El maravilloso mago de Oz: La maravillosa Ciudad de Oz (11/24)

Incluso con los ojos protegidos por los cristales verdes, al principio, Dorothy y sus amigos quedaron deslumbrados por el brillo de la maravillosa Ciudad. Las calles estaban bordeadas de hermosas casas construidas con mármol verde y tachonadas por todas partes con esmeraldas verdes. Caminaron sobre un pavimento del mismo mármol verde y donde se unían los bloques había hileras de esmeraldas estrechamente engarzadas, que brillaban al resplandor del sol. Los paneles de vidrio de las ventanas eran verdes; incluso el cielo sobre la Ciudad tenía tintes verdes, y los rayos del sol eran verdes.

Había muchas personas —hombres, mujeres y niños— deambulando por allí, y todos vestían prendas verdes y tenían la piel verdosa. Todos miraban con asombro a Dorothy y su extraña y variada compañía, y los niños salían corriendo a esconderse detrás de sus madres cuando veían al León; pero nadie les hablaba. En la calle había muchas tiendas, y Dorothy notó que todo en ellas era verde. Ofrecían dulces verdes y pochoclo verde, así como zapatos verdes, sombreros verdes y ropa verde de todo tipo. En un puesto, un hombre vendía limonada verde, y cuando los niños la compraban, Dorothy pudo ver que pagaban con centavos verdes.

Pareciera no haber ni caballos ni animales de ninguna especie; los hombres llevaban cosas en pequeños carros verdes que empujaban delante de ellos. Todo el mundo parecía feliz, contento y próspero. 

El Guardián de las Puertas los condujo por las calles hasta llegar a un gran edificio, exactamente en el medio de la Ciudad, que era el Palacio de Oz, el Gran Mago. Delante de la puerta había un soldado vestido con uniforme verde y luciendo una larga barba verde.

—Aquí hay extraños —dijo el Guardián de las Puertas al soldado—, y demandan ver al Gran Oz.

—Pasen —contestó el soldado—, y le llevaré su mensaje.

Entonces cruzaron las Puertas del Palacio y fueron conducidos a una gran sala con alfombra verde y preciosos muebles verdes con esmeraldas. El soldado hizo que todos se limpiaran los pies sobre un tapete verde antes de entrar al salón, y cuando estuvieron sentados, les dijo cordialmente: —Por favor pónganse cómodos mientras voy a la puerta del Salón del Trono y le digo a Oz que están aquí.

Esperaron mucho tiempo hasta que el soldado regresó. Cuando finalmente lo hizo, Dorothy preguntó: 

—¿Has visto a Oz?

—Oh, no —contestó el soldado—, nunca lo he visto. Pero hablé con él mientras estaba sentado detrás de su pantalla y le di tu mensaje. Dijo que les concederá una audiencia, si así lo desean; pero cada uno deberá entrar solo en su presencia y solo admitirá uno por día. Por lo tanto, como deben permanecer en el Palacio varios días, haré que les muestren habitaciones donde podrán descansar después de su viaje.

—Gracias —contestó la niña—. Es muy amable por parte de Oz.

El soldado ahora sopló un silbato verde, y de inmediato entró a la habitación una joven vestida con un bonito vestido de seda verde. Tenía el pelo y los ojos verdes, y se inclinó ante Dorothy mientras decía:

—Sígueme y te enseñaré tu habitación.

Así que Dorothy saludó a todos sus amigos menos a Toto, a quien tomó en sus brazos, y siguió a la joven verde a través de siete pasadizos y subieron tres tramos de escaleras hasta que llegaron a una habitación en la parte delantera del Palacio. Era la habitación más dulce del mundo, con una cómoda y suave cama que tenía sábanas de seda verde y un cubrecama de terciopelo verde. Había una pequeña fuente en medio de la habitación, que disparó al aire un chorro de perfume verde que cayó nuevamente en un cuenco de mármol verde bellamente tallado. Había hermosas flores verdes en las ventanas, y un estante con una hilera de pequeños libros verdes. Cuando Dorothy tuvo tiempo de mirar los libros, encontró que estaban llenos de dibujos verdes que la hicieron reír, eran muy graciosos.

En un armario había muchos vestidos verdes, hechos de seda, satén y terciopelo; y todos le quedaban a la perfección a Dorothy.

—Siéntete como en casa —dijo la niña verde—, y si necesitas algo, haz sonar la campanilla. Oz mandará a buscarte mañana por la mañana.

Dejó a Dorothy y regresó con los demás. A ellos también los condujo a sus habitaciones, y cada una de ellas estaba ubicada en una parte muy agradable del Palacio. Por supuesto, esta cortesía fue en vano para el Espantapájaros; porque cuando se encontró solo en su habitación se quedó en un solo sitio, justo en el umbral de la puerta, esperando a que amaneciera. No descansaba al acostarse, y no podía cerrar sus ojos; así que se quedó toda la noche mirando fijamente a una arañita que tejía su tela en un rincón de la habitación, como si no fuera una de las habitaciones más maravillosas del mundo. El Leñador de Hojalata se tumbó en la cama por costumbre, pues recordaba cuando era de carne y hueso; pero al no poder dormir, pasó toda la noche moviendo sus articulaciones arriba y abajo para asegurarse que sigan funcionando bien. El León hubiera preferido una cama de frescas hojas secas en el bosque, y no le gustaba que lo encierren en una habitación; pero tenía demasiado sentido común para que eso lo preocupara, así que se lanzó sobre la cama, se enrolló como un gato y ronroneó dormido al minuto.

A la mañana siguiente, después del desayuno, la doncella vino a buscar a Dorothy, y la vistió con uno de los vestidos más bonitos, de satén verde. Dorothy se puso un delantal de seda verde y ató una cinta verde alrededor del cuello de Toto, y salieron hacia el Salón del Trono del Gran Oz.

Primero llegaron a una gran sala donde había muchas mujeres y hombres de la corte, todos vestidos con trajes caros. Estas personas no tenían nada que hacer más que hablar entre ellos, pero todas las mañanas iban a esperar fuera del Salón del Trono, aunque nunca les permitieron ver a Oz. Cuando Dorothy entró, la miraron con curiosidad y uno de ellos susurró: 

—¿Realmente vas a mirar a la cara a Oz el Terrible?

—Por supuesto —contestó la niña—, si quiere verme.

—Oh, te verá —dijo el soldado que había llevado el mensaje al Mago—, aunque no le gusta que la gente pida verle. De hecho, al principio se enojó y dijo que debía enviarte de vuelta al lugar de donde viniste. Luego me preguntó cómo te veías, y cuando mencioné tus zapatos plateados se mostró muy interesado. Al final le mencioné la marca que tienes en la frente, y decidió que iba a admitirte en su presencia.

En ese momento sonó una campana, y la niña verde dijo a Dorothy:

—Esa es la señal. Debes entrar al Salón del Trono, sola.

Abrió una pequeña puerta y Dorothy la atravesó con valentía y se encontró en un maravilloso lugar. Era una habitación grande, redonda, con un alto techo arqueado, y las paredes, el techo y el suelo estaban cubiertos de grandes esmeraldas estrechamente engarzadas. En el medio de la habitación había una gran luz, tan brillante como el sol, que hacia que las esmeraldas brillen de una manera maravillosa.

Pero lo que más llamó la atención de Dorothy fue el gran trono de mármol verde que estaba en medio de la habitación. Tenía forma de silla y brillaba con gemas, como todo lo demás. En el medio de la silla había una enorme Cabeza, sin cuerpo que la sostenga ni brazos ni piernas tampoco. No había cabello sobre su cabeza, pero sí tenia ojos, nariz y boca, y era mucho más grande que la cabeza de los más grandes gigantes.

Mientras Dorothy contemplaba esto con asombro y miedo, los ojos se giraron lentamente y la miraron fijamente. Luego se movió la boca, y Dorothy escuchó una voz decir:

—Yo soy Oz, el Grande y Terrible. ¿Tú quien eres y por qué me buscas?

No era una voz tan fea como ella había esperado que viniera de la gran Cabeza; así que tomó coraje y respondió:

—Soy Dorothy, la Pequeña y Humilde. Vine a buscarte para pedirte ayuda.

Los ojos la miraron pensativos durante un minuto. Luego la voz dijo:

—¿De dónde sacaste esos zapatos plateados?

—Los obtuve de la Reina Malvada del Este, cuando mi casa cayó sobre ella y la mató —respondió.

—¿Dónde te hiciste la marca sobre tu frente? —continuó la voz.

—Ahí me besó la Bruja Buena del Norte cuando se despidió de mí y me envió a ti —dijo la niña.

Los ojos la miraron punzantes nuevamente, y vieron que estaba diciendo la verdad. Luego Oz preguntó:

—¿Qué quieres que haga?

—Que me envíes de regreso a Kansas, donde están mi tía Em y mi tío Henry —respondió con seriedad—. No me gusta tu país, aunque sí que es hermoso. Y estoy segura que la tía Em estará terriblemente preocupada por mi larga ausencia.

Los ojos parpadearon tres veces, luego se giraron hacia el techo, hacia el suelo, y giraron de forma tan extraña que parecían estar mirando todas las partes de la habitación. Y finalmente miraron a Dorothy otra vez.

—¿Por qué debería hacer eso por ti? —preguntó Oz.

—Porque tú eres fuerte y yo soy débil; porque tú eres un Gran Mago y yo solo una pequeña niña.

—Pero tú fuiste lo suficientemente fuerte como para matar a la Bruja Malvada del Este —dijo Oz.

—Eso simplemente sucedió —contestó Dorothy con sencillez—; no pude evitarlo.

—Bueno —dijo la Cabeza—, te daré mi respuesta. No tienes derecho a esperar que yo te regrese a Kansas a menos que hagas algo por mí a cambio. En este país, cada uno debe pagar por todo lo que consigue. Si tú deseas que utilice mis poderes mágicos para regresarte a tu hogar, primero debes hacer algo por mí. Ayúdame, y yo te ayudaré.

—¿Qué debo hacer? —preguntó la niña.

—Matar a la Bruja Malvada de Oeste —contestó Oz.

—Pero… ¡no puedo! —exclamó Dorothy, muy sorprendida.

—Tú mataste a la Bruja del Este y usas los zapatos plateados, que poseen un poderoso encanto. Ahora solo queda una Bruja Malvada en toda esta tierra, y cuando me digas que ella está muerta, te enviaré de regreso a Kansas, pero no antes.

La niña se echó a llorar, estaba muy decepcionada; y los ojos parpadearon de nuevo y la miraron, ansiosos, como si el Gran Oz sintiera que ella podía ayudarlo si quisiera. 

—Nunca maté nada voluntariamente —sollozó—. Incluso si quisiera, ¿cómo podría matar a la Bruja Malvada? Si tú, que eres Grande y Terrible, no puedes matarla, ¿cómo esperas que yo lo haga?

—No lo sé —dijo la Cabeza—; pero esa es mi respuesta. Y hasta que la Bruja Malvada no esté muerta, tú no verás a tu tío y a tu tía. Recuerda que la Bruja es malvada, terriblemente malvada, y debe ser asesinada. Ahora ve, y no vuelvas a verme hasta que hayas cumplido tu tarea.

Dorothy abandonó apenada el Salón del Trono y volvió donde estaban esperando el León, el Espantapájaros y el Leñador de Hojalata para escuchar lo que Oz le había dicho. 

—No hay esperanza para mí —dijo triste—, pues Oz no me enviará de vuelta a casa hasta que haya matado a la Bruja Malvada del Oeste; y eso no podré hacerlo nunca.

Sus amigos se lamentaron, pero no podían hacer nada para ayudarla; así que Dorothy se fue a su habitación, se recostó en la cama y lloró hasta quedarse dormida.

A la mañana siguiente, el soldado de los bigotes verdes se acercó al Espantapájaros y dijo:

—Ven conmigo, Oz me ha mandado a buscarte.

Entonces el Espantapájaros lo siguió y fue admitido en el gran Salón del Trono donde vio, sentada en el trono de esmeralda, una dama encantadora. Estaba vestida con gasa de seda verde y llevaba una corona de joyas sobre su cabello verde. De sus hombros crecían unas alas de un color precioso, y tan livianas que se agitaban con el mínimo soplo de aire.

Cuando el Espantapájaros se inclinó, tanto como se lo permitía su relleno de paja, ante esta hermosa criatura, ella lo miró dulcemente y dijo:

—Soy Oz, El Grande y Terrible. ¿Tú quien eres, y por qué vienes a verme?

El Espantapájaros, que esperaba ver la gran Cabeza de la que Dorothy le había hablado, estaba atónito; pero le respondió con valentía. 

—Solo soy un Espantapájaros relleno con paja. Por lo tanto, no tengo cerebro, y vine con la esperanza de que puedas poner un cerebro en mi cabeza en vez de paja, para que pueda llegar a ser tan hombre como cualquier otro en tus dominios.

—¿Por qué debería hacer esto por ti? —preguntó la Dama.

—Porque tú eres sabia y poderosa, y nadie más puede ayudarme —respondió el Espantapájaros.

—Nunca concedo favores sin recibir algo a cambio —dijo Oz—; pero esto te prometo. Si mataras a la Bruja Malvada del Oeste por mí, te concederé muchos cerebros, y tan buenos cerebros que serías el hombre más sabio en todo el País de Oz.

—Creí que le habías pedido a Dorothy que matara a la Bruja —dijo el Espantapájaros, sorprendido.

—Lo hice. No me importa quién la mate. Pero hasta que ella no esté muerta no te concederé el deseo. Ahora ve, y no vuelvas a verme hasta que te hayas ganado los cerebros que tanto deseas.

Apenado, el Espantapájaros regresó con sus amigos y les contó lo que Oz le había dicho; y Dorothy estaba muy sorprendida de que el Gran Mago no fuera una Cabeza como ella había visto, sino una encantadora Dama.

—De todos modos —dijo el Espantapájaros—, ella necesita un corazón tanto como el Leñador de Hojalata.

A la mañana siguiente, el soldado de bigotes verdes se acercó al Leñador de Hojalata y dijo:

—Oz me ha enviado a buscarte. Sígueme.

Entonces el Leñador de Hojalata lo siguió y entró al gran Salón del Trono. No sabía si vería a Oz como una encantadora Dama o una Cabeza, pero esperaba que sea la encantadora Dama. “Porque” —se dijo a sí mismo—, “si es una cabeza, estoy seguro que no me dará un corazón, ya que una cabeza no tiene corazón propio y por lo tanto no puede empatizar conmigo. En cambio, si es la encantadora Dama, rogaré por un corazón, pues se dice que todas las damas son de corazón bondadoso”.

Pero cuando el Leñador de Hojalata entro al gran Salón del Trono, no vio ni la Cabeza ni la Dama, pues Oz había tomado la forma de la más terrible Bestia. Era tan grande como un elefante, y el trono parecía ser apenas lo suficientemente fuerte para sostener su peso. La Bestia tenía la cabeza como la de un rinoceronte, pero con cinco ojos. Tenía cinco largos brazos saliendo de su cuerpo, y también cinco largas y delgadas piernas. Un pelo espeso y lanudo cubría cada parte de él, y no podía imaginarse un monstruo más espantoso. En ese momento, era una fortuna que el Leñador de Hojalata no tuviera corazón, pues si lo hubiera tenido estaría latiendo fuerte y rápido a causa del terror. Pero al ser solo hojalata, no tenía miedo, de hecho, estaba muy decepcionado.

—Yo soy Oz, el Grande y Terrible —habló la Bestia, con una voz que era un rugido—. ¿Tú quién eres y por qué vienes a verme?

—Soy un Leñador, y estoy hecho de Hojalata. Por ende, no tengo corazón, y no puedo amar. Te ruego me des un corazón para que pueda ser como los demás hombres.

—¿Por qué debería hacer esto? —preguntó la Bestia.

—Porque yo te lo pido y sólo tú puedes conceder mi petición —contestó el Leñador de Hojalata.

Oz gruño por lo bajo, pero dijo bruscamente:

—Si realmente deseas un corazón, deberás ganártelo.

—¿Cómo? —preguntó el Leñador de Hojalata.

—Ayuda a Dorothy a matar a la Bruja Malvada del Oeste —respondió la Bestia—. Cuando la bruja esté muerta, ven a mí, y entonces te daré el más grande, bondadoso y vivo corazón que haya en toda la Tierra de Oz.

Así que el Leñador de Hojalata se vio obligado a volver apenado con sus amigos y contarles sobre la terrible Bestia que había visto. Todos se asombraron de las muchas formas que podía adoptar el Gran Mago, y el León dijo:

—Si es una Bestia cuando vaya a verlo, rugiré lo más fuerte que pueda y lo asustaré tanto que me concederá lo que sea que le pida. Y si es la adorable Dama, fingiré saltar sobre ella y la obligaré a hacer mi voluntad. Y si es una gran Cabeza, estará a mi merced; pues la haré rodar por todo el salón hasta que prometa darnos todo lo que deseamos. Así que ánimo, amigos míos, porque todo estará bien.

A la mañana siguiente, el soldado de bigotes verdes guió al León al gran Salón del Trono y lo invitó a entrar en presencia de Oz.

Enseguida el León cruzó la puerta, y al mirar a su alrededor vio, para su sorpresa, que ante el trono había una Bola de Fuego tan feroz y resplandeciente que apenas podía soportar contemplarla. Su primer pensamiento fue que Oz se había prendido fuego por accidente; pero cuando intentó acercarse, el calor era tan intenso que le chamuscó los bigotes, y retrocedió tembloroso hasta un lugar más cercano a la puerta.

Entonces una voz baja y tranquila salió de la Bola de Fuego, y éstas fueron sus palabras:

—Yo soy Oz, el Grande y Terrible. ¿Tú quién eres y por qué vienes a verme?

Y el León respondió:

—Yo soy un León Cobarde, temeroso de todo. Vine a ti para rogarte que me des coraje, para que en realidad pueda convertirme en el Rey de las Bestias, como me llaman los hombres.

—¿Por qué debería darte coraje? —exigió Oz.

—Porque de todos los Magos, tú eres el más grandioso y el único que puede concederme lo que pido —contestó el León.

La Bola de Fuego ardió ferozmente durante un momento, y la voz dijo:

—Tráeme pruebas de que la Bruja Malvada del Oeste está muerta, y en ese momento te daré tu coraje. Pero mientras la Bruja viva, seguirás siendo un cobarde.

El León se enfadó por este discurso, pero no pudo decir nada, y mientras contemplaba en silencio la Bola de Fuego, ésta se calentó tanto que tuvo que dar media vuelta y salir corriendo de la habitación. Se alegró de encontrar a sus amigos esperándolo, y les contó sobre su terrible entrevista con el Mago.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó tristemente Dorothy.

—Hay una sola cosa que podemos hacer —contestó el León—: ir al país de los Winkies, buscar a la Bruja Malvada y destruirla.

—Pero, ¿y si no podemos? —dijo la niña.

—Entonces nunca tendré coraje —dijo el León.

—Y yo nunca tendré cerebro —agregó el Espantapájaros.

—Y yo nunca tendré un corazón —dijo el Leñador de Hojalata.

—Y yo nuca veré otra vez a la tía Em y el tío Henry —dijo Dorothy, comenzando a llorar.

—¡Cuidado! —gritó la niña verde—. Las lágrimas caerán sobre tu vestido de seda verde y lo mancharán.

Dorothy se secó los ojos y dijo:

—Supongo que debemos intentarlo; pero estoy segura de que no quiero matar a nadie, ni siquiera para volver a ver a la tía Em.

—Yo iré contigo; pero soy demasiado cobarde para matar a la Bruja —dijo el León.

—Yo también iré —dijo el Espantapájaros—, pero no seré de gran ayuda, pues soy tonto.

—Yo no tengo corazón para hacer daño a ninguna Bruja —remarcó el Leñador de Hojalata—, pero si tú vas, yo voy contigo.

Por lo tanto, decidieron emprender viaje a la mañana siguiente, y el Leñador de Hojalata afiló su hacha en una piedra verde, y tenía todas sus articulaciones debidamente aceitadas. El Espantapájaros se rellenó con paja fresca y Dorothy le pintó sus ojos nuevamente para que pueda ver mejor. La niña verde, que había sido muy amable con ellos, llenó la canasta de Dorothy con cosas buenas para comer, y ató una campanilla al cuello de Toto con una cinta verde.

Se fueron a la cama muy temprano y durmieron profundamente hasta el amanecer, cuando despertaron por el cacareo de un gallo verde que vivía en el patio trasero del Palacio, y el cacareo de una gallina que había puesto un huevo verde.


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