El maravilloso mago de Oz: Los Monos Alados (14/24)

Recordarás que no había carretera, ni siquiera un camino, entre el castillo de la Bruja malvada y Ciudad Esmeralda. Cuando los cuatro viajeros fueron en búsqueda de la Bruja, ella los vio venir y envió a los Monos Alados para que se los trajeran. Era mucho más difícil encontrar el camino de regreso a través de los grandes campos de ranúnculos y margaritas amarillas que ser llevados. Sabían, por supuesto, que debían ir hacia el este, hacia el sol naciente; y empezaron de la forma correcta. Pero al mediodía, cuando el sol estaba sobre sus cabezas, no sabían en qué dirección estaba el este o el oeste, por eso se perdieron en los grandes campos. Sin embargo, siguieron caminando, y por la noche salió la luna que brillaba intensamente. Entonces se recostaron entre el dulce aroma de las flores amarillas y durmieron hasta el amanecer, todos menos el Espantapájaros y el Leñador de Hojalata.

Al día siguiente, el sol se escondía tras una nube, pero continuaron su viaje como si supieran en qué dirección debían ir.

—Si caminamos lo suficiente —dijo Dorothy—, estoy segura que en algún momento llegaremos a algún lado.

Pero los días pasaban, y solo veían campos de escarlata ante ellos. El Espantapájaros comenzó a refunfuñar un poco.

—Estoy seguro de que estamos perdidos —dijo—, y a menos que encontremos a tiempo el camino para llegar de nuevo a Ciudad Esmeralda, nunca conseguiré mi cerebro.

—Ni yo mi corazón —dijo el Leñador de Hojalata—. Me parece que no puedo esperar más para llegar a Oz, y deben admitir que éste es un viaje muy largo.

—Verás —dijo el León Cobarde, con un gemido—, yo no tengo el coraje para continuar deambulando para siempre sin llegar a ningún lugar.

Entonces Dorothy perdió el ánimo. Se sentó en el suelo y miró a sus compañeros, que se sentaron y le devolvieron la mirada, y Toto descubrió que, por primera vez en su vida, estaba demasiado cansado para perseguir una mariposa que pasó volando sobre su cabeza. Así que sacó su lengua, jadeó y miró a Dorothy, como si preguntara qué debían hacer luego.

—Podemos llamar a los ratones de campo —sugirió—, ellos probablemente puedan decirnos cuál es el camino a Ciudad Esmeralda.

—¡Seguro podrán! —gritó el Espantapájaros—. ¿Por qué no pensamos en eso antes?

Dorothy sopló el pequeño silbato que llevaba siempre colgando en su cuello desde que la Reina de los Ratones se lo había dado. En unos minutos escucharon el repiqueteo de piecitos, y muchos de los pequeños ratones grises se acercaron corriendo. Entre ellos estaba la mismísima Reina, que preguntó con voz chillona:

—¿Qué puedo hacer por mis amigos?

—Estamos perdidos —dijo Dorothy—. ¿Puedes decirnos dónde está Ciudad Esmeralda?

—Claro —contestó la Reina—, pero está muy lejos, porque la han tenido a sus espaldas todo este tiempo—. Luego notó la Gorra de Oro de Dorothy y dijo:

—¿Por qué no usas el poder de la Gorra, y llamas a los Monos Alados? Ellos los cargarán hasta la Ciudad de Oz en menos de una hora.

—No sabía que estaba encantada —contestó Dorothy sorprendida—, ¿Cómo es eso?

—Está escrito dentro de la Gorra de Oro —respondió la Reina de los Ratones—. Pero si llamaras a los Monos Alados, nosotros debemos irnos, porque les encantan las travesuras y creen que es muy divertido atormentarnos.

—¿No me lastimarán? —preguntó Dorothy, ansiosa.

—Oh, no. Deben obedecer al portador de la Gorra. ¡Adiós! —Y desapareció corriendo, con todos los ratones corriendo tras ella.

Dorothy miró dentro de la Gorra de Oro y vio algunas palabras escritas sobre el forro. “Este”, pensó, “debe ser el encanto”. Entonces leyó las directivas cuidadosamente y se puso la Gorra.

—¡Ep-pe, pep-pe, kak-ke! —dijo, parada sobre su pie izquierdo.

—¿Qué dijiste? —preguntó el Espantapájaros, que no sabía qué estaba haciendo.

—¡Hil-lo, hol-lo, hel-lo! —continuó Dorothy, esta vez parada sobre su pie derecho.

—¡Hola! —dijo el Leñador de Hojalata con calma.

—¡Ziz-zy, zuz-zy, zik! —dijo Dorothy, que ahora estaba parada sobre ambos pies. Esto terminaba la frase del encanto, y oyeron un gran parloteo y sonido de alas, mientras la bandada de Monos Alados volaba hacia ellos.

El Rey voló bajo delante de Dorothy y preguntó:

—¿Cuáles son tus órdenes?

—Queremos ir a Ciudad Esmeralda —dijo la niña—, y hemos perdido el camino.

—Nosotros los llevaremos —contestó el Rey, y tan pronto como lo dijo, dos de los Monos tomaron a Dorothy en sus brazos y salieron volando con ella. Otros tomaron al Espantapájaros, al Leñador de Hojalata y al León, y un pequeño Mono agarró a Toto y voló tras ellos, aunque el perro tratara de morderlo.

Al principio, el Espantapájaros y el Leñador de Hojalata estaban bastante asustados, pues recordaban lo mal que los habían tratado anteriormente los Monos Alados; pero vieron que no pretendían hacerles daño, así que volaron por el aire alegremente, y se divirtieron viendo los hermosos jardines y bosques que pasaban debajo de ellos.

Dorothy se encontró volando fácilmente entre dos de los Monos más grandes, uno de ellos el Rey en persona. Hicieron una silla con sus manos y fueron muy cuidadosos en no lastimarla.

—¿Por qué deben obedecer el encanto de la Gorra de Oro? —preguntó.

—Es una larga historia —respondió el Rey con risa alada—, pero como nos espera un largo viaje, pasaré el tiempo contándotela, si así lo quieres.

—Me encantaría escucharla —contestó.

—Hubo un tiempo —comenzó el líder—, en que fuimos libres, viviendo felices en el gran bosque, volando de árbol a árbol, comiendo nueces y frutas, y simplemente haciendo lo que queríamos sin tener que llamar “amo” a nadie. Quizás algunos de nosotros a veces éramos demasiado traviesos, volando hacia abajo para tirarle de la cola a los animales que no tenían alas, persiguiendo pájaros y tirando nueces a las personas que caminaban por el bosque. Pero estábamos tranquilos, felices y llenos de diversión, disfrutábamos cada minuto del día. Esto fue hace muchos años, mucho antes de que Oz salga de las nubes para gobernar estas tierras.

—En ese entonces vivía aquí, lejos, en el Norte, una hermosa princesa, que era también una poderosa hechicera. Toda su magia la usaba para ayudar a la gente, y nunca fue conocida por lastimar a nadie que fuera bueno. Se llamaba Gayelette, y vivía en un bello palacio construido con grandes bloques de rubí. Todos la amaban, pero su mayor pena era no encontrar a nadie a quien amar, ya que todos los hombres eran estúpidos y feos para emparejarse con alguien tan hermosa y sabia. Sin embargo, finalmente encontró un muchacho guapo, varonil y sabio, más allá de su edad. Gayelette se hizo la idea de que cuando él creciera lo haría su esposo. Entonces lo llevó a su palacio de rubí y usó todos sus poderes mágicos para hacerlo tan fuerte, bueno y amoroso como cualquier mujer podría desear. Cuando llegó a la edad adulta, Quelala, como lo llamaban, era el mejor y más sabio hombre de toda la tierra, mientras que su belleza era tan grande que Gayelette lo amaba, y se apresuró en dejar todo listo para la boda.

—En ese entonces, mi abuelo era el Rey de los Monos Alados, y vivía en el bosque cerca del palacio de Gayelette, y al viejo le gustaba más una buena broma que una buena cena. Un día, justo antes de la boda, mi abuelo estaba volando con su banda cuando vio a Quelala caminando junto al río. Estaba vestido con un traje de seda rosa y terciopelo púrpura, y mi abuelo pensó en qué podría hacer. A su señal, la banda bajó volando y se apoderó de Quelala, lo levantaron en sus brazos hasta el medio del río, y lo arrojaron al agua.

—“Nada hasta la orilla, buen compañero” —gritó mi abuelo—, “y fíjate si el agua ha manchado tu ropa”. Quelala era demasiado sabio para no nadar, y su buena fortuna no lo había echado a perder. Rió cuando salió a la superficie del agua y nadó hacia la orilla. Pero cuando Gayelette se acercó corriendo a él, encontró que toda la seda y el terciopelo estaban arruinados por el río.

—La princesa estaba enojada, y sabía, por supuesto, quién lo había hecho. Hizo traer ante ella a todos los Monos Alados, y al principio dijo que debían atarles las alas y que serían tratados como ellos habían tratado a Quelala, y serían arrojados al río. Pero mi abuelo suplicó mucho, pues sabía que los Monos se ahogarían en el río con sus alas atadas, y Quelala dijo unas bonitas palabras para ellos también; así que Gayelette finalmente los perdonó, con la condición de que los Monos Alados debían hacer tres veces lo que les pidiera el dueño de la Gorra de Oro. Esta gorra había sido hecha como un regalo para la boda de Quelala, y se decía que a la princesa le había costado la mitad de su reino. Por supuesto que mi abuelo y todos los demás Monos aceptaron las condiciones, y así es como resulta que somos tres veces esclavos del dueño de la Gorra de Oro, quienquiera que sea.

—¿Y qué fue de ellos? —preguntó Dorothy, que había escuchado la historia con gran interés.

—Al haber sido el primer dueño de la Gorra de Oro —respondió el Mono—, Quelala fue el primero en pedirnos sus deseos. Como su novia no podía soportar tenernos a la vista, luego de casarse con ella nos llamó a todos al bosque y nos ordenó mantenernos siempre donde ella no pudiera volver a ver un Mono Alado, cosa que nos alegró hacer, pues todos le temíamos.

—Esto fue todo lo que tuvimos que hacer, hasta que la Gorra de Oro calló en manos de la Bruja Malvada del Oeste, que nos hizo hacer a los Winkies sus esclavos, y después expulsar a Oz de las Tierras del Oeste. Ahora la Gorra de Oro es tuya, y tres veces tienes el derecho de pedirnos lo que desees.

Cuando el Rey Mono terminó su historia, Dorothy miró hacia abajo y vio las verdes y brillantes paredes de la Ciudad Esmeralda. Se sorprendió del vuelo veloz de los Monos, pero estaba contenta de que el viaje hubiera terminado. Las extrañas criaturas dejaron con cuidado a los viajeros delante de la puerta de la Ciudad. El Rey hizo una reverencia a Dorothy, y luego voló rápidamente, seguido de toda su banda.

—Ese fue un buen viaje —dijo la niña.

—Sí, y una forma rápida de salir de nuestros problemas —contestó el León—. ¡Que suerte tuvimos de que tengas esa maravillosa Gorra!


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