Alicia en el país de las maravillas: una oruga le dice a Alicia lo que tiene que hacer (5/12)

La oruga miró a Alicia, y ella la miró fijamente, pero no habló. Por fin, se sacó la pipa de la boca y dijo:

—¿Quién eres?

—No estoy segura, señor, de quién soy ahora; sé quién era cuando salí de casa, pero creo haber cambiado dos o tres veces desde entonces —dijo Alicia.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó la oruga.

—Me temo que no puedo decírtelo, porque estoy segura de que ni yo misma lo sé; pero cambiar tantas veces en un solo día, hace que a uno se le nuble la cabeza.

—No —dijo la oruga.

—Bueno, quizás aún no lo has experimentado —dijo Alicia—, pero cuando tengas que cambiar (algún día lo harás, lo sabes), creo que te sentirás extraña, ¿no?

—Ni un poco —dijo la oruga.

—Bueno, puede que tú no sientas lo mismo que yo —dijo Alicia—; lo único que sé es que me resulta extraño cambiar tanto.

—¡Tu! —dijo la oruga elevando la nariz en el aire—, ¿quién eres tú?

Lo que los llevó de nuevo al punto de partida. Alicia no estaba contenta con esto, así que dijo con un tono tan severo como pudo:

—Creo que primero deberías decirme tú quién eres.

—¿Por qué? —dijo la oruga.

Como a Alicia no se le ocurría qué responder a esto, y como no parecía querer hablar, se dio la vuelta.

—¡Vuelve! —dijo la oruga— ¡Tengo algo que decirte!

Alicia se dio vuelta y regresó.

—Mantén la calma —dijo la oruga.

—¿Eso es todo? —preguntó Alicia, mientras ocultaba su rabia lo mejor que podía.

—No —dijo la oruga.

Alicia esperó lo que pareció un largo tiempo, mientras la oruga fumaba sentada sin hablar. Por fin, se quitó la pipa de la boca y dijo:

—Así que crees que has cambiado, ¿verdad?

—Me temo que sí, señor —dijo Alicia—, ya no sé todas las cosas como antes; y no tengo el mismo tamaño más que un ratito cada vez.

—¿Qué cosas son las que no sabes?

—Bueno, he intentado decir las cosas que sabía en la escuela, pero todas las palabras me salían mal.

—Déjame oír un poema —dijo la oruga.

Alicia cruzó las manos y empezó.

—No está bien dicho —dijo la oruga.

—Me temo que no —dijo Alicia—, algunas palabras están cambiadas.

—Está mal de principio a fin —dijo la oruga; luego no habló durante un tiempo. Por fin dijo:—¿de qué tamaño quieres ser?

—Oh, no me importa mucho el tamaño, pero a uno no le gusta cambiar tanto, ya sabes.

—No lo sé —dijo.

Alicia estaba demasiado enfadada para hablar, porque nunca en toda su vida le habían hablado de aquella manera tan ruda.

—¿Te gusta tu tamaño ahora? —preguntó la oruga.

—Bueno, no soy tan alta como me gustaría —dijo Alicia—; 10 centímetros es bastante pequeño.

—¡Pero es una gran altura! —dijo la oruga, y se irguió mientras hablaba; medía 10 centímetros de altura.

—Pero no estoy acostumbrada —suplicó la pobre Alicia. Y pensó ‘Me gustaría que los animales no se enfadaran tanto conmigo’.

—Con el tiempo te acostumbrarás —dijo la oruga; se llevó la pipa a la boca y Alicia esperó a que la oruga decidiera hablar. Finalmente se sacó la pipa de la boca, bostezó una o dos veces, bajó de su percha y se arrastró por el césped. A medida que avanzaba, decía:

—Un lado te hará alta y el otro lado te hará pequeña.

“¿Un lado de qué?”, pensó Alicia.

—De la seta —dijo la oruga, como si la hubiera oído hablar; pronto se perdió de vista.

Alicia se quedó mirando la seta un largo rato e intentó distinguir sus dos lados; como era redonda, le resultó difícil. Al final estiró los brazos todo lo que pudo y rompió un trozo del borde con cada mano.

—Y ahora, ¿cuál es cuál? —se dijo, y comió un pedacito del trozo de la rececha, para probar. Al momento siguiente sintió que la barbilla le tocaba el pie con fuerza.

Estaba muy asustada por este cambio tan rápido, pero pensó que no había tiempo que perder, pues se estaba encogiendo muy deprisa; entonces puso manos a la obra de inmediato para comer un poco del trozo de la izquierda.

—¡Bien, por fin tengo la cabeza libre! —dijo Alicia con gran alegría, que se transformó en temor cuando descubrió que su cintura y sus manos no aparecían por ninguna parte. Todo lo que pudo ver cuando miró hacia abajo, fue una gran longitud de cuello, que parecía surgir como el tallo de un mar de hojas verdes que se extendía muy por debajo de ella.

—¿Qué puede ser toda esa cosa verde? —dijo Alicia—. Y ¿dónde está mi cintura? Y mis pobres manos, ¿cómo es que no puedo verlas? —Las movía mientras hablaba; las hojas verdes temblaban como para hacerle saber que sus manos estaban allí, pero no podía verlas.

Como parecía no haber posibilidad de llevarse las manos a la cabeza, intentó bajar la cabeza hacia ellas y se alegró al comprobar que su cuello se doblaba como una serpiente. Justo cuando lo había curvado hacia abajo y pretendía zambullirse en el mar de verde, que según ella eran las copas de los árboles, un agudo silbido le hizo retroceder precipitadamente. Un gran pájaro había volado hacia su cara y la había golpeado con sus alas.

—¡Serpiente, serpiente! —gritó el pájaro.

—No soy una serpiente —dijo Alicia—. ¡Déjame en paz!

—¡Serpiente, serpiente! —gritó el pájaro, y luego añadió con una especie de sollozo—. Lo he intentado de todas las maneras, pero no puedo satisfacerlos.

—No sé a qué te refieres —dijo Alicia.

El pájaro pareció no oírla, pero continuó:

—He intentado con las raíces de los árboles, con los bancos y con un cerco; ¡pero esas serpientes! No hay manera de satisfacerlas. Como si no fuera un trabajo duro incubar los huevos, ¡tengo que vigilar las serpientes noche y día! No he pegado un ojo en estas tres semanas.

—Es una lástima que estés tan desanimada —dijo Alicia, que empezó a comprender lo que quería decir.

—Y justo cuando había construido mi nido en este árbol —prosiguió el pájaro, levantando su voz hasta el chillido—, y justo cuando pensaba que por fin me libraría de ellas… ¡Uf, serpiente!

—Pero no soy una serpiente —dijo Alicia—. Soy una… soy una…

—¡Vaya! ¿Qué eres? —dijo el pájaro—. Ya veo que no me dirás la verdad.

—Soy una niña —dijo Alicia, aunque no estaba segura de lo que era al pensar en todos los cambios que había sufrido aquel día.

—He visto niñas en mis tiempos, ¡pero ninguna con un cuello como ese! —dijo el pájaro—No, no, tú eres una serpiente; y es inútil que digas lo contrario. Supongo que ahora dirás que no comes huevos.

—Claro que como huevos —dijo Alicia—, pero las niñas comen huevos tanto como las serpientes, ya sabes.

—No lo sé —dijo el pájaro—, pero si lo hacen, es porque entonces son una especie de serpiente, es todo lo que puedo decir. 

Esto era algo tan nuevo para Alicia que al principio no habló, lo que dio al pájaro la oportunidad de agregar:

—Ahora quieres huevos, lo sé muy bien.

—Pero no quiero huevos, y si los quisiera, no quiero los tuyos. No me gustan crudos.

—¡Pues vete! —dijo el pájaro mientras se sentaba en su nido.

Alicia se agachó entre los árboles lo mejor que pudo, pues el cuello le daba vuelta entre las ramas, y de vez en cuando tenía que detenerse para quitárselas. Por fin, pensó en la seta que tenía en las manos, y se puso manos a la obra con sumo cuidado para dar un pequeño mordisco de la mano derecha, luego de la izquierda, hasta que por fin logró reducirse al tamaño correcto.

Hacía tanto tiempo que no estaba a esa altura, que al principio se sintió extraña, pero pronto se acostumbró.

—¡Bien, ya está la mitad de mi plan cumplido! —dijo—. ¡Que extrañas son todas estas cosas! A una hora no estoy segura de lo que seré en la siguiente. Estoy contenta de volver a tener mi tamaño correcto. Lo siguiente es entrar en ese jardín; me gustaría saber cómo hacer eso.

Mientras decía esto, vio una pequeña casa frente a ella, de no más de cuatro pies de altura.

—¿Quién vive allí? —pensó Alicia—. No servirá de nada irles encima con este tamaño; ¡porque seguramente los asustaré!

Entonces comió un trozo de la mano derecha otra vez, y no se atrevió a acercarse a la casa hasta que hubo bajado a veinte centímetros de altura.


Downloads