El gusano de la frambuesa

—¡Ew! —gritó Lisa.

—¡Puaj! —gritó Aina.

—¿Qué? —gritó la hermana mayor.

—¡Un gusano! —gritó Lisa.

—¡En la frambuesa! —gritó Aina.

—¡Mátala! —dijo Otto.

—¡Cuánto alboroto por un pobre gusanito! —dijo la hermana mayor con desprecio.

—Si, habíamos limpiado las frambuesas con mucho cuidado —dijo Lisa.

—Salió de una frambuesa enorme —añadió Aina.

—Supongamos que alguien se hubiera comido la frambuesa —dijo Lisa.

—Entonces también se habría comido el gusano —dijo Aina.

—Bueno, ¿qué daño hace? —preguntó Otto.

—¡Comer un gusano! —gritó Lisa.

—Y matarlo de un bocado —murmuró Aina.

—Sólo piénsenlo —dijo Otto riendo.

—Ahora se está arrastrando por la mesa —gritó Aina otra vez.

—Sóplalo —dijo la hermana mayor.

—Dale un pisotón —rió Otto.

Pero Lisa tomó una hoja de frambuesa, levantó al gusano con cuidado sobre ella y lo sacó al patio. Entonces Aina se dio cuenta de que un gorrión sentado en la cerca estaba a punto de abalanzarse sobre el pobre gusanito, así que tomó la hoja, la llevó al bosque y la escondió bajo un arbusto de frambuesas, donde el codicioso gorrión no pudiera encontrarlo. Sí, ¿y qué más hay que contar sobre un gusano de frambuesa? ¿Quién daría nada por una cosita tan miserable? ¡Si, pero a quién no le gustaría vivir en un hogar tan bonito como el suyo! Una casita de color rojo oscuro, fresca y perfumada, lejos, en el bosque tranquilo entre flores y hojas verdes.

Era la hora de cenar, así que todos cenaron frambuesas con crema. 

—Ten cuidado con el azúcar, Otto —dijo la hermana mayor; pero el plato de Otto era como un montón de nieve en invierno, con tan sólo un poquito de rojo bajo la nieve.

Poco después de cenar, la hermana mayor dijo:

—Ya nos hemos comido todas las frambuesas y no nos queda ninguna para hacer conservas para el invierno; sería estupendo si pudiéramos conseguir dos canastas llenas de bayas, así podríamos limpiarlas esta noche y mañana podríamos cocinarlas en la gran olla de conservas, ¡y entonces tendríamos mermelada de frambuesa para comer con el pan!

—Ven, vamos al bosque a recoger —dijo Lisa.

—Si, vamos —dijo Aina—. Tú coge la canasta amarilla y yo tomaré la verde.

—No se pierdan, y vuelvan sanos y salvos por la noche —dijo la hermana mayor.

—Saludos al gusano de la frambuesa —se burló Otto—. La próxima vez que me lo encuentre le haré el honor de comérmelo.

Entonces Aina y Lisa salieron hacia el bosque. ¡Ah, qué bonito era allí, qué hermoso! A veces resultaba cansador trepar por los árboles caídos, quedar atrapado en las ramas, y luchar contra los enebros y los mosquitos, pero, ¿qué importaba eso? Las niñas treparon bien con sus vestidos cortos, y pronto se adentraron en el bosque.

Había muchos arándanos y bayas de sauco, pero no frambuesas. Siguieron deambulando y por fin llegaron; ¡no, no puede ser cierto! Llegaron a un gran bosque de frambuesas. El bosque se había incendiado una vez, y ahora habían crecido arbustos de frambuesas, y había arbustos de frambuesas hasta donde alcanzaba la vista. Todos los arbustos estaban repletos de las más grandes frambuesas maduras de color rojo oscuro, ¡una abundancia de frambuesas como nunca antes habían encontrado los dos pequeños recolectores de bayas!

Lisa y Aina recogían. Lisa y Aina comían, y en poco tiempo sus canastas estaban llenas.

—Ahora nos vamos a casa —dijo Aina.

—No, recojamos algunas más —dijo Lisa.

Entonces pusieron las canastas en el suelo y empezaron a llenar sus vestidos, que no tardaron en llenarse también.

—Ahora debemos ir a casa —dijo Lisa. 

—Si, debemos volver a casa —dijo Aina.

Ambas cogieron una canasta con una mano, se levantaron el delantal con la otra y dieron la vuelta para irse a casa. Pero era más fácil decirlo que hacerlo. Nunca se habían adentrado tanto en el bosque, no encontraban ningún camino ni sendero, y pronto las niñas se dieron cuenta que estaban perdidas.

Lo peor de todo era que las sombras de los árboles se alargaban con la luz del atardecer, los pájaros empezaban a volar a casa y el día llegaba a su fin. Por fin, el sol se ocultó tras las copas de los pinos, y el gran bosque quedó frío y oscuro.

Las niñas se inquietaron, pero siguieron adelante con paso firme, esperando que el bosque terminara pronto y vieran salir humo de las chimeneas de su casa.

Después de andar por un largo rato, empezó a oscurecer. Por fin llegaron a una gran llanura cubierta de arbustos, y cuando miraron a su alrededor, vieron, tanto como pudieron en la oscuridad, que estaban entre los mismos hermosos arbustos de frambuesas en los que habían llenado sus cestas y delantales. Entonces se sintieron tan cansadas que se sentaron sobre una piedra y se echaron a llorar.

—Tengo mucha hambre —dijo Lisa.

—Si —dijo Aina—, si tan solo tuviéramos dos buenos bocadillos de carne ahora.

Al decir esto, sintió algo en su mano, y cuando miró vio un gran bocadillo de pan y pollo, y al mismo tiempo Lisa dijo:

—¡Qué raro! Tengo un bocadillo en la mano.

—Y yo también —dijo Aina—. ¿Te atreverás a comerlo?

—Claro que sí —dijo Lisa—. ¡Ah, si ahora tuviéramos un buen vaso de leche!

Al decir esto sintió un gran vaso de leche entre sus dedos, y al mismo tiempo Aina gritó:

—¡Lisa, Lisa! ¡Tengo un vaso de leche en la mano! ¿No es raro?

Sin embargo, las niñas tenían mucha hambre, así que comieron y bebieron con buen apetito. Cuando terminaron, Aina bostezó, estiró sus brazos y dijo:

—Oh, si ahora tuviéramos una cómoda y suave cama para dormir.

Apenas hubo hablado sintió una cama mullida y agradable a su lado, y junto a Lisa había otra. Esto les pareció a las niñas cada vez más maravilloso, pero cansadas y somnolientas como estaban, no pensaron más en ello, sino que se metieron en sus camitas, se echaron los cobertores encima de sus cabezas y no tardaron en dormirse.

Cuando despertaron, el sol estaba alto en el cielo, el bosque estaba hermoso en la mañana de verano, y los pájaros volaban por las ramas y las copas de los árboles

Al principio las niñas se llenaron de asombro al ver que habían dormido en el bosque, entre los arbustos de frambuesas. Se miraron y miraron sus camas, que eran de lino fino cubiertas de hojas y musgo. Por fin Lisa dijo:

—¿Estás despierta, Aina?

—Si —dijo Aina.

—Pero yo sigo soñando —dijo Lisa.

—No —dijo Aina—, pero seguro que hay alguna hada buena viviendo entre estos arbustos de frambuesas. ¡Ah, si ahora tuviéramos una taza de café caliente y un buen trozo de pan blanco para mojarlo!

Apenas había terminado de hablar cuando vio al lado de su cama una bandejita de plata con una cafetera dorada, dos tazas de porcelana, una azucarera de cristal fino, pinzas de plata para el azúcar y un buen pan blanco recién hecho. Las niñas sirvieron el hermoso café, le pusieron crema y azúcar y lo probaron; nunca en su vida habían bebido un café tan delicioso.

—Ahora me gustaría mucho saber quién nos ha dado todo esto —dijo Lisa agradecida.

—Yo lo he hecho, mis niñitas —dijo una voz entre los arbustos.

Las niñas miraron asombradas a su alrededor y vieron un salir de entre los arbustos un ancianito de aspecto amable, con una bata blanca y un gorro rojo, que cojeaba del pie izquierdo; ni Lisa ni Aina pudieron pronunciar una palabra, pues estaban completamente sorprendidas.

—No tengan miedo, pequeñas —dijo, sonriéndoles amablemente; no podía reír bien porque tenía la boca torcida—. ¡Bienvenidas a mi reino! ¿Han dormido, comido y bebido bien? —les preguntó.

—Si, claro que sí —dijeron ambas—, pero dinos… —y querían preguntar quién era el anciano, pero temían hacerlo.

—Les diré quién soy —dijo el anciano—; soy el rey de los frambuesos, que reina sobre todo este reino de frambuesos, y he vivido aquí durante más de mil años. Pero el gran espíritu que gobierna los bosques, el mar y el cielo, no quiso que me enorgulleciera de mi poder real y de mi larga vida. Por eso decretó que un día cada cien años me convirtiera en un pequeño gusano de la frambuesa, y viviera en esa forma débil e indefensa desde el amanecer hasta la puesta del sol. Durante ese tiempo mi vida depende de la vida del gusanito, de modo que un pájaro puede comerme, un niño puede recogerme con las bayas y pisotear mis mil años de vida. Ahora bien, ayer fue justo el día de mi transformación, y fui recogido con la frambuesa y habría muerto pisoteado si ustedes no me hubieran salvado la vida. Hasta la puesta del sol yací indefenso en la hierba, y cuando fui barrido de tu mesa me torcí un pie, y mi boca se torció de terror; pero cuando llegó la noche y pude volver a tomar mi forma, las busqué para darles las gracias y recompensarlas. Luego las encontré en mi reino, y traté de conocerlas lo mejor que pude sin asustarlas. Ahora enviaré un pájaro de mi bosque para que les muestre el camino de vuelta a casa. Adiós, pequeñas, gracias por su buen corazón; el rey de las frambuesas puede demostrar que no es desagradecido.

Las niñas estrecharon la mano del anciano y le dieron las gracias, muy contentas de haber salvado al gusanito de la frambuesa. Ya se estaban yendo cuando el anciano se volvió, sonrió maliciosamente con su boca torcida y dijo:

—Saluden a Otto de mi parte, y díganle que cuando lo vuelva a ver le haré el honor de comérmelo.

—Oh, por favor, no lo hagas —gritaron las niñas, muy asustadas.

—Bueno, por ustedes lo perdonaré —dijo el anciano—, no soy vengativo. Saluden a Otto y díganle que puede esperar un regalo de mi parte. Adiós.

Las dos niñas, con el corazón ligero, cogieron las bayas y corrieron a través del bosque siguiendo al pájaro; pronto empezó a clarear en el bosque y se preguntaron cómo habían podido perderse ayer, pues ahora les parecía tan fácil y sencillo.

Es de imaginar la alegría que sintieron cuando llegaron a casa. Todos habían estado buscándolas, y la hermana mayor no había podido dormir, pues pensaba que los lobos se las habían comido.

Otto salió a su encuentro; tenía una canasta en su mano y dijo:

—Miren, aquí tienen algo que un anciano acaba de dejar para ustedes.

Cuando las niñas miraron dentro de la canasta, vieron un par de hermosas pulseras con piedras preciosas de color rojo oscuro, hechas en forma de frambuesa madura y con una inscripción que decía “Para Lisa y Aina”; junto a ellas había un prendedor de diamantes en forma de gusano de frambuesa en el que estaba inscrito “Otto, nunca destruyas a los indefensos”.

Otto se sintió avergonzado, comprendía perfectamente lo que significaba, pero pensó que la venganza del anciano era noble.

El rey de los frambuesos no había olvidado a la hermana mayor, pues cuando entró a poner la mesa para la cena, encontró once grandes canastas llenas de bellísimas frambuesas, y nadie sabía cómo habían llegado allí, pero todos lo adivinaron.

Y así se hizo una mermelada como nunca se había visto antes, y si quieres ir y ayudar en eso, quizás consigas un poco, porque seguramente deben estar haciendo mermelada hasta el día de hoy.


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