Cómo escaparon

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Un buen día, dos niños estaban sentados en la cerca haciendo flechas. Un niño le dijo al otro:

—Hagamos algo divertido.

—Vale. ¿Qué haremos?

—Escaparnos del bosque y ser cazadores.

—¿Qué podemos cazar?

—Osos y zorros.

—Papá dice que no hay ninguno por aquí.

—Bueno, podemos cazar ardillas y marmotas.

—No tenemos armas ni trampas.

—Tenemos nuestros arcos, y encontré una vieja trampa detrás del granero.

—¿Qué comeremos?

—Aquí está nuestro almuerzo; y cuando se acabe, podemos asar las ardillas y cocinar el pescado en un palo. Yo sé cómo.

—¿De dónde sacarás el fuego?

—Tengo cerillas en mi bolsillo.

—Tengo un montón de cosas que podríamos usar. Veamos.

Y como si por fin estuviera satisfecho, el cauteloso Billy mostró sus tesoros, mientras el audaz Tommy hacía lo mismo.

Además de los dos cuchillos había cuerdas, clavos, cerillas, un trozo de masilla, anzuelos y dos pañuelos muy sucios.

—Es un equipo de primera clase para cazadores; y con la cesta del almuerzo que nos ha dado mi madre, podemos estar a tope dos o tres días —dijo Tommy, ansioso por partir.

—¿Dónde dormiremos? —preguntó Billy, a quien le gustaba estar cómodo tanto de noche como de día.

—Oh, arriba en los árboles o en lechos de hojas, como los tipos de nuestros libros. Si tienes miedo, quédate en casa; voy a pasármelo bien —y Tommy volvió a meterse las cosas en los bolsillos como si no hubiera tiempo que perder.

—Yo no tengo miedo. ¡Vamos!

Nadie los miraba, y podrían haberse marchado tranquilamente; pero ambos querían la parte de “huir”, así que corrieron por el camino, saltaron un muro y se adentraron en el bosque como si toda una tribu de jabalíes los persiguiera.

—¿Conoces el camino? —jadeó Billy, cuando por fin se detuvieron a respirar.

—Sí, serpentea por la montaña, pero será mejor que no lo sigamos, o alguien nos verá y nos llevará de vuelta. Vamos a ser cazadores de verdad y a vivir aventuras, así que tenemos que perdernos y encontrar el camino mediante el sol y las estrellas —contestó Tommy, que había leído tantos libros para niños que su cabecita era un revoltijo de Exploradores Texanos, Exploradores Africanos y Búfalo Bills; y ardía en deseos de superarlos a todos.

—¿Qué dirán nuestras madres si nos perdemos de verdad? —preguntó Billy, siempre listo con una pregunta.

—La mía no se quejará. Me deja hacer lo que quiero.

Eso era cierto, porque la pobre mamá de Tommy estaba cansada de intentar mantener en orden al travieso muchachito, y se había acostumbrado a verlo salir de todos sus líos sin mucho daño.

—La mía se asustará; siempre tiene miedo de que me haga daño, por eso tengo cuidado. Pero supongo que me arriesgaré y tendré algo divertido que contar cuando volvamos a casa —dijo Billy, caminando tras el capitán Tommy, que siempre llevaba la delantera.

Estos niños de once años se alojaban con sus madres en una granja en lo alto de las montañas y, cansados de los osos mansos, el gran granero, el arroyo de las truchas, los treinta potros pastando y la compañía de las pocas niñas y niños más pequeños del hotel cercano, ansiaban escaparse y “buscarse la vida en el monte”, como hacían los cazadores en sus historias favoritas.

Se adentraron cada vez más en el gran bosque que cubría la ladera de la montaña. Aquel día de agosto era agradable, fresco y verde, con muchos arroyos que salpicaban las rocas o formaban charcos marrones bajo los helechos. Las ardillas parloteaban y correteaban entre los altos pinos; de vez en cuando, un conejo gris se perdía de vista entre los helechos, o pasaba volando un extraño pájaro. Aquí y allá crecían moras en los espacios abiertos, abundaban los arbustos de sasafrás y la corteza del abedul negro estaba lista para ser masticada. 

—¿No te parece bonito? —preguntó Tommy, deteniéndose al fin en una pequeña hondonada donde un ruidoso arroyo bajaba por la ladera de la montaña y los pinos cantaban en lo alto.

—Si; pero tengo hambre. Descansemos y almorcemos —dijo Billy, sentándose sobre un cojín de musgo.

—Siempre quieres estar comiendo y descansando —respondió el robusto Tommy, a quien le gustaba estar en movimiento todo el tiempo.

Tomó la cesta de pesca, que le colgaba del hombro con una correa, y la abrió con cuidado; su madre le había preparado un buen almuerzo de pan y mantequilla, pastel y melocotones, con una botella de leche y dos pepinillos grandes metidos a escondidas para complacer a los niños.

La cara de Tommy se volvió muy sobria cuando miró dentro, porque todo lo que vio fue una caja de gusanos como cebo y una vieja chaqueta.

—¡Nos hemos equivocado de cesta! Esta es de mi padre, y él se ha ido con nuestro almuerzo.

—¿Por qué no miraste? Siempre tienes tanta prisa por salir. ¿Qué haremos ahora sin nada que comer? —se quejó Billy, pues perder el almuerzo era un golpe terrible para él.

—Tendremos que pescar y comer moras. ¿Qué harás tú? —dijo Tommy.

—Yo pescaré; estoy tan cansado que no puedo andar buscando moras. Tampoco me gustan —y Billy empezó a preparar el sedal y a colocar el cebo el anzuelo.

—Suerte que tenemos gusanos; puedes comértelos si no puedes esperar a los peces —dijo Tommy, apresurándose a vaciar la cesta y amontonar sus pocas pertenencias—. Hay un estanque tranquilo aquí abajo, tú ve a pescar allí. Yo recogeré las moras, y luego te enseñaré cómo cenar en el bosque. Este es nuestro campamento.

Entonces Tommy corrió a un lugar cercano donde había visto las moras, mientras Billy encontraba un cómodo rincón junto al estanque y se sentaba con el ceño tan fruncido a mirar el agua, que sería un milagro que alguna trucha mordiera el anzuelo. Pero los gordos gusanos tentaron a varias pequeñas, y Billy se animó ante la esperanza de comer. Tommy silbaba mientras recogía moras, y al cabo de media hora regresó con dos cuartos de buenas moras y un montón de palos secos para el fuego. 

—Después de todo, tendremos una linda cena —dijo, mientras las llamas crepitaban y las hojas desprendían un olor agradable.

—Tengo cuatro, pero no sé cómo vamos a cocinarlas; no tengo sartén —refunfuñó Billy, arrojando las cuatro pequeñas truchas que había limpiado a medias.

—Hay que asarlas en las brasas o tostarlas en un palo. Te enseñaré cómo —dijo Tommy alegremente.

Mientras trabajaba, Billy comía moras y suspiraba por pan y mantequilla. Por fin, después de muchos problemas, dos de las truchas estaban medio cocidas y los hambrientos niños se las comieron con impaciencia. Pero eran muy diferentes de las bonitas y marrones que les daban sus madres; pues a pesar de los esfuerzos de Tommy, se caían en las cenizas, y no había sal para comer con ellas. Para cuando se tostaron las últimas, los jóvenes cazadores estaban tan hambrientos que habrían podido comer cualquier cosa, y no quedaba ni una sola mora.

—He puesto la trampa ahí abajo, porque he visto un agujero entre las enredaderas, y no me extrañaría que sea de un conejo o algo así —dijo Tommy, cuando estuvo pulido el último hueso—. Tú ve a pescar un poco más, y yo iré a ver si he cazado a algún viejo amigo cuando se iba a casa a cenar.

Tommy echó a correr, y el otro niño regresó lentamente al arroyo, deseando con todas sus fuerzas estar en casa comiendo maíz dulce y pastel de bayas.

Evidentemente, las truchas se habían ido a cenar, pues el pobre Billy no probó bocado; y estaba a punto de dormirse cuando un fuerte grito le dio tal susto que cayó al arroyo de rodillas.

—¡Lo tengo! ¡Ven a verlo! Es un gorila —rugió Tommy, desde los arbustos de moras a cierta distancia.

Billy salió corriendo y fue tan rápido como le permitían sus botas mojadas para ver de qué se trataba. Encontró a Tommy bailando alocadamente alrededor de un gordo animal gris, que luchaba por sacar las patas de la trampa y hacía un ruido extraño mientras forcejeaba.

—¿Qué es? —preguntó Billy, poniéndose detrás de un árbol lo más rápido posible, pues la cosa parecía feroz y él era muy tímido.

—Supongo que un mapache, o una gran marmota. ¿No sería su piel un buen gorro? Apuesto a que los demás compañeros desearán haber venido con nosotros —dijo Tommy, sin la menor idea de qué hacer con la criatura.

—Morderá. Será mejor que huyamos y esperemos a que muera —dijo Billy.

—Ojalá hubiera metido la cabeza, así podría llevármelo; pero parece salvaje, así que tendremos que dejarlo un rato y recogerlo cuando volvamos. Pero es una verdadera belleza —y Tommy miró con orgullo el manojo de pelaje gris que raspaba la arena.

—¿Podemos comerlo? —preguntó Billy hambriento, listo para un cocodrilo frito si podía conseguirlo.

—Si es un mapache, podemos; pero no sé nada de marmotas. Los que aparecen en mis libros no parecen haber cazado ninguna. Es bonito y gordo; podríamos probarlo cuando esté muerto —dijo Tommy, a quien le importaba más mostrar la piel que la mejor comida jamás cocinada.

El sonido de un arma resonando en el bosque dio a Tommy una buena idea:

—Busquemos al hombre y hagamos que dispare a este muchacho; así no tendremos que esperar, lo despellejaremos enseguida y nos lo comeremos.

Se dirigieron al campamento y, recogiendo sus cosas, los dos cazadores se apresuraron a alejarse en dirección al sonido, contentos de saber que había alguien cerca de ellos, pues dos o tres horas de vida en el bosque los hacían añorar un poco su hogar.

Corrieron y treparon; escucharon y llamaron; pero no encontraron al hombre hasta que hubieron recorrido un largo trecho montaña arriba, descansando en una vieja cabaña abandonada por los leñadores. Los restos de su cena estaban esparcidos por el suelo, y él yacía fumando y leyendo un periódico, mientras su perro dormitaba a sus pies, cerca de una bolsa de caza bien llena.

Pareció sorprendido cuando dos niños sucios y mojados aparecieron de repente ante él: uno sonreía alegremente, el otro parecía muy triste y asustado mientras el perro les gruñía y los miraba como si fueran dos conejos.

—¡Hola! —dijo el hombre.

—¡Hola! —respondió Tommy.

—¿Quiénes son? —preguntó el hombre.

—Cazadores —dijo Tommy.

—¿Tuvieron buena suerte? —dijo el hombre y se echó a reír.

—De primera. Tenemos un mapache en nuestra trampa y queremos que vengas a dispararle —respondió Tommy orgulloso.

—¿Seguro? —dijo el hombre, tan interesado como divertido.

—No, pero eso creo.

—¿Cómo es?

Tommy lo describió, y se sintió muy decepcionado cuando el hombre volvió a tumbarse, diciendo, con otra carcajada:

—Es una marmota; no sirve para nada.

—Pero quiero la piel.

—Entonces no le disparen, déjenlo morir; eso es mejor para la piel —dijo el hombre, que estaba cansado y no quería ocuparse de un asunto tan pobre.

Todo este tiempo Billy había estado mirando fijamente los bocadillos, el pan y el queso que había en el suelo, y los olfateaba, como el perro lo olfateaba a él.

—¿Quieres comer algo? —preguntó el hombre al ver su mirada hambrienta.

—Si, quiero. Nos dejamos el almuerzo, y sólo he comido dos truchitas y unas moras viejas desde el desayuno —contestó Billy, con lágrimas en los ojos y una mano en el estómago.

—Come, pues; ya he terminado y no quiero más —el hombre recogió su periódico como si estuviera contento de que lo dejaran en paz.

Menos mal que le habían dado de comer al perro, porque en diez minutos no quedaba más que la servilleta; y los niños se sentaron a recoger las migas, muy refrescados, pero dispuestos a más.

—Más vale que se vayan a casa, muchachos; hace mucho frío en la montaña después de la puesta del sol, y están muy lejos del pueblo —dijo el hombre, que los había espiado de vez en cuando por encima de su periódico, y vio, a pesar de la suciedad y los rasgones, que no eran niños granjeros.

—No vivimos en la ciudad; estamos en el valle. No hay prisa; conocemos el camino y antes queremos hacer algo de deporte. Parece que lo has hecho bien —respondió Tommy, mirando con envidia la escopeta y la bolsa de caza, de la que colgaban la cabeza de un conejo y la cola de una ardilla.

—Bastante bien, pero quiero disparar al oso. La gente me ha dicho que hay uno por aquí, y voy tras él, porque mata a las ovejas y podría herir a alguno de los jóvenes de por aquí —dijo el hombre, cargando su arma; pues quería deshacerse de los niños y enviarlos a casa.

Billy pareció alarmado, pero la cara de Tommy estaba radiante de alegría cuando dijo con entusiasmo:

—Espero que lo atrapes. Prefiero disparar a un oso que a cualquier otro animal que no sea un león. Aquí no tenemos de esos, y los osos escasean.

Eso era cierto, y el hombre lo sabía. En realidad, no esperaba ni quería encontrarse con un oso, pero pensó que la idea de uno enviaría a los pequeños a casa de inmediato. Al ver que uno de ellos no tenía miedo, se rio y dijo a Tommy:

—Te llevaría conmigo, pero no creo que tu amigo esté dispuesto.

—¡Oh, vamos! ¡Qué divertido, Billy! Sé que te gustará. ¡Una verdadera cacería con armas, perros y cazadores! Vamos —gritó Tommy, ansioso por ir.

—¡No lo haré! Estoy cansado y me voy a casa. De todos modos, no le tengo mucho aprecio a la caza y desearía no haber venido —gruñó Billy.

—No puedo esperar. Adiós. Vete a casa, y algún día vendré y te llevaré conmigo —dijo el hombre, alejándose a grandes zancadas con la querida escopeta, el perro y la bolsa.

—Vamos a ver cómo le va al viejo Chucky —dijo con buen humor, cuando el hombre desapareció.

—No hasta que haya descansado. Puedo echarme una buena siesta en este montón de heno; luego nos iremos a casa antes de que sea tarde —respondió el perezoso Billy, acomodándose en la tosca cama que habían utilizado los leñadores.

—Bien —dijo Tommy—, pero voy a explorar. Creo que veo algunos animales por allí.

Probó su arco y disparó todas sus flechas muchas veces en vano, pues las vivaces criaturas no le daban ninguna oportunidad. Tuvo mejor suerte con un pájaro pardo que estaba posado en un arbusto y al que la flecha más afilada alcanzó de lleno en el pecho. El pobre pájaro revoloteó y cayó, y su sangre mojó las hojas verdes mientras yacía moribundo sobre la hierba. Tommy se alegró mucho al principio; pero mientras observaba cómo se oscurecían sus brillantes ojos y sus bonitas alas pardas dejaban de aletear, sintió pena de que su feliz y pequeña vida hubiera terminado tan cruelmente, y se avergonzó de que su desconsiderada diversión hubiera causado tanto dolor. 

“Nunca dispararé a otro pájaro excepto a halcones tras gallinas, y no presumiré de éste. Era muy manso, y confiaba en mí, que fui muy malvado al matarlo”.

Mientras pensaba esto, Tommy alisó las plumas erizadas del zorzal muerto y, haciendo una pequeña tumba bajo el pino, lo enterró envuelto en hojas verdes y lo dejó allí donde su compañera pudiera cantarle y ninguna mano grosera perturbara su descanso.

Intentaron encontrar a la marmota, pero se perdieron y se adentraron en el gran bosque hasta que llegaron a un lugar rocoso y no pudieron ir más lejos. Treparon y cayeron; dieron media vuelta, miraron al sol y supieron que era tarde, masticaron corteza de sasafrás y hojas de mora para cenar, y cada vez estaban más preocupados y cansados a medida que pasaban las horas y no veían el fin de los bosques y las rocas. Una o dos veces oyeron el arma del cazador a lo lejos, y llamaron y trataron de encontrarlo.

Tommy regañó a Billy por no ir con el hombre, que conocía su camino y probablemente estaba a salvo en el valle cuando el último débil disparo llegó hasta ellos. Billy lloró y le reprochó a Tommy que se propusiera huir; y ambos sintieron mucha nostalgia de sus madres y de sus buenas camas seguras.

El sol se puso y los encontró en un lúgubre lugar lleno de rocas y árboles destruidos, a mitad de camino de la montaña. Estaban tan cansados que apenas podían andar, y deseaban acostarse en cualquier sitio a dormir; pero, recordando la historia del oso contada por el cazador, tenían miedo de hacerlo, hasta que Tommy sugirió subirse a un árbol, después de hacer fuego al pie para ahuyentar al oso.

Pero los cerillos habían quedado en su primer campamento; así que decidieron turnarse para dormir y vigilar, ya que era evidente que debían pasar allí la noche. Billy subió primero, y arrastrándose hasta una buena hendidura del árbol desnudo trató de dormir, mientras el valiente Tommy, armado con un gran palo, marchaba abajo. Cada pocos minutos una voz temblorosa llamaba desde arriba:

—¿Viene algo? —y una voz ansiosa respondía desde abajo:

—Todavía no. Date prisa y duérmete. Quiero mi turno.

Por fin Billy empezó a roncar, y entonces Tommy se sintió tan solo que no pudo soportarlo; así que se subió a una rama más baja y se sentó cabeceando y tratando de vigilar, hasta que él también se quedó profundamente dormido, y la luna temprana vio a los pobres niños posados allí como dos pequeños búhos.

Un fuerte grito, un forcejeo en lo alto y luego un gran temblor y aullido despertaron a Tommy tan repentinamente que perdió la cordura por un momento y no supo dónde estaba. 

—¡El oso! ¡El oso! ¡No dejes que me atrape! Tommy, Tommy, ven y haz que me suelte —gritó Billy, llenando la tranquila noche de desoladores aullidos.

Tommy levantó la vista, esperando ver a un gran oso comiéndose a su infeliz amigo; pero la luz de la luna no le mostró más que al pobre Billy colgando de una rama, a gran altura del suelo, atrapado por el cinturón al caer. Había estado soñando con osos y se había caído de la rama; así que allí estaba, pataleando y gimiendo, medio despierto y tan asustado que Tommy tardó mucho en hacerle saber que estaba a salvo.

La siguiente cuestión era cómo bajarlo. La rama no era lo bastante fuerte como para soportar a Tommy, aunque éste trepó e intentó desenganchar al pobre Billy. El cinturón estaba firmemente retorcido en la parte posterior y Billy no podía alcanzarlo para desabrocharlo, ni podía rodear la rama con las piernas para subir. No parecía haber otro remedio que desabrocharse el cinturón y dejarse caer. No se atrevió a intentarlo, pues el suelo era duro y la caída muy alta. Afortunadamente, tanto el cinturón como la hebilla eran fuertes, así que se quedó allí colgado, aunque muy incómodo, mientras Tommy se estrujaba el cerebro para encontrar la forma de ayudarlo.

Billy acababa de declarar que se partiría en dos muy pronto si no se hacía algo por él, y Tommy estaba desesperado, cuando creyeron oír un grito lejano, y ambos respondieron hasta casi partirse la garganta de tanto gritar.

—Me parece ver una luz que se mueve por allí —gritó Billy desde su rama, señalando hacia el valle.

—Nos están buscando, pero no nos oirán. Correré y gritaré más fuerte, y los traeré aquí —respondió Tommy, contento de hacer cualquier cosa que pusiera fin a este espantoso estado de las cosas.

—¡No me dejes! ¡Puedo caerme y que me maten! ¡Puede venir el oso! ¡No te vayas! ¡No te vayas! —gritó Billy, deseando dejarse caer, pero con miedo.

—No iré lejos, y volveré tan rápido como pueda. Tú estás a salvo ahí arriba. Aguanta, y pronto te bajaremos —respondió Tommy, alejándose a toda prisa, sin importarle a dónde iba, y demasiado excitado para preocuparse por cualquier daño.

La luna brillaba sobre los árboles caídos; pero cuando bajó entre los verdes pinos, se hizo de noche, y a menudo tropezaba y se caía. Sin importarle los golpes y las magulladuras, trepó por las rocas, saltó troncos caídos, se metió en arroyos y bajó por lugares escarpados, hasta que, con un salto temerario, cayó de cabeza en un profundo agujero y permaneció allí un momento aturdido por la caída. Era una vieja trampa para osos, sin usar desde hacía mucho tiempo, y afortunadamente bien alfombrada de hojas muertas, pues de lo contrario el pobre Tommy se habría roto los huesos.

Cuando se recuperó, estaba tan agotado que permaneció inmóvil durante algún tiempo en una especie de aturdimiento, demasiado cansado para saber o preocuparse de nada, sólo vagamente consciente de que alguien estaba perdido en un árbol o en un pozo, y de que, en general, huir no era del todo divertido.

De vez en cuando, el sonido de un arma lo despertaba y, acordándose del pobre Billy, intentaba salir del pozo, pues la luna le indicaba dónde estaba. Pero era demasiado profundo, y él estaba demasiado rígido por el cansancio y la caída para ser muy ágil. Así que gritó y silbó, y se revolvió como un pequeño oso atrapado en el pozo.

Es muy difícil encontrar a una persona perdida en estas grandes montañas, y muchas vagan durante horas no lejos de la ayuda, desconcertadas por la espesura de los bosques, los profundos barrancos y los precipicios que las encierran. Algunos han perdido la vida; y mientras Tommy yacía sobre las hojas consumidas por sus diversas luchas, pensó en todas las historias que había oído últimamente en la granja, y empezó a preguntarse qué sentiría al morir de hambre allí abajo, y a desear que el pobre Billy pudiera venir a compartir su prisión, para morir juntos, como los Niños del Bosque, o mejor aún los Boy Scouts perdidos en las praderas en aquella emocionante historia, “Bill Boomerang, el Cazador Salvaje del Oeste”.

—Supongo que esta vez mamá estará preocupada, porque nunca me había quedado fuera toda la noche, y nunca volveré a hacerlo sin permiso. Pero es bastante divertido, si me encuentran. No tengo miedo, y no hace mucho frío. Siempre quise dormir fuera, y ahora lo estoy haciendo. Ojalá el pobre Billy estuviera a salvo en esta buena cama conmigo. ¿No tendrá miedo allí solo? Quizá se rompa el cinturón y se haga daño al caer. ¡Ahí está la pistola otra vez! Supongo que es ese hombre que nos persigue. ¡Hola! ¡Hola! ¡Aquí estoy! ¡Hey! ¡Hurra! ¡Hola! ¡Hola! ¡Hola!

Las meditaciones de Tommy terminaron en una serie de gritos tan fuertes como su vocecita chillona podía hacerlos, y creyó que alguien respondía. Pero debió de tratarse de un eco, porque nadie acudió; y después de otro alboroto alrededor de su prisión, el pobre niño se acurrucó entre las hojas y se quedó profundamente dormido, porque no había nada más que hacer.

Así que, allí estaban los dos jóvenes cazadores, perdidos a medianoche en la montaña, uno colgado como una manzana en el viejo árbol y el otro profundamente dormido en una trampa para osos. Sus madres, consternadas, lloraban y se retorcían las manos en la granja, mientras todos los hombres del vecindario buscaban a los niños perdidos. El cazador, a su regreso al hotel, había informado del encuentro con los fugitivos y de su esfuerzo por enviarlos a casa en buena hora; de modo que la gente sabía dónde buscar y, guiados por el hombre y el perro, toda la tropa subió a la montaña. Era una noche suave, y la luna brillaba alta y clara; así que la búsqueda fue, en general, bastante fácil y agradable al principio, y las linternas destellaban a través del bosque oscuro como luciérnagas, los acantilados solitarios parecían vivos con los hombres, y las voces resonaban en lugares donde normalmente sólo los arroyos balbuceaban y los halcones gritaban. Pero a medida que pasaba el tiempo y no aparecía ninguna señal de los niños, los hombres se inquietaron y empezaron a temer que los fugitivos hubieran sufrido algún daño grave. 

—No puedo volver a casa sin los niños —dijo el padre de Tommy cuando se detuvieron a descansar después de una dura escalada por la arboleda arrasada—. Es un niño como yo, ágil como una ardilla, listo como un gallo y tan travieso como un mono. No le tiene miedo a nada, y no me sorprendería nada encontrarlo disfrutando alegremente, y tan fresco como un pepino.

—¡Cállate y ven! El perro está ladrando por allí, y puede que los haya encontrado —dijo el granjero, corriendo hacia el lugar donde el sabueso estaba aullando a algo en un árbol.

Era el pobre Billy, que seguía allí colgado, medio inconsciente por el cansancio y el miedo.

—¡Es uno de ellos! —exclamó el granjero, mientras el alto muchacho subía y, desenganchando a Billy, lo entregaba como a un pajarito a los brazos que se alzaban para atraparlo.

—Está bien, sólo se ha asustado mucho. Vamos a buscar al otro. Seguro que ha ido a buscar ayuda y puede que ya esté a medio camino de casa —dijo el cazador.

El sombrero de Tommy yacía en el suelo; y mostrándoselo al perro, su amo le dijo que buscara al niño. El buen sabueso olfateó a su alrededor y luego se puso en marcha con el hocico pegado al suelo, siguiendo el rastro en zigzag que Tommy había dejado con su prisa. El cazador y varios de los hombres fueron tras él, dejando al granjero con los demás para que se ocuparan de Billy.

El perro se acercó a la trampa para osos y empezó a ladrar de nuevo. 

—¡Lo ha encontrado! —gritaron los hombres, muy aliviados; y corriendo hacia adelante pronto vieron a la buena bestia mirando hacia un pequeño objeto blanco en una esquina del oscuro agujero.

Era el rostro de Tommy a la luz de la luna, pues el resto estaba cubierto de hojas. La carita redonda parecía muy tranquila, y por un momento los hombres se quedaron inmóviles, temiendo que la caída le hubiera hecho algún daño al niño. Entonces el cazador bajó de un salto y le tocó suavemente la mejilla. Estaba caliente, y un suave ronquido de la nariz del rapaz hizo que el hombre gritara, muy aliviado.

—Está bien. Despierta, pequeño; te necesitan en casa. ¿Has cazado bastante por esta vez?

Mientras hablaba, Tommy abrió los ojos, dio un estirón y dijo:

—Hola, Billy —con tanta calma como si estuviera en su propia cama. Entonces, el susurro de las hojas, la luz de la luna en su cara y la visión de varios hombres que lo miraban fijamente lo despertaron de golpe.

—¿Le has disparado al gran oso? —preguntó, mirando al cazador con una sonrisa.

—No, pero he cazado uno pequeño, y aquí está —respondió el hombre, dándole a Tommy un revolcón entre las hojas, muy satisfecho porque no gimoteaba ni hacía alboroto.

—Nos perdimos, ¿no? ¿Dónde está Billy? Lo dejé subido a un árbol como un mapache, y no quiso bajar —rio Tommy, quitándose de una patada su ropa de cama marrón y dispuesto a levantarse.

Todos rieron con él, sacaron al niño del pozo y volvieron a reunirse con el otro vagabundo, que estaba sentado comiendo el pan y la mantequilla que su madre les había enviado para la cena.

Los hombres volvieron a rugir cuando los dos niños contaron sus diversas aventuras; y cuando se hubieron refrescado, el grupo se puso en marcha hacia casa, haciendo sonar las bocinas de hojalata y disparando un tiro tras otro para hacer saber a los dispersos buscadores que habían encontrado a los niños perdidos. Billy estaba muy tranquilo y cabalgaba de buena gana sobre los anchos hombros de los hombres que le ofrecían llevarlo; pero Tommy se negó rotundamente a que lo llevaran y, con un ocasional “empujón” en algún lugar muy accidentado, caminó todo el camino sobre sus propias y robustas piernas. Era el héroe de la aventura, y nunca se cansaba de contar cómo había cazado la marmota, cocinado el pescado, deslizado por la gran roca y acostado en la vieja fosa de los osos. Pero en su fuero interno decidió esperar a ser mayor para intentar ser cazador, y aunque aquel verano cazó varias marmotas, nunca volvió a disparar a otro inofensivo pajarito.


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