El Maravilloso Mago de Oz: atacados por los árboles luchadores (19/24)

A la mañana siguiente, Dorothy se despidió de la hermosa muchacha verde con un beso, y todos estrecharon la mano del soldado de los bigotes verdes, que había caminado con ellos hasta la puerta. Cuando el Guardián de la Puerta los vio de nuevo, se asombró mucho de que pudieran abandonar la hermosa ciudad para meterse en nuevos problemas. Pero en seguida les abrió las gafas, que volvió a meter en la caja verde, y les deseó mucha suerte en su viaje. 

—Ahora eres nuestro gobernante —le dijo al Espantapájaros—; así que debes volver con nosotros lo antes posible. 

—Ciertamente lo haré si puedo —replicó el Espantapájaros—; pero primero debo ayudar a Dorothy a llegar a casa. 

Cuando Dorothy se despidió por última vez del bondadoso Guardián, dijo: 

—He sido tratada muy bien en su hermosa ciudad, y todos han sido buenos conmigo. No puedo decirte lo agradecida que estoy.

—No lo intentes, querida —respondió—. Nos gustaría tenerte con nosotros, pero si deseas regresar a Kansas, espero que encuentres la manera. 

Entonces abrió la puerta de la muralla exterior, y ellos salieron y comenzaron su camino. 

El sol brillaba intensamente mientras nuestros amigos volvían sus rostros hacia la Tierra del Sur. Todos estaban de muy buen humor, y se reían y charlaban juntos. A Dorothy una vez más la inundó la esperanza de volver a casa, y el Espantapájaros y el Leñador de Hojalata se alegraban de serle útiles. En cuanto al león, olfateó el aire fresco con deleite y movió la cola de un lado a otro de pura alegría por estar de nuevo en el campo, mientras Toto corría a su alrededor y perseguía a las polillas y mariposas, ladrando alegremente todo el tiempo. 

—La vida en la ciudad no me conviene en absoluto —comentó el León, mientras caminaban a paso ligero—. He perdido mucho peso desde que vivo allí, y ahora estoy ansioso por tener la oportunidad de mostrarles a las otras bestias lo valiente que me he vuelto. 

Se dieron la vuelta y echaron un último vistazo a la Ciudad Esmeralda. Todo lo que podían ver era una masa de torres y campanarios detrás de las murallas verdes, y muy por encima de todo, las agujas y la cúpula del Palacio de Oz.

—Después de todo, Oz no era un mago tan malo —dijo el Leñador de Hojalata, mientras sentía que el corazón le latía en el pecho. 

—Sabía cómo darme un cerebro, y además un cerebro muy bueno —dijo el Espantapájaros. 

—Si Oz hubiera tomado una dosis del mismo valor que me dio a mí —añadió el León—, habría sido un hombre valiente. 

Dorothy no dijo nada. Oz no había cumplido la promesa que le había hecho, pero había hecho todo lo posible, así que ella lo había perdonado. Como él decía, era un buen hombre, aunque fuera un mal mago. 

El primer día de viaje fue a través de campos verdes y flores brillantes que se extendían alrededor de la Ciudad Esmeralda por todos lados. Aquella noche durmieron sobre la hierba, sin nada más que las estrellas sobre ellos; y descansaron muy bien. 

Por la mañana siguieron viajando hasta que llegaron a un espeso bosque. No había forma de rodearlo, porque parecía extenderse a hasta donde alcanzaba la vista hacia ambos lados; y, además, no se atrevían a cambiar el rumbo de su viaje por miedo a perderse. Así que buscaron un lugar donde fuera más fácil adentrarse en el bosque.

El Espantapájaros, que iba a la cabeza, finalmente descubrió un gran árbol con ramas tan extendidas que había espacio para que el grupo pasara por debajo. Así que caminó hacia el árbol, pero en cuanto llegó debajo de las primeras ramas, estas se inclinaron y se enroscaron a su alrededor, y al instante fue elevado del suelo y arrojado de cabeza hacia sus compañeros de viaje. 

El Espantapájaros no sufrió ningún daño, pero estaba sorprendió, y parecía bastante mareado cuando Dorothy lo levantó. 

—Aquí hay otro espacio entre los árboles —dijo el León. 

—Déjame intentarlo primero —dijo el Espantapájaros—, porque a mí no me duele que me lancen de un lado a otro. 

Mientras hablaba, se acercó a otro árbol, pero sus ramas lo tomaron de inmediato y lo arrojaron hacia atrás. 

—Esto es extraño —exclamó Dorothy—. ¿Qué haremos? 

—Parece que los árboles han decidido luchar contra nosotros e impedir nuestro viaje —comentó el León.

—Creo que lo intentaré yo mismo —dijo el Leñador, y echando su hacha al hombro, se acercó al primer árbol que había tratado al Espantapájaros con tanta rudeza. Cuando una gran rama se inclinó para agarrarlo, el Leñador le dio un hachazo tan violento que la cortó en dos. Al instante, el árbol comenzó a sacudir todas sus ramas como si le doliera, y el Leñador de Hojalata pasó sano y salvo por debajo de él.

—¡Vamos! —gritó a los demás—. ¡Rápido! 

Todos corrieron hacia adelante y pasaron por debajo del árbol sin sufrir ningún daño, salvo Toto, que fue atrapado por una pequeña rama y sacudido hasta que aulló. Pero el Leñador cortó rápidamente la rama y liberó al perrito.

Los otros árboles del bosque no hicieron nada para detenerlos, así que decidieron que solo la primera hilera de árboles podía doblar sus ramas, y que probablemente eran los guardianes del bosque, y que se les había dado este maravilloso poder para mantener a los extraños fuera de él.

Los cuatro viajeros caminaron fácilmente a través de los árboles, hasta que llegaron al otro extremo del bosque. Para su gran sorpresa, encontraron ante ellos un alto muro que parecía hecho de porcelana blanca. Era liso, como la superficie de un plato, y más alto que sus cabezas.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó Dorothy.

—Haré una escalera —dijo el Leñador de Hojalata—, porque ciertamente tenemos que trepar por el muro.


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