La princesa Dido y el príncipe de las rosas

La princesita Dido huía de sus sirvientes cada vez que podía. Un día, cuando estaba caminando por el bosque con sus sirvientes, se escondió tras un árbol mientras hablaban, y antes de que la echaran de menos, salió corriendo por otro sendero y se perdió de su vista.

Cuando la princesa Dido se encontró sola, empezó a mirar a su alrededor buscando flores, pues le gustaban mucho y no tenía permitido recogerlas ella misma; sus sirvientes lo hacían por ella.

—Ahora puedo recogerlas yo misma —dijo, riéndose para sus adentros al pensar que había escapado de sus sirvientes, y empezó a recoger todas las flores silvestres que encontraba, caminando todo el tiempo y adentrándose en el bosque.

Al atardecer, la princesa Dido se encontró en la espesura de los árboles y los arbustos, y empezó a preguntarse por qué sus sirvientes no la encontraban para llevarla a casa; pero el sol se puso y salieron las estrellas y todavía no venía nadie, y la princesa Dido se sintió cansada y se tumbó entre las hojas y los musgos y se echó a dormir.

Cuando despertó, la luna estaba brillando, y aunque estaba sola en el bosque, no tuvo miedo, pues no creía que nadie fuera a hacerle daño a una princesa, así que se dio la vuelta en su suave cama pensando que volvería a dormirse, cuando algo frío le tocó la mejilla. 

La princesa Dido abrió sus ojos bien grandes y se incorporó, y en un arbusto a su lado vio una llave de oro muy pequeña colgada de un hilo que se balanceaba de un lado a otro y le tocaba el rostro.

—Me pregunto qué podría abrir esta llave tan pequeña —dijo la princesa—. ¡Ojalá lo supiera! Estoy segura que encontraré algo bonito. Creo que echaré un vistazo. No tengo sueño y la luna brilla como el día.

La princesa Dido buscó por todas partes entre los arbustos y las rocas y no pudo encontrar nada, hasta que, justo cuando había decidido volver a dormir, vio algo que brillaba en un árbol, y allí había un pequeño agujero de cerradura en el que encajaba la llave. 

Puso la llave en la cerradura y el árbol se abrió como una puerta, y la princesa Dido entró y cerró la puerta tras ella.

Caminó por un sendero que parecía estar justo detrás del árbol, pero cuando miró a su alrededor, ya no estaba en el bosque, sino en un hermoso campo lleno de flores y árboles altos, y a lo lejos se veía un hermoso castillo.

Cuando la princesa Dido entró en el castillo, vio fuentes y más flores hermosas creciendo a su alrededor, y había toda clase de pájaros cantando en los árboles.

—Supongo que tengo que ir a la puerta del castillo y hacerles saber quién soy —pensó la princesa—. Una princesa debe hacer eso, lo sé, pero preferiría quedarme en este hermoso jardín y oír cantar a los pájaros y mirar las flores.

Cuando la princesa llamó a la puerta, nadie respondió, y después de esperar un poco la princesa abrió la puerta y entró. Todo estaba en calma y se sentó a esperar.

—Supongo que todo el mundo estará desayunando —pensó la princesa—. Me gustaría tener algo para comer. No he cenado y tampoco he desayunado.

—Si, tengo hambre y quiero mi desayuno —dijo la princesa Dido y, aunque no lo sabía, había hablado en voz alta, y al hacerlo apareció una mesa a su lado con su desayuno y un ramo de hermosas rosas rosadas.

—Me pregunto de dónde salió esto. No vi ni oí a nadie —dijo la princesa.

Pero no le dio importancia; tenía demasiada hambre. Cuando terminó, se paseó por el vestíbulo, pues, como era una princesa, tenía el hábito de ir a donde le apetecía, y como no veía a nadie, hizo lo mismo aquí.

Pero no había ninguna habitación que saliera del vestíbulo en el que estaba, así que la princesa subió las escaleras, y aquí se encontró de nuevo en un gran vestíbulo, pero éste era tan hermoso que miró a su alrededor maravillada, pues era un lugar mucho más hermoso que su propio castillo. El suelo y las paredes eran de ópalo; la luz del sol que brillaba a través de las ventanas producía los colores más maravillosos donde caía, y por todas partes había rosas blancas que endulzaban el aire con su aroma.

Había otro tramo de escaleras, y la princesa subió por ellas. Las escaleras eran de plata, y en el siguiente piso la princesa se encontró en un vestíbulo de cristal con rosas por todas partes; hermosas rosas rosadas como nunca antes había contemplado.

—¡Oh, como me gustaría poder recogerlas! —dijo la princesa mientras iba de arbusto en arbusto, y para su sorpresa las rosas asintieron, como diciéndole que podía hacerlo, si lo deseaba.

La princesa Dido arrancó una de su tallo, y luego otra, y como las rosas seguían asintiendo recogió más hasta que tuvo los brazos llenos.

Pero había otro tramo de escaleras, y éstas eran de oro. Entonces la princesa subió y se encontró en otra hermosa habitación, que era azul, el color de los zafiros, alrededor de la cual crecían rosas rojas.

Pero había otro tramo de escaleras, y la princesa no se detuvo mucho aquí con sus brazos llenos de rosas rosadas. Subió el último tramo y se encontró en un vestíbulo lleno de rosas rojas, rosadas y blancas, pero en las paredes había colgadas suaves sedas grises y el suelo estaba cubierto de terciopelo del mismo color.

—¡Oh, que hermoso! Me gustaría poder vivir aquí entre las rosas —dijo.

—Puedes, mi princesa de las rosas —dijo una voz, y de detrás de una cortina salió un apuesto príncipe, vestido con un traje de terciopelo gris con adornos de plata y rosa.

Se quitó de la cabeza un sombrero con una larga pluma rosada y se inclinó ante la princesa Dido, que había dejado caer sus rosas y permanecía de pie, sonrojada como las rosas que había dejado caer.

—Este es mi castillo, el castillo de las rosas —explicó el príncipe—, y juré que nunca me casaría hasta que encontrara una princesa que amara mis rosas tanto como yo, y tú has demostrado que lo haces al entrar en todo mi rosedal. Otros han estado ahí, pero cuando encontraban solamente rosas en cada habitación nunca venían a este piso.

—Detrás de estas cortinas está mi palacio. Estos vestíbulos de rosas no son más que una parte de mis habitaciones privadas. ¿Te quedarías, princesa, o llamo a las hadas para que te regresen a tu castillo? —preguntó el príncipe.

—Puedes llamar a las hadas para que lleven a mi pueblo la noticia de que viviré en el castillo de las rosas, con el príncipe de las rosas —dijo la princesa Dido—. Pero, ¿quién colgó la pequeña llave de oro en el arbusto? —preguntó al príncipe.

—¡Oh! Pedí a las hadas que me ayuden a encontrar una esposa —dijo el príncipe—. Ellas la colgaron allí. Verás, viviremos en un castillo encantado, así como el castillo de las rosas, así que no hay para nosotros más que felicidad.


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