Alicia en el país de las maravillas: Una carrera (3/12)

Tenían un aspecto gracioso cuando se sentaban en la orilla: las alas y las colas de los pájaros caían a la tierra; el pelaje de las bestias se pegaba a ellos, y estaban todos tan mojados y enfadados como era posible. El primer pensamiento, por supuesto, fue cómo secarse. Tuvieron una larga charla sobre esto, y Alicia participó como si los conociera de toda la vida. Pero era difícil saber qué era lo mejor.

—Lo que quiero decir —habló por fin el Dodo—, es que lo mejor para secarnos sería una carrera.

—¿Qué tipo de carrera? —preguntó Alicia; no es que tuviera muchas ganas de saberlo, pero el Dodo había hecho una pausa como si pensara que alguien debía hablar y nadie más fuera a decir una palabra.

—Pues —dijo el Dodo—, la mejor manera de dejarlo claro es hacerlo. (Y como tal vez quieras probar la cosa algún día frío, te diré cómo lo hizo el Dodo).

Primero trazó un circuito en una especie de anillo (no importaba mucho la forma), y luego se colocó todo el mundo en el circuito, aquí y allá. No había “uno, dos, tres y allá vamos”, sino que corrían y dejaban de correr cuando querían, de modo que nadie podía saber cuándo terminaba la carrera. Cuando llevaban corriendo más o menos media hora y estaban todos secos, el Dodo gritó:

—¡La carrera ha finalizado! —y todos se agolparon a su alrededor y preguntaron:

—Pero, ¿quién ganó?

Al principio, el Dodo no podía decirlo, pero permaneció sentado por mucho tiempo con una garra apretada contra su cabeza, mientras el resto esperaba, pero sin hablar. Finalmente, el Dodo dijo:

—Todos han ganado y cada uno debe tener un premio.

—Pero, ¿quién nos los va a dar? —preguntaron todos a la vez.

—Ella, por supuesto —dijo el Dodo señalando a Alicia con una larga garra; y todo el grupo se agolpó a su alrededor al grito de “¡Un premio, un premio!”.

Alicia no sabía qué hacer, pero sacó de su bolsillo una caja de pastelitos (por una extraña buena suerte, no se habían mojado mientras estaba en la piscina) y los repartió como premio. Había uno por cabeza.

—Pero ella debe tener un premio —dijo el ratón.

—Por supuesto —dijo el Dodo—. ¿Qué más tienes? —continuó, mientras se volvía hacia Alicia.

—Un dedal —dijo Alicia, bastante triste.

—Dámelo —dijo el Dodo.

Entonces todos se agolparon de nuevo a su alrededor, mientras el Dodo devolvía el dedal a Alicia y decía:

—Te rogamos que aceptes este magnífico dedal. 

Y cuando hubo pronunciado este breve discurso, todos aplaudieron.

Alicia pensó que todo aquello era una tontería, pero todos se veían tan serios que no se atrevió a reírse, y como no se le ocurría qué decir, se inclinó y tomó el dedal, mientras miraba con la mayor seriedad posible. Lo siguiente fue comer los pasteles; esto causó algún ruido, pues los pájaros grandes decían que no podían saborear los suyos, y los pequeños se atragantaban y había que darles palmaditas en la espalda. Por fin se acabaron, se sentaron en ronda y pidieron al ratón que les contara un cuento. 

—Dijiste que nos contarías por qué odias a los gatos y perros, o alguna historia —dijo Alicia.

—La mía es larga y triste —dijo el ratón, volviéndose a Alicia con un suspiro.

—Si te refieres a tu cola, es larga sin duda —dijo Alicia, mirando la cola del ratón—; pero, ¿por qué la llamas triste?

—No te lo diré —dijo el ratón, levantándose y marchándose.

—Por favor, regresa y cuéntanos tu historia —dijo Alicia; y todo se unieron a ella:

—¡Si, por favor! —pero el ratón sacudió la cabeza y siguió caminando hasta perderse de vista.

—Me gustaría tener aquí a nuestra Dina —dijo Alicia—. Ella lo recuperaría pronto.

—¿Y quién es Dina, si puedo atreverme a preguntar tal cosa? —dijo uno de los pájaros.

Alicia se alegró de hablar de su mascota.

—Dina es nuestra gata; y es una gran cazadora de ratones, ni se imaginan. Y ¡oh, ojalá pudieran verla perseguir un pájaro! Pues se come un pájaro en cuanto lo mira.

Este discurso causó un gran revuelo en el grupo. Algunos pájaros salieron volando; un viejo arrendajo se envolvió con cuidado y dijo:

 —Debo irme a casa; el aire de la noche no me sienta bien a la garganta. 

Y un ruiseñor gritó a su cría:

—¡Vengan, queridos! Ya es hora de que vayan todos a la cama.

De pronto todos se marcharon y Alicia se quedó sola.

—Ojalá no les hubiera hablado de Dina —se dijo—. A nadie parece agradarle aquí abajo, y yo sé que es la mejor gata del mundo. ¡Oh, mi querida Dina! ¿Volveré a verte alguna vez?

Y la pobre Alicia rompió en llanto, pues se sentía muy triste y sola. Al poco tiempo oyó el repiqueteo de unos pies, y miró hacia arriba con la esperanza de que el ratón hubiera cambiado de opinión y volviera para contarle su ‘larga y triste cola’.


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