El gato verde

La vieja bruja Berta estaba de pie en la puerta de su cueva en la cima de una alta montaña; sus brazos largos y delgados, con manos como garras, estaban extendidos ante ella, y el viento agitaba sus mechones de pelo gris, haciéndolos parecer como muchos cuernos alrededor de su malvado rostro.

La vieja bruja Berta estaba muy enojada. La gente del pueblo estaba celebrando una fiesta a la que no la había sido invitada.

Pero, ¿a quién se le habría ocurrido invitar a la vieja Berta a nada? Su aparición en el pueblo siempre era un mal presagio. Alguien perdía una vaca o el agua de los pozos se volvía verde y no apta para beber o, peor aún, los niños a los que echaba su mal de ojo se deformaban. 

Pero la vieja bruja Berta no pensaba en todo esto, y en su cueva en la cima de la montaña, hacía caer la lluvia y les estropeaba la fiesta. Nunca había llovido tanto. El valle era como un río, y todas las bonitas decoraciones que se habían colocado para la fiesta se arruinaron, y los jóvenes se lamentaban por los placeres perdidos.

Hans y Gretchen iban a casarse durante la fiesta, y los hermosos ojos de Gretchen estaban rojos de tanto llorar, pues el gorro nuevo y las enaguas bordadas se echarían a perder si se los ponía, y casarse con ropa vieja sería algo que la gente nunca olvidaría.

Hans también era infeliz, porque su bonita Gretchen no sonreía. 

—Sécate los ojos, querida —dijo, mientas le daba un beso de las buenas noches—. Haré que mañana el sol brille, aunque tenga que subir a la cima de la montaña y sacar su vieja cabeza de entre las nubes. 

Hans no tenía la menor intención de hacerlo, pero no podía dejar a su bella amada sin unas palabras de consuelo. No había andado mucho cuando oyó que algo chapoteaba a su lado.

—Algún pobre perro buscando su camino a casa —pensó Hans, y movió su linterna alrededor, pero en lugar de un perro, vio una rana enorme.

—Estás haciendo un tiempo húmedo —dijo la rana.

Hans quedó demasiado sorprendido como para responder, y la rana volvió a hablar.

—¿Te gustaría saber como detener la lluvia? —preguntó. Para ese momento, Hans se había recuperado de su sorpresa.

—Si —contestó—. ¿Cómo se hace?

—Si tienes el coraje para escalar hasta la cima de la montaña —dijo la rana —, y encontrar a la vieja bruja Berta, puedes detenerla. Está enojada porque no a invitaron a su fiesta, y está enviando la lluvia hacia el valle.

—Me temo que no me hará caso —dijo Hans.

—No —contestó la rana—, pero puedes forzarla a detener la lluvia encontrando al gato verde.

—Nunca vi ni escuché hablar de un gato verde —dijo Hans—. ¿Dónde se puede encontrar un gato así?

—Esa es la parte más difícil —dijo la rana—, porque primero tienes que encontrar al enano que lo custodia. El gato verde es a lo único en el mundo a lo que le teme la vieja bruja.

¿Done vive el enano —preguntó Hans—, y porqué custodia al gato verde?

—Te diré —dijo la rana—. El enano es el hijo de la vieja Berta, que vive en un bosque al otro lado de la montaña, y en su cueva tiene el gato verde, y está custodiada noche y día por miles de insectos que vuelan y pican a cualquiera que se acerque a la cueva.

Hans pensó en las lágrimas de Gretchen y dijo:

—Lo intentaré, y si fracaso nadie saldrá lastimado salvo yo, pero si lo consigo, todos en el valle estarán felices. 

Entonces agradeció a la rana y se dirigió al lado de la montaña en el que vivía el enano. 

—Llévame en tu bolsillo —dijo la rana—. Puede que te sirva de ayuda. 

Hans la levantó y la metió en su bolsillo. Era un largo camino montaña arriba hasta la cueva del enano, y Hans se sentó en una roca a descansar cuando llegó al borde del bosque, pues esperaba que le costara mucho llegar hasta el gato verde que, según le había dicho la rana, estaba dentro de la cueva. Estaba húmedo y oscuro, y tuvo que llevar una antorcha todo el camino, pero entonces la rana le dijo que debía apagarla, o el enano y los insectos lo verían.

—La cueva está cerca —dijo la rana—, y por la noche siempre hay un fuego encendido cerca de ella. Cuando estés frente a la cueva, bájame al suelo.

Hans caminó con mucha cautela, y de pronto vio el fuego, y en la puerta de la cueva estaba sentado el enano.

Hans bajó cuidadosamente la rana al suelo y se acercó. El enano no lo vio hasta que estuvo frente a él.

Se levantó de un salto, emitió un silbido peculiar e instantáneamente surgió lo que Hans pensó al principio que era humo, pero pronto descubrió que se trataba de toda clase de insectos. Eran tantos que parecían humo.

La rana, para entonces, había saltado delante del enano, que retrocedió como si le hubieran dado un golpe.

—Es demasiado tarde —dijo la rana—; llama de nuevo a los insectos.

Cuando la rana le dijo al enano que llame a los insectos, él emitió el mismo silbido peculiar que había dado cuando vio a Hans, y los insectos desaparecieron tan rápido como habían llegado.

—El gato verde está en la cueva —dijo la rana.

Hans entró y pronto salió con el gato bajo el brazo.

Su pelaje era verde, al igual que sus ojos; de hecho, parecía como si lo hubieran metido en un bote de pintura.

El enano les rogó que no se llevaran el gato verde.

—Haré lo que me pidan —dijo—, si no se llevan el gato.

—Tienes suerte de escapar sin ser castigado —dijo la rana—. Entra a tu cueva, o puede que cambie de opinión.

Al oír esto, el enano se apresuró a entrar en su cueva, y la rana dijo a Hans que lo vuelva a poner en su bolsillo y se apresurara a ir a la cueva de Berta, al otro lado de la montaña.

Hans llevó al gato bajo el brazo y se apresuró al otro lado de la montaña, como le había dicho la rana.

Cuando llegaron, la lluvia había cesado, y la vieja Berta estaba dormida frente a su cueva.

Hans puso al gato en el suelo. Cuando vio a la vieja Berta, corrió hacia ella y emitió un extraño maullido.

La vieja bruja Berta abrió sus ojos, y una expresión de miedo apareció en su malvado rostro. Se levantó y trató de escapar, pero el gato verde corría a su lado.

—Nos encontramos cara a cara al amanecer —dijo el gato—, y yo cambio a mi forma natural. 

Cuando terminó de hablar, apareció una jovencita en lugar del gato verde 

—Y ahora también debes volver a mi amado a su forma natural —dijo la joven.

La vieja Berta temblaba tanto que apenas podía sostener el bastón sobre la rana, murmurando mientras lo hacía.

En el lugar donde hacía un instante había estado la rana, apareció un joven caballero. Tomó la mano a la jovencita y la llevó a sus labios.

Hans había estado tan ocupado observando a los amantes que no notó que la vieja Berta se hundía en la roca contra la que se apoyaba, y cuando volvió a mirar, había desaparecido por completo, y solo quedaba una gran piedra.

El sol estaba saliendo sobre la montaña cuando Hans y sus nuevos amigos emprendieron camino hacia el valle.

El joven caballero le contó su historia a Hans mientras caminaban montaña abajo.

—Soy un príncipe —dijo—, y esta jovencita es una princesa con la que estaba a punto de casarme, pero en la noche de nuestra boda, la vieja Berta la atrajo a su cueva diciéndole que le daría un amuleto que le aseguraría felicidad por el resto de su vida.

—Cuando la princesa llegó a la cueva, la vieja Berta intentó que se casara con su hijo, el enano, que había visto a la princesa alguna vez y se había enamorado de ella. Cuando la princesa se negó a casarse con el enano, la vieja bruja Berta la transformó en un gato verde y se la entregó al enano para que la cuidara, diciendo:

—Nunca volverás a tu forma natural hasta que estemos cara a cara al amanecer.

 Y estaba tan segura de que el enano no dejaría que el gato verde se escape, que añadió:

—Y cuando eso suceda, yo me convertiré en una roca.

—Me enteré de que la princesa había ido a la cueva de la vieja Berta, y cuando fui a preguntar qué había sido de la princesa, se asustó y me convirtió en una rana para que no pudiera volver a casa a buscar ayuda. “Si quieres a tu esposa —dijo—, escala hasta el otro lado de la montaña”. Y me lanzó hacia el valle. Por supuesto que yo no podía trepar la montaña con la forma de una rana, pero cuando te encontré en el camino, estaba seguro de que me ayudarías.

—Al ayudarte —dijo Hans—, he traído felicidad a muchos otros, pues la lluvia ha dejado de caer y la fiesta puede continuar, y Gretchen y yo nos casaremos hoy. No puedo agradecértelo lo suficiente.

El príncipe dijo a Hans que era a él a quien debía estar agradecido, pues sin él no habría podido llegar hasta la princesa.

La princesa y el príncipe siguieron su camino, y Hans se despidió y se apresuró a ir a la cabaña de Gretchen, donde la encontró toda sonriente y vestida con su nuevo gorro y sus enaguas bordadas para la boda. 

—¿De verdad has sacado su cabeza de las nubes? —preguntó, señalando el sol.

Hans rió y dijo:

—Te dije que brillaría para ti, y si hubiera subido a la cima de la montaña, tu sonrisa habría sido una enorme recompensa.

No le habló a Gretchen sobre la vieja Greta o el gato verde, pero años después, cuando había niñas y niños jugando en la puerta de su casa, Hans solía contarles una historia sobre un gato verde custodiado por un enano que vivía al otro lado de la montaña que había frente a su casa.


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