Alicia en el país de las maravillas: Una falsa tortuga (9/12)

—¡No te imaginas cuánto me alegro de volver a verte aquí, querida! —dijo la duquesa mientras tomaba el brazo de Alicia, y se marcharon caminando una junto a la otra. Alicia estaba contenta de verla de tan buen humor, y pensó que la duquesa no sería tan mala como parecía cuando se conocieron.

Entonces Alicia se sumergió en una larga reflexión sobre lo que haría si fuera duquesa. Perdió de vista a la duquesa, que estaba a su lado, y se sobresaltó al oír su voz cerca de su oído.

—Tienes algo en la cabeza, querida, y eso hace que te olvides de hablar. No puedo decirte ahora cuál es la moraleja, pero pensaré en ello dentro de un rato.

—¿Estás segura que tiene una? —preguntó Alicia.

—¡Tut, tut, niña! —dijo la duquesa—; todas las cosas tienen una moraleja si puedes encontrarla —y, mientras hablaba, se acercó a Alicia. A Alicia no le gustaba mucho que la duquesa se mantuviera tan cerca, pero no le gustaba ser grosera, así que lo soportó lo mejor que pudo.

—El juego no es tan malo ahora —dijo Alicia, pensando que debía llenar el tiempo hablando de algo.

—Así es —dijo la duquesa—, y la moraleja es “Oh, es el amor, es el amor lo que hace girar al mundo”. 

—Alguien dijo que cada uno se ocupa de lo suyo —dijo Alicia.

—¡Ah, bueno! Significa más o menos lo mismo —dijo la duquesa; luego agregó—, y la moraleja de eso es “Cuida el sentido y los sonidos se cuidarán solos”.

—Cómo le gusta encontrar moralejas en las cosas —dijo Alicia.

—¿Por qué no hablas más y no piensas tanto? —preguntó la duquesa.

—Tengo derecho a pensar —dijo Alicia en tono cortante, pues estaba cansada y fastidiada.

—Tanto derecho —dijo la duquesa—, como los cerdos a volar; y la mor… — Pero aquí la voz de la duquesa se apagó en medio de su palabra favorita, moral, y Alicia sintió que el brazo que estaba enlazado al suyo temblaba como de miedo. Alicia levantó la vista y allí estaba la reina, frente a ellas, con los brazos cruzados y el ceño fruncido.

—¡Buen día, su majestad! —comenzó la duquesa con voz débil.

—Ahora, te advierto a tiempo —gritó la reina, dando un pisotón al suelo mientras hablaba —, ¡o tú o tu cabeza deben ser cortadas, y eso en un abrir y cerrar de ojos! ¡Elige!

La duquesa tomó su decisión y desapareció en un momento.

—Sigamos con el juego —le dijo la reina a Alicia; y Alicia estaba demasiado asustada para hablar, pero fue con ella de vuelta al campo de croquet.

Todos los invitados se habían sentado en la sombra para descansar mientras la reina estaba fuera, pero en cuanto la vieron se apresuraron en volver al juego, mientras la reina decía que, si no estaban en sus sitios de inmediato, les costaría la vida. Durante todo el tiempo que duró el juego, la reina siguió gritando:

—¡Que le corten la cabeza a él! O ¡Que le corten la cabeza a ella! —de modo que al cabo de media hora ya no quedaba nadie en los campos más que el rey, la reina y Alicia.

Entonces la reina lo dejó, casi sin aliento, y dijo a Alicia:

—¿Ya has visto al falso tortugo?

—No —dijo Alicia—, no sé qué es un falso tortugo.

—Es una cosa con la que se hace sopa de falso tortugo —dijo la reina.

—Nunca he visto ni oído hablar de uno —dijo Alicia.

—Vamos pues, y él te contará su historia —dijo la reina.

Mientras se alejaban caminando, Alicia oyó que el rey, en voz baja, decía a todos los que habían sido condenados a muerte por la reina:

—Son libres, pueden irse.

—Bueno, eso está muy bien —pensó Alicia, pues se sentía muy triste porque a todos aquellos hombres les cortarían la cabeza.

Pronto llegaron donde un grifo dormía profundamente al sol (si no sabes cómo es, mira el dibujo). 

—¡Levántate, torpe! —dijo la reina—, y llévate a esta jovencita a ver al falso tortugo. Yo debo volver ahora.

Y la reina se alejó, dejando a Alicia con el grifo. A Alicia no le agradó en absoluto su aspecto, pero pensó que estaría tan segura con él que como con la reina; así que esperó.

El grifo se incorporó y se frotó los ojos; luego observó a la reina hasta que se perdió de vista; entonces se echó a reír.

—¡Qué divertido! —dijo, mitad para sí mismo, mitad para Alicia.

—¿Qué es lo divertido? —preguntó.

—Vaya, ella —dijo—. Es todo un capricho de ella; nunca cortan esas cabezas. Vamos.

Pronto vieron al falso tortugo sentado triste y solitario en la saliente de una roca, y cuando se acercaron, Alicia pudo oírlo suspirar, como si su corazón se fuera a romper.

—¿Por qué está tan triste? —preguntó Alicia.

—Es todo un capricho suyo —dijo el grifo—; no tiene ninguna pena, ¿sabes? ¡Vamos!

Entonces se acercaron al falso tortugo, que los miró con los ojos enormes llenos de lágrimas, pero no habló.

—Esta jovencita —dijo el grifo—, quiere saber sobre tu vida pasada.

—Yo se lo contaré —dijo el falso tortugo en tono profundo y triste—. Siéntense los dos y no digan una palabra hasta que termine.

Entonces se sentaron y nadie habló por un rato.

—Una vez —dijo por fin el falso tortugo con un profundo suspiro—, fui una tortuga de verdad. Cuando éramos jóvenes fuimos a la escuela en el mar. Nos enseñaba una vieja tortuga de tierra, a la que llamábamos Tortuga de mar.

—¿Por qué la llamaban Tortuga de mar, si no lo era? —preguntó Alicia.

—Nos enseñó, por eso —dijo el falso tortugo— ¡eres bastante tonta si no sabes eso!

—Qué vergüenza que preguntes una cosa tan simple —agregó el grifo; entonces ambos se sentaron y miraron a la pobre Alicia, que sentía como si fuera a hundirse en la tierra.

Por fin, el grifo dijo al falso tortugo:

—¡Vamos, viejo amigo! No te entretengas todo el día —y el falso tortugo continuó:

—Si, fuimos a la escuela en el mar, aunque no creas que es verdad…

—¡Yo no he dicho que no! —dijo Alicia.

—Lo has dicho —dijo el falso tortugo.

—Cállate —agregó el grifo.

La tortuga continuó:

—Nos enseñaron bien; de hecho, íbamos a la escuela todos los días.

—Yo también fui a una escuela de día —dijo Alicia—; no deberías estar tan orgulloso de eso.

—¿Te enseñaron a lavar? —preguntó el falso tortugo. 

—Por supuesto que no —respondió Alicia.

—¡Ah! Entonces la tuya no era una buena escuela —dijo el falso tortugo—. En la nuestra ponían al final de la factura: “francés, música y lavado – extra”.

—En el mar no se necesitaba mucho eso —dijo Alicia.

—Yo no lo aprendí —dijo el falso tortugo con un suspiro—. Sólo hice el primer curso.

—¿Cuál era? —preguntó Alicia.

—Arrastrarse y retorcerse, por supuesto, al principio —dijo el falso tortugo—. Una vieja anguila solía venir una vez a la semana. Nos enseñó a arrastrarnos, a estirarnos y a retorcernos en espirales.

—¿Cómo era eso? —preguntó Alicia.

—Bueno, no puedo mostrarte yo mismo —dijo—, estoy demasiado tieso. Y el grifo no lo aprendió.

—¿Cuántas horas al día hacías clases? —preguntó Alicia.

—Diez horas el primer día —dijo el falso tortugo—, nueve al siguiente, y así sucesivamente.

—¡Que plan tan extraño! —dijo Alicia.

—Por eso se llaman lecciones —dijo el grifo—, disminuyen de día en día.

Esto era algo tan nuevo para Alicia que se quedó sentada un buen rato sin hablar. 

—Entonces habrá un día en el que no tendrás escuela —dijo.

—Claro que sí —dijo la falsa tortuga.

—¿Qué hiciste entonces? —preguntó Alicia.

—Estoy cansado de esto —dijo el grifo—. Ahora cuéntale los juegos que solíamos jugar.


Downloads