El dragón de mi padre: Mi padre conoce a un gorila (8/10)

Mi padre tenía mucha hambre, así que se sentó bajo un pequeño árbol de plátano a un lado del sendero y se comió cuatro mandarinas. Quería comerse ocho o diez, pero sólo le quedaban trece y podría pasar mucho tiempo antes de que pudiera conseguir más. Guardó todas las cáscaras y estaba a punto de levantarse cuando oyó las familiares voces de los jabalíes.

—No lo habría creído si no lo hubiera visto con mis propios ojos, pero espera y lo verás tú mismo. Todos los tigres están sentados en círculo mascando chicle como si su vida dependiera de ello. El viejo rinoceronte esta tan ocupado cepillándose el colmillo que ni siquiera mira a su alrededor para ver quién pasa, ¡y todos están tan ocupados que ni siquiera me hablan!

—¡Tonterías! —dijo el otro jabalí, ahora muy cerca de mi padre—. ¡Van a hablar conmigo! Llegaré al fondo de esto, aunque sea lo último que haga.

Las voces pasaron junto a mi padre y tomaron la curva, y él se apresuró a seguir porque sabía cuánto más se enfadarían los jabalíes cuando vieran la melena del león atada con cintas de pelo.

Al poco rato mi padre llegó a un cruce de caminos y se detuvo a leer las señales. Al frente, una flecha señalaba el principio del río; a la izquierda, las rocas oceánicas; y a la derecha, el trasbordador del dragón. Mi padre estaba leyendo todas esas señales cuando oyó pasos y se agachó detrás del poste indicador. Una hermosa leona pasó desfilando y giró hacia los claros. Aunque podría haber visto a mi padre si se tomaba la molestia de echar un vistazo al poste, estaba demasiado ocupada en parecer digna como para ver algo más que la punta de su nariz. Era la madre de los leones, por supuesto, y eso, pensó mi padre, significaba que el dragón estaba a este lado del río. Se apresuró a seguir, pero estaba más lejos de lo que pensaba. Finalmente llegó a la orilla del río al atardecer y miró a su alrededor, pero no había ningún dragón a la vista. Debía haber vuelto a la otra orilla.

Mi padre se sentó bajo una palmera e intentaba tener una buena idea cuando algo grande, negro y peludo saltó del árbol y aterrizó con un gran estruendo a sus pies.

—¿Y bien? —dijo una voz enorme.

—¿Y bien qué? —dijo mi padre, lo cual lamentó mucho cuando levantó la vista y descubrió que estaba hablando con un gorila enorme y feroz.

—Bueno, explícate —dijo el gorila—. Te doy hasta diez para que me digas cómo te llamas, a qué te dedicas, tu edad y qué hay en esa mochila —y comenzó a contar hasta diez lo más rápido que pudo.

Mi padre ni siquiera tuvo tiempo de decir “Elmer Elevator, explorador” antes de que el gorila interrumpiera.

—¡Demasiado lento! Te retorceré los brazos como le retuerzo las alas a ese dragón, y luego veremos si no puedes apresurarte un poco más.

Agarró los brazos de mi padre, uno en cada puño, y estaba a punto de retorcerlos cuando de repente los soltó y empezó a rascarse el pecho con ambas manos.

—¡Malditas pulgas! —se enfureció—. No te darán ni un momento de paz, y lo peor es que ni siquiera puedes verlas bien. ¡Rosa! ¡Rocío! ¡Raquel! ¡Ruth! ¡Rubí! ¡Roberta! Vengan aquí y desháganse de esta pulga en mi pecho. ¡Me está volviendo loco!

Seis monitos bajaron de la palmera, corrieron hacia el gorila y comenzaron a peinarle el pelo del pecho. 

—Bueno —dijo el gorila— ¡aún está ahí!

—Estamos buscando, estamos buscando —dijeron los seis monitos—, pero son muy difíciles de ver.

—Lo sé —dijo el gorila—, pero apresúrense. Tengo trabajo que hacer —y le guiñó un ojo a mi padre.

—Oh, gorila —dijo mi padre—, en mi mochila tengo seis lupas. Serían ideales para cazar pulgas. 

Mi padre las desempacó y le dio una a Rosa, una a Rocío, una a Raquel, una a Ruth, una a Rubí y una a Roberta.

—¡Vaya, son milagrosas! —dijeron los seis monitos—. Ahora es fácil ver las pulgas, sólo que hay cientos de ellas —y siguieron cazándolas frenéticamente.

Un momento después aparecieron muchos más monos de un grupo de manglares cercanos y comenzaron a amontonarse para ver las pulgas a través de las lupas. Rodeaban por completo al gorila, y no podía ver a mi padre ni se acordaba de retorcerle los brazos.


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