El príncipe y el caballo blanco

Una noche, cuando el reloj daba las doce, un magnífico caballo blanco galopó por un camino desierto sin jinete. El caballo llevaba una brida de cuero dorado adornada con joyas, y sobre el lomo descansaba una silla de montar de terciopelo rojo ribeteada de oro. Se detuvo bajo un árbol, buscando ansiosamente a alguien.

De pronto, las ramas del árbol se balancearon, y el propio árbol se transformó en un príncipe. Vestido con un traje negro, con una larga pluma negra cayendo en cascada sobre su sombrero, acarició al caballo antes de montarlo con elegancia. El caballo trotó por el camino hasta llegar al precipicio de una empinada colina. Allí se detuvo y levantó la pata delantera. Sus alas, hasta entonces pegadas a los costados, se desplegaron en todo su esplendor. Con un potente batir de sus alas, el caballo y su jinete se elevaron sobre un valle hacia una montaña blanca como la nieve.

En lo alto de la montaña había una casa. El príncipe, en realidad un príncipe encantado, había recibido de las hadas en encargo de rescatar a una princesa cautiva en esa misma casa. Tres criaturas monstruosas se la habían arrebatado a sus padres y la tenían prisionera. Aunque el príncipe había intentado escalar la traicionera montaña, lo abrupto y empinado de la misma hacía inútiles sus esfuerzos. Por ello había confiado en las hadas, que habían ideado un plan para para que llegara hasta la princesa por medio del caballo blanco. Y así, enviaron al noble corcel para que lo llevara.

Cuando se acercaron a la cima de la montaña, el caballo se agachó y el príncipe desmontó. Acarició cariñosamente al caballo y luego lo sujetó a un árbol cercano. Mientras tanto, en una de las habitaciones de la casa de la montaña, estaba sentada la joven princesa llorando. Aunque llevaba un hermoso vestido y estaba rodeada de perfumadas flores, su corazón seguía apesadumbrado por el conocimiento de su cautiverio. Ante ella había una mesa repleta de deliciosos manjares, pero ni siquiera eso conseguía distraerla de los tres monstruos que la tenían secuestrada.

La puerta se abrió de golpe revelando el grotesco trío. Uno tenía cabeza de bovino y manos con pezuñas unidas a un cuerpo humano. El segundo parecía un león marino y caminaba sobre sus patas traseras. Por último, un colosal gigante con cabeza de caballo completaba el amenazador grupo. Se sentaron a la mesa y devoraron hambrientos la comida. Invitaron a la princesa a unirse a ellos, pero sus lágrimas brotaron con más intensidad, y se alejó todo lo posible. 

Al cabo de un rato los monstruos se marcharon dejando sola a la princesa. Se acercó a la mesa, con la esperanza de encontrar consuelo en las frutas que le ofrecían, pues estaba empezando a desfallecer. Cuando cogió un trozo de pastel, vio que un ratón lo mordisqueaba.

—Pobrecito —dijo—, no te haré daño.

El ratón se incorporó y la miró.

—Deja de llorar —dijo el ratón—, y come algo. Te espera un largo viaje.

La princesa, sorprendida por el ratón parlante, se quedó sin palabras por un momento. Finalmente, respondió:

—No estoy emprendiendo ningún viaje. Soy prisionera en esta casa de los tres monstruos. ¿Te has encontrado con ellos?

—Oh, sí —respondió el ratón—. Pero su amenaza no me preocupa. Mi pequeña estatura les impide atraparme. Pero ahora, come, pues estoy aquí para llevarte a casa —dijo el ratón saltando al suelo.

—Aparta la mirada —ordenó. Y la princesa obedeció—. Ahora, ¡mírame!

Y cuando volvió los ojos, el príncipe estaba parado ante ella.

—Tuve que encogerme para entrar y encontrarte —explicó—, pero ahora que sabes que puedo protegerte, debo volver a adoptar la forma de ratón —. Y en un instante se escabulló por la mesa.

La oscuridad envolvía los alrededores y sólo la luna proyectaba un leve resplandor.

—Acércate a la ventana a medianoche —le dijo el ratón—, y allí estaré para llevarte a casa.

Al pronunciar estas palabras, se escabulló por debajo de la puerta.

Cuando sonó la última campanada de las doce, una luz brillante iluminó la habitación, haciendo que los barrotes de la ventana se desintegraran. Allí estaba el príncipe sobre el caballo blanco. Con sumo cuidado, alzó a la princesa a la montura que tenía delante. Sin embargo, los monstruos lo vieron y cargaron, con sus rostros retorcidos de aterradora fealdad. El príncipe extendió los brazos y un haz de luz radiante emanó de él, envolviendo a los monstruos, mientras entonaba un cántico:

—Arte mágico, ahora convierte a éstos lúgubres monstruos y a su hogar en piedras

El suelo se sacudió y tembló, y el caballo blanco desplegó sus alas, elevándose por encima del terreno deformado. La princesa miró hacia abajo, observando que la montaña y su casa habían sido reemplazadas por tres picos puntiagudos.

El príncipe había transformado a los monstruos en piedra, terminando para siempre con su habilidad para infringir miseria. Los padres de la princesita, encantados con su regreso, invitaron al príncipe a vivir con ellos y casarse con su hija. Juntos formaron una familia feliz en el castillo, disfrutando de su nueva felicidad.


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