueve de la mañana, el domingo 22 de Junio de 18… Al salir comunicĂł al señor Jacques St-Eustache, y solamente ĂĄ Ă©l, su intenciĂłn de pasar el dĂ­a en casa de una tĂ­a que reƟide calle de DrĂŽmes. La calle de DrĂŽmes es una estrecha aunque populosa calle, no lejos de los bancos del rĂ­o, y ĂĄ una distancia de casi dos millas, en la lĂ­nea mĂĄs directa posible, desde la casa de huĂ©spedes de la señora RogĂȘt. St-Eustache era el pretendiente aceptado de MarĂ­a, y se alojaba y comĂ­a en la «casa de huĂ©spedes». DebĂ­a ir por ella al anochecer y acompañarla hasta su domicilio. Á la tarde, sin embargo, lloviĂł copiosamente; y suponiendo que pasarĂ­a la noche en casa de su tĂ­a (como lo habĂ­a hecho antes, en idĂ©nticas circunstancias), no creyĂł necesario cumplir su promesa. Cuando la noche se acercĂł, la señora RogĂȘt (que es enferma y de setenta años de edad) expresĂł el temor «de que no verĂ­a de nuevo ĂĄ su hija»; pero esta observaciĂłn atrajo poco cuidado en ese momento.

El lunes se supo que la joven no habĂ­a estado en la calle de DrĂŽmes; y habiendo pasado el dĂ­a sin que se tuvieran noticias de ella, se hizo una pequeña investigaciĂłn en muchos puntos de la ciudad y sus alrededores. Sin embargo, reciĂ©n al cuarto dia de su desaparicion fuĂ© que se averiguĂł algo de cierto respecto ĂĄ ella. Ese dĂ­a (miĂ©rcoles, 28 de Junio) un señor Beauvais, que con un amigo, habĂ­a estado inquiriendo por MarĂ­a cerca de la Barrera del Roule, en la ribera del Sena opuesta ĂĄ la calle PavĂ©e Saint-AndrĂ©e, fuĂ© informado que un cuerpo acababa de ser recogido por algunos pescadores que lo habĂ­an encontrado flotando en el rĂ­o. DespuĂ©s de examinarlo y hesitar algĂșn tiempo, lo identificĂł como el de la joven perfumista. Su amigo la reconociĂł mĂĄs prontamente que Ă©l.

El rostro estaba cubierto en algunos puntos, por sangre negra, que brotaba del interior de su boca. No habĂ­a espuma en ella, como en los casos de simple muerte por sumersiĂłn. No habĂ­a decoloraciĂłn en el tejido celular. En la garganta presentaba magulladuras Ă© impresiones de dedos. Los brazos estaban encorvados sobre el pecho, y rĂ­gidos. La mano derecha estaba cerrada; la izquierda medio abierta. En la muñeca izquierda se notaban dos escoriaciones circulares, evidentemente efecto de cuerdas, o de una cuerda que habĂ­a sido enrollada. Una parte de la muñeca de­recha, tambiĂ©n, estaba muy desollada, lo mismo que la espalda en toda su Ă©xtensiĂłn pero mĂĄs especialmente en los omĂłplatos. Para sacar el cuerpo ĂĄ tierra, los pescadores le habĂ­an atado con una cuerda, pero ninguna de las escoriaciones habĂ­a sido causada por ella. La carne del cuello se hallaba muy hinchada. No habĂ­a ninguna herida aparente ni magulladura que pareciera efecto de heridas. Un trozo de cordel se encontrĂł tan apretado alrededor del cuello, que se ocultaba ĂĄ la vista; estaba completamente enterrado en la carne y anudado tras de la oreja izquierda. Esto sĂłlo hubiera bastado para producir la muerte. Los tes­timonios mĂ©dicos hablan confidencialmente del carĂĄc­ter virtuoso de la finada. HabĂ­a sido vĂ­ctima, decĂ­an, de una violencia brutal. El cuerpo estaba en tal estado cuando se le encontrĂł, que no podĂ­a haber ninguna dificultad en reconocerlo.

El vestido se hallaba roto y en completo desorden, En la ropa exterior, una tira de cerca de un pie de ancho, habĂ­a sido rasgada hacia arriba desde el extremo del dobladillo hasta el talle, pero no arran­cada. HabĂ­a sido enrollada tres veces en la cintura y asegurada por una especie de nudo en la espalda. La ropa que seguĂ­a inmediatamente bajo la bata era de rica muselina; y de ella habĂ­a sido arrancada por com­pleto una tira de ocho pulgadas de ancho, arrancada con mucha igualdad y con gran cuidado. FuĂ© encontrada al rededor de su cuello, flojamente adaptada y asegurada con un fuerte nudo. Sobre esta tira de muselina y sobre el trozo de cuerda, habĂ­an sido atadas las cin­tas de una gorra, que pendĂ­a, ligada por ellas. El nudo que sujetaba las cintas de esta gorra, no era de una señora, sino mĂĄs bien de un marinero.

DespuĂ©s que el cuerpo hubo sido reconocido, no se le llevĂł, como es de costumbre, ĂĄ la Morgue, pues esta formalidad era superflua, y se le enterrĂł apresuradamente no lejos del punto en que habĂ­a sido sacado del rĂ­o. Por las diligencias de Beauvais, el asunto fuĂ© industriosamente ocultado; tanto como fuĂ© posible; y muchos dĂ­as corrieron, sin que el pĂșblico supiera nada de lo sucedido. Un periĂłdico, semanal, sin embargo, se apoderĂł del tema; el cuerpo fuĂ© desenterrado y se produjo un nuevo examen mĂ©dico; pero nada fuĂ© descubierto fuera de lo que ha sido ya dicho. Los vestidos, no obstante, fueron sometidos ĂĄ la inspecciĂłn de la madre y hermanos de la muerta, y resultaron ser exactamente los mismos que llevaba la joven al abandonar su casa.

Mientras tanto, la excitaciĂłn popular crecĂ­a de hora, en hora. Algunos individuos fueron arrestados y puestos en libertad, en seguida. En St-Eustache recayeron especialmente las sospechas; y no pudo al principio, probar donde habĂ­a estado durante el domingo en que MarĂ­a saliĂł de su domicilio. Subsecuentemente, sin embargo, diĂł al señor G*** una declaraciĂłn satisfactoria acerca de las horas del dĂ­a en cuestiĂłn. Como el tiempo pasaba sin que se descubriera nada, circularon mil contradictorios rumores, y los mismos periodistas se ocuparon en hacer sugestiones. Entre ellas la que llamĂł mĂĄs la atenciĂłn, fuĂ© la idea de que MarĂ­a RogĂȘt vivĂ­a aĂșn, y que el cuerpo encontrado en el Sena era el de alguna otra desgraciada. SerĂĄ conveniente, dĂ© ĂĄ conocer al lector algunos pasajes que resumen las sugestiones de que he hablado. Estos pasajes son traducciones literales de l’Eloile: diario redactado en general con mucha habilidad:

«La señorita RogĂȘt dejĂł la casa de su madre, en la mañana del domingo 22 de Junio de 18… con el ostensible propĂłsito de ir ĂĄ ver ĂĄ su tĂ­a Ăł alguna otra parienta, en la calle de DrĂŽmes. No se ha podido probar que nadie la haya visto despuĂ©s de esa hora. No hay absolutamente ninguna huella ni noticia de su persona… Nadie se ha presentado, hasta este momento, que la haya visto, ese dĂ­a, despuĂ©s de la hora en que saliĂł de su casa. Ahora, aunque no tenemos la evidencia de que MarĂ­a RogĂȘt estaba en la tierra de los vivos despuĂ©s de las 9 del domingo 22 de Junio, existen pruebas, de que antes de esa hora, estaba viva. El miĂ©rcoles ĂĄ medio dĂ­a, ĂĄ las doce, un cuerpo de mujer fue descubierto flotando en la margen de la Barrera de Roule. HacĂ­a, pues, hasta si presumimos que MarĂ­a RogĂȘt fuĂ© arrojada al rĂ­o tres horas despuĂ©s de salir de casa de su madre, solamente tres dĂ­as que habia desaparecido de su domicilio: tres dĂ­as menos una hora. Pues, es locura suponer que el asesinato, si asesinato habĂ­a sido cometido, podĂ­a haberse consumado lo suficientemente temprano para permitir ĂĄ los asesinos arrojar el cuerpo al rĂ­o, antes de media noche. Los autores de crĂ­menes tan horribles, escogen la oscuridad mĂĄs bien que la luz… Vemos por estas consideraciones, que si el cuerpo encontrado en el rĂ­o, era el de MarĂ­a RogĂȘt, no podĂ­a haber estado en el agua sino dos dĂ­as y medio, o tres, cuando mĂĄs. Todas las experiencias han mostrado que los cuerpos de ahogados, Ăł los cuerpos arrojados al agua inmediatamente despuĂ©s de ser muertos por violencia, necesitan de seis ĂĄ diez dĂ­as para que una descomposiciĂłn suficiente les permita salir ĂĄ la superficie del agua. Hasta cuando se dispara un cañón cerca de un cadĂĄver y llega ĂĄ sobrenadar despuĂ©s de cinco Ăł seis dias de inmersiĂłn, se hunde de nuevo, si no se le recoge. Ahora preguntamos, ÂżquĂ© hay en este caso que autorice una desviaciĂłn del curso ordinario de la naturaleza?… Si el cuerpo hubiera sido guardado en su sangriento estado hasta el martes a la poche, se habrĂ­a encontrado alguna huella de los asesinos. Es un punto dudoso, tambiĂ©n, si el cuerpo hubiera flotado tan pronto, hasta habiendo sido muerto dos dĂ­as antes, AdemĂĄs, es muy poco probable que los infames que hubieran cometido un asesinato tal como se le supone, arrojaran el cuerpo al agua, sin atarle un peso cualquiera ĂĄ los pies, cuando esa precauciĂłn se podĂ­a haber tomado tan fĂĄcilmente.»


El editor seguĂ­a arguyendo que el cuerpo debĂ­a haber estado en el rio «no tres dĂ­as solamente, sino, cinco veces tres dĂ­as, cuando menos» porque estaba tan descompuesto que Beauvais habĂ­a tenido gran dificultad para reconocerlo. Este Ășltimo punto, sin embargo, se hallaba plenamente controvertido por la realidad. ContinĂșo la traducciĂłn:


«¿CuĂĄles son los hechos en que se apoya el Sr. Beauvais para decir que no tiene duda que el cuerpo era el de MarĂ­a RogĂȘt? RasgĂł la manga de la bata que cubrĂ­a al cadĂĄver, y dice que encontrĂł señales que le dejaron satisfecho acerca de la identidad. El pĂșblico, en general, supuso que esas señales consistirĂ­an en alguna cicatriz. FrotĂł el brazo y encontrĂł pelo en Ă©l — algo tan indefinido — tan poco concluyente como encontrar el brazo en la manga. El Sr. Beauvais no volviĂł esa noche, pero envio ĂĄ decir a la señora RogĂȘt, el miĂ©rcoles a las siete de la tarde, que se proseguĂ­a aĂșn una investigaciĂłn respecto a su hija. Si admitimos que la señora Roget por su edad y sus dolencias, no podĂ­a comparecer (lo que es admitir mucho), ciertamente debĂ­a haber alguien que pensara que valĂ­a la pena de comparecer y esperar la investigaciĂłn, si creĂ­a que el cuerpo era el de MarĂ­a. Nadie compareciĂł.

«Nada de lo dicho Ăș oĂ­do acerca del asunto de la calle PavĂ©e Saint-AndrĂ©e, habĂ­a llegado siquiera ĂĄ los habitantes del edificio mismo. El Sr. St-Eustache, el amante y proyectado esposo de MarĂ­a, que se alojaba en casa de la madre de Ă©sta, no habĂ­a sabido del descubrimiento del cuerpo de su prometida, hasta la mañana siguiente, que el Sr. Beauvais fuĂ© ĂĄ su pieza y se lo comunicĂł. Una noticia de tal naturaleza, sorprende verdaderamente, que fuera recibida con tanta frialdad.»

Siguiendo este camino, el diario trataba de mostrar ĂĄ los parientes de MarĂ­a culpables de una indolencia incompatible con la suposiciĂłn de que creĂ­an que el cuerpo era el de ella. Sus insinuaciones importaban esto: que MarĂ­a, en connivencia con sus amigos, se habĂ­a ausentado por razones que envolvĂ­an un cargo contra su castidad: y que estos amigos, habiĂ©ndose descubierto un cadĂĄver en el Sena, algo parecido al de la joven, habĂ­an aprovechado la oportunidad, para impresionar al pĂșblico con la noticia de su muerte. Pero L’Étoile se habĂ­a apresurado demasiado, otra vez. FuĂ© perfectamente probado que ninguna indolencia como la imaginada, existĂ­a; que la anciana señora estaba en extremo dĂ©bil, y tan afligida que le era imposible atender ĂĄ nada; que St-Eustache, lejos de recibir la noticia con frialdad, se enloqueciĂł casi de dolor, y sufrĂ­a tan desesperadamente, que el Sr. Beauvais pidiĂł ĂĄ un amigo y un pariente; que le cuidaran y le privaran que asistiera al examen, cuando se exhumara el cuerpo. AdemĂĄs, aunque fuĂ© constatado por L’Étoile que el cadĂĄver habĂ­a sido inhumado la segunda vez, ĂĄ expensas del pueblo — que una ventajosa oferta para sepultarlo privadamente habĂ­a sido rechazada en absoluto por la familia — y que ningĂșn miembro de la familia asistiĂł al ceremonial religioso — aunque, digo, todo esto fue asegurado por L’Etoile en apoyo de la impresiĂłn que deseaba trasmitir — todo fuĂ© satisfactoriamente refutado. En un nĂșmero posterior del diario, se pretendiĂł arrojar sospechas hasta sobre Beauvais mismo. El editor decĂ­a:

«Ahora, el asunto cambia una de sus faces. Se nos ha dicho que una vez, estando la señora B*** en casa de la señora RogĂȘt, el Sr. Beauvais, que habĂ­a salido ĂĄ la calle, le dijo ĂĄ ella, que se esperaba ĂĄ un gendarme, y que ella, la señora B*** no debĂ­a decir nada al gendarme hasta que Ă©l volviera; quo le dejara el asunto ĂĄ Ă©l… En el estado actual de los negocios, el Sr. Beauvais parece que tiene todo el asunto encerrado en su cabeza. No se puede dar el mĂĄs simple paso sin el señor Beauvais; porque, en el camino que tomĂ©is, estarĂĄ siempre Ă©l… Por ciertas razones, ha determinado que nadie tenga que hacer con los procedimientos, sino el mismo, y han alejado de las investigaciones ĂĄ los parientes masculinos, accediendo ĂĄ sus deseos de ser representados, deuna manera verdaderamentesingular. Parece haber hecho todo lo posible para no permitirles que vieran el cuerpo.»

Por el siguiente hecho, fuĂ© dado algĂșn color ĂĄ la sospecha asĂ­ arrojada sobre Beauvais. Un individuo que habĂ­a ido ĂĄ verle ĂĄ su oficina, pocos dĂ­as antes de la desapariciĂłn de la joven, le encontrĂł ausente de ella, y notĂł que en el agujero de la cerradura habĂ­a una rosa, y el nombre de MarĂ­a, escrito en una pizarrita colgada al alcance de la mano.

La creencia general, hasta donde nos era posible recogerla de los diarios, parecĂ­a ser, que MarĂ­a habĂ­a sido vĂ­ctima de una banda de atrevidos — que por Ă©stos habĂ­a sido llevaba cerca del rĂ­o, maltratada y asesinada. Le Commerciel, sin embargo, impreso de gran influencia, combatiĂł ardientemente esa idea popular, Reproduzco aquĂ­ algunos pasajes de sus columnas:

«Estamos persuadidos que la pesquisa ha seguido una falsa huella, hasta la Barrera de Roule. Es imposible que una persona tan conocida como era la joven MarĂ­a RogĂȘt, haya pasado tres manzanas sin que nadie la viera; porque cualquiera que la hubiese visto, la recordaria, porque interesaba a todos los que la conocĂ­an. La calle estaba llena de gente, cuando ella saliĂł… Es imposible que pudiera haber llegado hasta la Barrera de Roule, Ăł hasta la calle de DrĂŽmes, sin que no la conocieran una docena de personas; sin embargo, nadie la declarado haberla visto luera de los umbrales de su casa, y no hay ninguna evidencia, excepto el testimonio de su intenciĂłn expresada, de que haya salido ĂĄ la calle. Su vestido estaba roto, enrollado ĂĄ su cuerpo y atado; asĂ­ el cadĂĄver habĂ­a sido llevado como un fardo. Si el crimen hubiera sido cometido en la Barrera de Roule, no habrĂ­a habido necesidad de hacer tal cosa. El hecho de que el cuerpo fuĂ© encontrado flotando cerca de la Barrera, no prueba dĂłnde fue arrojado al agua… Un trozo de una de las enaguas de la infortunada joven, de dos pies de largo por uno de ancho, habĂ­a sido cortado y atado bajo su barba, dando vuelta a la parte posterior de cabeza, probablemente para prevenir gritos, Esto ha sido hecho por hombres que no tenĂ­an pañuelos de manos.»

Sin embargo, un dĂ­a Ăł dos antes de que el Prefecto fuera ĂĄ casa, algunas importantes informaciones llegaban ĂĄ la PolicĂ­a, las que parecian echar por tierra la parte principal de los argumentos de Le Commerciel. Dos niños, hijos de la señora Delue, que jugaban en los bosques cercanos de la Barrera de Roule, penetraron por casualidad en un espeso bosquecito, en el que habĂ­a tres o cuatro grandes piedras, formando una especie de asiento, con espaldar y escabel. En la piedra superior se hallada una enagua blanca; en la segunda una tĂșnica de seda.

Encontraron tambiĂ©n un quitasol, guantes y un pañuelo de manos. Este pañuelo tenĂ­a el nombre de MarĂ­a RogĂȘt. Fragmentos de vestido fueron descubiertos en los arbustos espinosos de allĂ­ cerca. La tierra estaba pisoteada, la hierba hollada, y en fin, habĂ­a muchos testimonios de una lucha. Entre el bosquecito y el rĂ­o, se encontraron destruidos los vallados, y en la tierra señales de que un pesado fardo habĂ­a sido arrastrado por ella.

Un periĂłdico semanal, Le Soleil, traĂ­a los siguientes comentarios sobre ese descubrimiento comentarios que eran simplemente el eco del sentimiento de toda la prensa.parisiense:

«Todo lo encontrado habĂ­a permanecido allĂ­, evidentemente, tres o cuatro semanas, cuando menos; estaba enmolecido y sumido en el barro por la acciĂłn de la lluvia, y pegadas unas cosas ĂĄ otras por el moho. El cĂ©sped habĂ­a crecido alrededor y hasta sobre algunas de ellas. La seda del quitasol era fuerte, pero por dentro estaba desflocada. La parte superior, que habĂ­a estado plegada y doblada, estaba enmohecida y podrida, y se rompiĂł al ser abierta. Los trozos de su bata desgarrados por los zarzales, eran de cerca de tres pulgadas de ancho por seis de largo. Una parte era el dobladillo y habĂ­a sido remendada; la otra era un pedazo de la falda; no del dobladillo. Parecian jirones arrancados y estaban en los espinos, como ĂĄ un pie del suelo… No puede haber duda, por consiguiente, de que ha sido descubierto el teatro de este horrible crimen. Â»

Como una consecuencia de este descubrimiento, nuevos datos aparecieron. La señora Delue declarĂł que tiene una posada no lejos de la orilla del rio, opuesta ĂĄ la Barrera de Roule. No hay casas ni vecinos ĂĄ su alrededor. Es el punto de reuniĂłn habitual que tienen los domingos los pillastres de la ciudad, que cruzan el rĂ­o en botes. Hacia las tres de la tarde del domingo en cuestiĂłn, una joven llegĂł a la posada, acompañada por un hombre de tez morena, Ambos permanecieron en ella, por algĂșn tiempo. Al partir, tomaron el camino de unos bosques muy espesos de la vecindad. La atenciĂłn de la señora Delue fuĂ© atraĂ­da por el vestido que llevaba la joven, ĂĄ causa de su parecido con otro de una parienta, ya muerta. ObservĂł particularmente una tĂșnica de seda. Poco despuĂ©s de la partida de ellos, una banda de forajidos apareciĂł en la posada, en la que se condujeron ruidosamente; comieron y bebieron sin pagar, siguieron el camino que habĂ­an tomado los dos jĂłvenes, regresaron al anochecer y volvieron ĂĄ atravesar el rĂ­o como si estuvieran muy apurados.

Temprano, antes de oscurecer, esa misma noche, la señora Delue, asĂ­ como su hijo mayor, oyĂł los gritos de una mujer, en la proximidad de su establecimiento. Los gritos eran violentos, pero breves. La señora Delue reconociĂł no solamente la tĂșnica que fuĂ© encontrada en el bosquecito, sino tambiĂ©n el vestido con que estaba cubierto el cuerpo. Un conductor de omnibus, Valence, declarĂł en seguida, haber visto ĂĄ MarĂ­a RogĂȘt cruzar el Sena en un bote el domingo en cuestiĂłn, en compañia de un joven de tez morena. Valence conocĂ­a ĂĄ Maria, y no puede haberse equivocado ĂĄ este respecto. Los objetos encontrados en el bosquecito fueron reconocidos sin dificultad por los parientes de la vĂ­ctima.

Estos diversos detalles recogidos asi por mi mismo, de los periĂłdicos, ĂĄ pedido de Dupin, abrazaban Ășnicamente el punto mĂĄs grande — pero era un punto de vasta consecuencia al parecer. AconteciĂł que inmediatamente despuĂ©s del descubrimiento de las ropas, que he mencionado, el inanimado Ăł casi inanimado cuerpo de St-Eustache, novio de MarĂ­a, fuĂ© hallado cerca del sitio supuesto como teatro del crimen. Á su lado se hallĂł un frasquito con este rĂłtulo: lĂĄudano. Su aliento diĂł evidencia del veneno. MuriĂł sin hablar. Se hallĂł una carta sobre su persona, en que declaraba laconicamente su amor por MarĂ­a y su intenciĂłn de suicidarce.

— Casi no necesito decir ĂĄ Vd., dijo Dupin cuando hubo concluido de leer mis apuntes, que Ă©ste es un caso muchĂ­simo mĂĄs intrincado que el de la calle Morgue, del cual difiere en un punto importante. Este es un crimen ordinario, aunque atroz. No hay en el nada especialmente exagerado. Usted observarĂĄ, que por esta razĂłn, el misterio ha sido considerado como de soluciĂłn fĂĄcil, cuando por eso mismo, debĂ­a haber sido considerado todo lo contrario. Asi, al principio, se creyĂł innecesario ofrecer un premio. Los esbirros de G*** han sido capaces solamente de comprender cĂłmo y por quĂ© podĂ­a haber sido cometida una atrocidad semejante. PodĂ­an imaginar un modo — muchos modos — y un motivo — muchos motivos; y porque no era imposible que alguno de esos numerosos modos y motivos, existiera en el caso presente, han dado por supuesto que uno de ellos existĂ­a. Pero la facilidad con que fueron concebidas esas imaginativas y la verdadera plausibilidad que asumĂ­a cada una, debĂ­a haber sido tomada mĂĄs bien como una indicaciĂłn de las dificultades, que de las facilidades ĂĄ elucidar. He observado en otra ocasiĂłn, que son las proininencias en el plano de lo ordinario las que hacen perder su camino ĂĄ la razĂłn, al menos, en su investigaciĂłn de la verdad; y que la pregunta necesaria en casos como este, es no tanto: ÂżQuĂ© ha ocurrido? como ÂżQuĂ© ha ocurrido que no haya ocurrido antes? En la indagaciĂłn en casa de la señora L’Espanaye[4], los agentes de G*** se desalentaron y confundieron por lo poco habitual del hecho cosa que para una inteligencia bien dispuesta, hubiera sido un seguro presagio de Ă©xito; aunque esta misma inteligencia podĂ­a haberse desesperado en presencia del carĂĄcter ordinario de todo lo que se encuentra en el caso de la joven perfumista, y hablado nada mĂĄs que de triunfos triviales ĂĄ los funcionarios de la Prefectura.

En el caso de la señora L’Espanaye y su hija, habĂ­a, desde el principio de nuestra investigaciĂłn, seguridad de que un asesinato habĂ­a sido perpetrado. La idea del suicidio estaba excluida absolutamente. AquĂ­, igualmente, estamos libres, desde el comienzo, de toda suposiciĂłn de suicidio. El cuerpo encontrado en la Barrera de Roule, lo ha sido con tales circunstancias, que nos inhiben de todo embarazo acerca de ese punto importante. Pero se ha dicho que el cuerpo descubierto no es el de MarĂ­a RogĂȘt, por la convicciĂłn de cuyo asesino Ăł asesinos se ha ofrecido el premio, y sobre los cuales, Ășnicamente, versa nuestro convenio con el Prefecto. Ambos, conocemos bien ĂĄ este caballero. Conviene no fiarse mucho en Ă©l. Si principiando nuestras inquisiciones en el cuerpo encontrado, y siguiendo la huella de un asesino, descubrimos que el cuerpo es el de alguna otra persona que MarĂ­a; Ăł si partiendo de la MarĂ­a viva, la llegamos ĂĄ hallar, aunque no muerta — en cualquiera de los dos casos, perdemos nuestro trabajo; puesto que es el señor G*** con quien tenemos que tratar, Para nuestro propio fin, si no para el de la justicia, es indispensable, por consiguiente, que la primer diligencia sea la determinaciĂłn de la identidad del cadĂĄver con el de MarĂ­a RogĂȘt, ĂĄ quien se busca.


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