El viento en los sauces: El bosque salvaje (3/12)

Hacía tiempo que Topo quería conocer al Tejón. Según todos los indicios, parecía ser un personaje importante y, aunque rara vez visible, hacía sentir su invisible influencia en todos los rincones del lugar. Pero cada vez que Topo mencionaba su deseo a Rata de Agua, siempre trataba de disuadirlo. 

—Está bien —decía Rata—, Tejón aparecerá un día u otro (siempre aparece), y te lo presentaré. El mejor de los compañeros. Pero debes tomarlo como es, y además, cuando él quiera.

—¿No puedes invitarlo a cenar aquí o algo? —preguntó Topo.

—No vendría —respondió Rata simplemente—. El Tejón odia la sociedad, las invitaciones, la cena y todo tipo de cosas.

—Bueno, entonces, ¿y si vamos a visitarlo? —sugirió Topo.

—Estoy seguro que no le gustaría nada —dijo Rata, bastante alarmada—. Es muy tímido, seguramente se ofendería. Ni siquiera yo me he atrevido nunca a visitarlo en su propia casa, aunque lo conozco bien. Además, no podemos. Es imposible porque vive en medio del Bosque Salvaje.

—Bueno, suponiendo que lo haga —dijo Topo—. Tú me dijiste que el Bosque Salvaje estaba bien, ¿sabes?

—Lo sé, lo sé, así es —respondió Rata evasivamente—. Pero no creo que vayamos allí ahora. No todavía. Es un largo camino, y él no estaría en casa en esta época del año, de todas maneras, y vendrá aquí algún día, así que ten paciencia.

Topo tuvo que contentarse con eso. Pero Tejón nunca llegaba, y cada día traía sus diversiones; y no fue hasta que el verano hubo terminado, el frío, la escarcha y los caminos pantanosos los mantuvieron encerrados y el río crecido pasaba frente a sus ventanas con una velocidad que se burlaba de cualquier tipo de navegación, que sus pensamientos volvieron a detenerse con mucha persistencia en el solitario Tejón gris, que vivía su propia vida, solo, en su madriguera en medio del Bosque Salvaje.

En invierno Rata dormía mucho, se retiraba temprano y se levantaba tarde. Durante su corto día a veces garabateaba poesía o hacía pequeños trabajos domésticos en casa; y, por supuesto, siempre había animales que se dejaban caer por allí para charlar, y en consecuencia había una buena cantidad de historias contadas y notas comparadas sobre el verano pasado y todos sus hechos.

¡Qué capítulo tan rico había sido, cuando uno echaba la vista atrás! Con ilustraciones tan numerosas y tan bien coloreadas. El desfile de la orilla del río había marchado con paso firme, desplegándose en escenas que se sucedían en majestuosa procesión. La salicaria morada llegó pronto, agitando exuberantes mechones enmarañados a lo largo del borde del espejo desde el que su propio rostro le devolvía la risa. El sauce, tierno y melancólico como una nube rosa del atardecer, no tardó en seguirla. La consuelda, mano a mano la púrpura con la blanca, avanzó sigilosamente para ocupar su lugar en la fila; y por fin, una mañana, la tímida y tardía rosa canina entró delicadamente en escena, y uno supo, como si una música de cuerdas lo hubiera anunciado con majestuosos acordes que conformaban una gavota, que por fin había llegado junio. Aún se esperaba un miembro de la compañía; el niño pastor al que las ninfas cortejarían, el caballero al que las damas esperaban en la ventana, el príncipe que besaría al verano dormido para devolverle la vida y el amor. Pero cuando el dulce de los prados, apuesto y oloroso con su jerga de ámbar, se dirigió graciosamente a su lugar en el grupo, la obra estaba lista para comenzar.

¡Y qué obra había sido! Los animales somnolientos, acurrucados en sus agujeros mientras el viento y la lluvia azotaban a sus puertas, recordaban mañanas todavía entusiastas, una hora antes de la salida del sol, cuando la niebla blanca, todavía sin dispersar, se aferraba a la superficie del agua; luego el salto de la zambullida temprana, el correteo por la orilla y la radiante transformación de la tierra, el aire y el agua, cuando de repente el sol estaba de nuevo con ellos, y el gris era oro y el color nacía y brotaba de la tierra una vez más. Recordaron la lánguida siesta del caluroso mediodía, en lo profundo de la verde maleza, con el sol brillando en pequeños rayos y manchas doradas; los paseos en barca y los baños de la tarde, los paseos por polvorientas callejuelas y a través de amarillos maizales; y la larga y fresca noche al final, cuando tantas amistades se reunían y tantas aventuras se planeaban para el día siguiente. Había mucho de qué hablar en estos cortos días de invierno en el que los animales se reunían alrededor del fuego; sin embargo, Topo tenía mucho tiempo libre, y así una tarde, cuando Rata dormitaba en su sillón frente al fuego y ensayaba rimas que no encajaban, tomó la resolución de salir solo y explorar el Bosque Salvaje, y tal vez entablar amistad con el Señor Tejón.

Era una tarde fría y tranquila, con un cielo duro y acerado, cuando salió del cálido salón al aire libre. El campo yacía desnudo y sin hojas a su alrededor, y pensó que nunca había visto tan lejos y tan íntimamente en el interior de las cosas como aquel día de invierno en que la Naturaleza estaba sumida en su sueño anual y parecía haberse quitado la ropa a patadas. Los bosquecillos, las cañadas, las canteras y todos los lugares ocultos, que habían sido misteriosas minas para la exploración en el frondoso verano, ahora se exponían patéticamente a sí mismos y a sus secretos, y parecían pedirle que pasara por alto su miserable pobreza por un tiempo, hasta que pudieran alborotarse en rica fachada como antes, y engañarlo y atraerlo con los viejos engaños. En cierto modo era lamentable, pero a la vez alentador, incluso estimulante. Se alegraba de que le gustase el campo sin adornos, duro y despojado de sus encantos. Se había quedado con los huesos desnudos, que eran finos, fuertes y sencillos. No quería el cálido trébol ni el juego de las hierbas sembradas; las cortinas de mimbre, las ondulantes cortinas de hayas y olmos parecían estar mejor lejos; y con gran alegría de espíritu avanzó hacia el Bosque Salvaje, que se extendía ante él bajo y amenazador, como un negro arrecife en algún mar meridional en calma.

No había nada que lo alarmara al entrar por primera vez. Las ramas crujían bajo sus pies, los troncos lo hacían tropezar, los hongos en los troncos parecían caricaturas y lo sobresaltaban por su semejanza con algo familiar y lejano; pero todo era divertido y excitante. Lo hizo seguir adelante, y penetró hasta donde la luz era menos intensa, y los árboles se agazapaban cada vez más cerca, y los agujeros les hacían bocas feas a ambos lados.

Todo estaba muy tranquilo. El crepúsculo avanzaba hacia él de forma constante y rápida, acumulándose detrás y delante; y la luz parecía escurrirse como el agua de la inundación.

Entonces empezaron las caras.

La primera vez creyó ver una cara por encima de su hombro, indistintamente; una pequeña cara maligna con forma de cuña que lo miraba desde un agujero. Cuando se giró y la enfrentó, había desaparecido.

Aceleró el paso, diciéndose alegremente que no empezara a imaginarse cosas, o no tendría fin. Pasó otro agujero, y otro, y otro; y entonces… ¡sí!… ¡no!… ¡si! Ciertamente una pequeña cara estrecha, con ojos duros, había aparecido por un instante desde un agujero, y había desaparecido. Dudó, se dio ánimos y siguió adelante. Entonces, de repente, y como si hubiera sido así todo el tiempo, todos los agujeros, lejanos y cercanos —y había cientos de ellos—, parecían tener un rostro, yendo y viniendo rápidamente, todos mirándolo fijo con malicia y odio: todos ojos duros, malvados y agudos.

Si tan sólo pudiera alejarse de los agujeros en los troncos, pensó, no habría más rostros. Salió del sendero y se adentró en los parajes vírgenes del bosque.

Entonces empezaron los silbidos.

Cuando lo oyó por primera vez, era muy débil y chillón, y estaba muy por detrás de él; pero, de algún modo, lo hizo apresurarse a avanzar. Luego, todavía muy débil y estridente, sonó muy por delante de él, y lo hizo dudar y querer retroceder. Mientras se detenía en su indecisión, el sonido estalló a ambos lados, y pareció ser recogido y transmitido a lo largo de todo el bosque hasta su límite más lejano. Evidentemente, quienesquiera que fuesen, estaban despiertos y preparados. Y él… él estaba solo, desarmado y lejos de cualquier ayuda; y la noche se acercaba.

Entonces empezó el repiqueteo.

Al principio pensó que tan sólo eran hojas cayendo, tan leve y delicado era su sonido. Luego, a medida que crecía, adquirió un ritmo regular, y no lo reconoció más que como el pum-pum-pum de unos piececitos que aún estaba muy lejos. ¿Estaba detrás o delante? Parecía primero una cosa, luego otra y después las dos. Crecía y se multiplicaba, hasta que, mientras escuchaba ansiosamente, inclinándose a un lado y a otro, parecía que se acercaban a él. Cuando se detuvo para escuchar, un conejo se acercó corriendo entre los árboles. Esperó a que aflojara el paso o a que cambiara de rumbo. En lugar de eso, el animal casi lo rozó al pasar a toda velocidad, con la cara dura y los ojos fijos.

—¡Fuera de aquí, tonto, fuera! —lo oyó murmurar Topo mientras giraba alrededor de un tronco y desaparecía por una simpática madriguera.

El repiqueteo creció hasta sonar como un repentino granizo sobre la alfombra de hojas secas que se extendía a su alrededor. Todo el bosque parecía estar corriendo ahora; corriendo con fuerza, cazando, persiguiendo, cercando algo o… ¿alguien? En pánico, también empezó a correr, sin rumbo, sin saber hacia dónde. Corrió contra las cosas, cayó sobre las cosas y dentro de las cosas, corrió por debajo de las cosas y esquivó las cosas. Por fin se refugió en el hueco profundo y oscuro de una vieja palmera, que le ofrecía cobijo, escondite y tal vez incluso seguridad, pero ¿quién podría decirlo? En cualquier caso, estaba demasiado cansado para seguir corriendo y sólo pudo acurrucarse entre las hojas secas que habían entrado en el hueco y esperar estar a salvo por un tiempo. Y mientras yacía allí jadeante y tembloroso, y escuchaba los silbidos y los golpeteos afuera, conoció por fin, en toda su plenitud, esa cosa espantosa que otros pequeños habitantes del campo y los arbustos habían encontrado aquí, y conocido como su momento más oscuro, esa cosa de la cual Rata había tratado en vano de protegerlo: ¡el Terror del Bosque Salvaje! 

Mientras tanto, Rata, caliente y cómoda, dormitaba junto al fuego. Su papel de versos a medio terminar se deslizó de su rodilla, su cabeza cayó hacia atrás, si boca se abrió y vagó por las orillas verdes de los ríos de sueños. Entonces resbaló un carbón, el fuego crepitó y lanzó un chorro de llamas, y se despertó sobresaltado. Recordando lo que había estado haciendo, buscó sus versos en el suelo, los repasó durante un minuto, y entonces buscó al Topo a su alrededor para preguntarle si conocía una buena rima para algo.

Pero Topo no estaba allí.

Escuchó durante un rato. La cara parecía muy silenciosa. 

Entonces gritó: “¡Topito!” reiteradas veces y, sin obtener respuesta, se levantó y salió al salón.

La gorra de Topo no estaba en su sitio. Sus chanclos, que siempre estaban junto al paragüero, tampoco estaban.

Rata salió de la casa y examinó cuidadosamente la superficie fangosa del suelo exterior, esperando encontrar las huellas de Topo. Allí estaban, sin duda. Los chanclos eran nuevos, recién comprados para el invierno, y el relieve de sus suelas estaba fresco y afilado. Podía ver sus huellas en el barro, que corrían rectas y decididas, conduciendo directamente al Bosque Salvaje.

Rata parecía muy seria, y se quedó pensativa durante uno o dos minutos. Entonces volvió a entrar a la casa, se puso un cinturón, metió en él un par de pistolas, tomó un robusto garrote que estaba en un rincón del vestíbulo y partió hacia el Bosque Salvaje a paso ligero.

Ya estaba anocheciendo cuando llegó a la primera franja de árboles y se zambulló en el bosque sin vacilar, mirando ansiosamente a ambos lados en busca de alguna señal de su amigo. Aquí y allá asomaban por los agujeros unas caritas malvadas, pero desaparecían inmediatamente al ver al valeroso animal, sus pistolas y el gran garrote que empuñaba; y los silbidos y golpeteos, que había oído claramente en su primera entrada, se apagaron y cesaron, y todo quedó muy quieto. Atravesó con paso firme el bosque hasta su extremo más alejado; luego, abandonando todo camino, se dispuso a atravesarlo, trabajando laboriosamente sobre todo el terreno, y todo el tiempo gritando alegremente: “¡Topito, topito, topito! ¿Dónde estás? Soy yo, la vieja Rata”.

Había vagado pacientemente por el bosque durante una hora o más, cuando por fin, para su alegría, oyó un pequeño grito que respondía. Guiándose por el sonido, se abrió paso a través de la oscuridad creciente hasta el pie de una vieja haya, con un agujero en ella, y desde el agujero salió una débil voz, diciendo:

—¡Ratita! ¿Eres tú, de verdad?

Rata se arrastró hasta el hueco, y allí encontró al Topo, exhausto y todavía temblando.

—¡Oh, Rata! —gritó—. ¡No te imaginas el miedo que he pasado!

—Lo comprendo perfectamente —dijo Rata tranquilizadora—. En realidad, no deberías hacerlo hecho, Topo. Hice lo que pude para que no lo hicieras. Nosotros, los ribereños, casi nunca venimos acá solos. Si tenemos que venir, por lo menos lo hacemos en pareja; entonces solemos estar bien. Además, hay cientos de cosas que uno tiene que saber, que nosotros entendemos y tú todavía no. Me refiero a contraseñas, señales, dichos que tienen poder y efecto, plantas que se llevan en el bolsillo, versos que se repiten y maniobras y trucos que se practican; todo es bastante sencillo cuando se conoce, pero hay que conocerlo si eres pequeño o si te encuentras en problemas. Por supuesto que, si fueras Tejón o Nutria, sería otra cosa. 

—Seguro que al valiente Señor Sapo no le importaría venir solo aquí, ¿verdad? —preguntó Topo.

—¿El viejo Sapo? —dijo Rata, riendo a carcajadas—. No asomaría su rostro aquí solo, ni por un sombrero lleno de guineas doradas; Sapo no lo haría.

Topo se sintió animado por el sonido de la risa despreocupada de Rata, así como por la visión de su garrote y sus relucientes pistolas, y dejó de temblar y empezó a sentirse más audaz, y más él mismo de nuevo.

—Ahora bien —dijo Rata en ese momento—, realmente debemos reunirnos y partir hacia casa mientras aún quede un poco de luz. No podemos pasar la noche aquí, ¿entiendes? Mucho frío, para empezar.

—Querida Ratita —dijo el pobre Topo—, lo siento mucho, pero estoy muerto de cansancio y eso es un hecho. Debes dejarme descansar aquí un poco más, y recuperar fuerzas, si es que quiero volver a casa.

—Oh, está bien —dijo Rata de buen humor—, descansa. De todos modos, ya casi ha oscurecido; y más tarde habrá un poco de luna.

Así que Topo se metió bien entre las hojas secas, se tumbó y en seguida se quedó dormido, aunque de manera entrecortada; mientras Rata también se tapaba lo mejor que podía para calentarse, y esperaba pacientemente con una pistola en la pata.

Cuando por fin Topo se despertó, muy refrescado y con su ánimo habitual, Rata dijo:

—¡Bueno! Echaré un vistazo fuera para ver si todo está tranquilo, y entonces nos iremos.

Se dirigió a la entrada de su refugio y sacó la cabeza. Entonces Topo lo escuchó decirse a sí mismo en voz baja “¡Hola! ¡Hola! ¡Aquí vamos!”.

—¿Qué pasa, Ratita? —preguntó Topo.

—Apareció la nieve —respondió Rata brevemente—, mejor dicho, cae. Está nevando mucho.

Topo se acercó y se agazapó a su lado y, mirando hacia afuera, vio el bosque que le había resultado tan espantoso con un aspecto bastante cambiado. Agujeros, huecos, charcos, trampas y otras negras amenazas para el caminante, desaparecían rápidamente; y por todas partes brotaba una reluciente alfombra de hadas, que parecía demasiado delicada para ser pisada por pies ásperos. Un fino polvo llenaba el aire y acariciaba las mejillas con un cosquilleo en su tacto, y los troncos negros de los árboles se mostraban a una luz que parecía venir de abajo.

—Bueno, bueno, no se puede evitar —dijo Rata después de reflexionar—. Supongo que debemos empezar y arriesgarnos. Lo peor de todo es que no sé exactamente dónde estamos. Y ahora esta nieve hace que todo parezca diferente.

Así era. Topo no habría sabido que se trataba del mismo bosque. Sin embargo, se pusieron en marcha con valentía y tomaron el camino que parecía más prometedor, sosteniéndose el uno al otro y fingiendo con invencible alegría que reconocían a un viejo amigo en cada árbol fresco que los saludaba sombría y silenciosamente, o veían aberturas, huecos o senderos con un giro familiar en la monotonía del espacio blanco y los troncos negros que se negaban a variar.

Una o dos horas más tarde habían perdido toda noción de tiempo. Se detuvieron desanimados, cansados y desesperanzados, y se sentaron en un tronco caído para recuperar el aliento y considerar lo que debían hacer. Estaban doloridos por el cansancio y magullados por las caídas; habían caído en varios agujeros y se habían mojado por completo; la nieve se estaba haciendo tan profunda que apenas podían arrastrar sus pequeñas patas a través de ella, y los árboles eran más gruesos y parecidos entre sí que nunca. Este bosque parecía no tener fin, ni principio, ni diferencias, y, lo peor de todo, no tenía salida. 

—No podemos sentarnos aquí mucho tiempo. Tendremos que hacer otro esfuerzo, y hacer algo. El frío es demasiado terrible para cualquier cosa, y la nieve pronto será demasiado profunda para que la atravesemos —dijo Rata. Luego miró a su alrededor y reflexionó—. Mira, esto es lo que se me ocurre. Hay una especie de hondonada aquí abajo, delante de nosotros, donde el suelo parece todo montañoso, jorobado y lleno de montículos. Bajaremos hasta allí e intentaremos encontrar algún tipo de refugio, una cueva o un agujero con el suelo seco, al abrigo de la nieve y el viento, y allí descansaremos bien antes de volver a intentarlo, pues ambos estamos bastante agotados. Además, la nieve puede irse, o puede aparecer algo.

Así que, una vez más, se pusieron en pie y bajaron a duras penas a la hondonada, donde buscaron una cueva o algún rincón seco que los protegiera del fuerte viento y de la nieve arremolinada. Estaban investigando uno de los montículos de los que Rata había hablado, cuando de repente Topo tropezó y cayó de frente con un chillido.

—¡Oh, mi pata! ¡Mi pobre espinilla! —gritó; y se sentó en la nieve y se tomó la pierna con sus dos patas delanteras.

—¡Pobre viejo Topo! —dijo Rata amablemente—. No pareces tener mucha suerte hoy, ¿verdad? Vamos a echarle un vistazo a la pierna. Sí —continuó, poniéndose de rodillas para ver—, te has cortado la espinilla, seguro. Espera a que tome mi pañuelo y te la vendaré.

—Debo haber tropezado con una rama escondida o con un tronco —dijo Topo miserablemente—. ¡Caramba! ¡Vaya!

—Es un corte muy limpio —dijo Rata, examinándolo de nuevo atentamente—. Eso no lo hizo una rama o un tronco. Parece como si hubiera sido hecho por un borde afilado de algo de metal. Curioso —reflexionó un rato, y examinó las jorobas y las pendientes que los rodeaban.

—Bueno, no importa qué lo hizo —dijo Topo—. Duele mucho, lo que sea que lo haya hecho.

Pero Rata, después de vendar cuidadosamente la pierna con su pañuelo, lo había dejado y estaba ocupado raspando en la nieve. Rascaba, cavaba y exploraba, con las cuatro patas trabajando afanosamente, mientras Topo esperaba impaciente, comentando a intervalos: 

—¡Vamos, Rata!

De repente Rata gritó:

—¡Hurra! ¡Hurra, hurra, hurra, hurra! —y comenzó una pequeña danza en la nieve.

—¿Qué has encontrado, Ratita? —preguntó Topo, todavía tomándose la pierna.

—¡Ven a verlo! —dijo Rata encantada, mientras seguía caminando.

Topo cojeó hasta el lugar y echó un buen vistazo.

—Bueno —dijo al fin, despacio—, lo VEO bastante bien. He visto el mismo tipo de cosa antes, muchas veces. Lo llamo objeto familiar. ¡Un quitabarro! Bueno, ¿y qué? ¿Por qué bailar alrededor de un quitabarro?

—¿Pero no ves lo que significa, tú, animal torpe? —gritó Rata impaciente.

—Claro que entiendo lo que significa —contestó Topo—. Significa simplemente que una persona MUY descuidada y olvidadiza ha dejado su quitabarro tirado en medio del Bosque Salvaje, justo donde seguramente hará tropezar a todo el mundo. Muy desconsiderado de su parte, lo llamo. Cuando llegue a casa iré a quejarme con alguien, ¡mira si no lo hago!

—¡Oh, querida, querida! —gritó Rata, desesperada por su estupidez—. Toma, deja de discutir y ven a rascar. 

Y se puso de nuevo manos a la obra e hizo volar la nieve en todas direcciones a su alrededor. Después de un poco más de trabajo, sus esfuerzos se vieron recompensados y quedó a la vista un felpudo muy raído.

—Ya está, ¿qué te dije? —exclamó Rata triunfante.

—Absolutamente nada —respondió Topo con total sinceridad—. Pues bien, parece que has encontrado otra pieza de basura doméstica, acabada y desechada, y supongo que estás perfectamente contento. Será mejor que sigas adelante y bailes tu danza alrededor de eso, si tienes que hacerlo, y lo superes, y entonces tal vez podamos seguir adelante y no perder más tiempo en basureros. ¿Podemos COMER un felpudo? ¿O dormir debajo de un felpudo? ¿O sentarnos en un felpudo y deslizarnos a casa sobre la nieve, roedor exasperante?

—¿Quieres decir que este felpudo no te dice nada? —gritó Rata.

—De verdad, Rata —dijo Topo con bastante petulancia—, creo que ya hemos tenido bastante de esta locura. ¿Quién ha oído que un felpudo le diga algo a alguien? Simplemente no lo hacen. No son de esa clase. Los felpudos saben cuál es su sitio.

—Ahora mira aquí, bestia de cabeza hueca —replicó Rata realmente enfadada—, esto debe parar. Ni una palabra más, pero rasca, rasca y escarba y busca alrededor, especialmente en los lados de los montículos si quieres dormir seco y caliente esta noche, ¡porque es nuestra última oportunidad!

Rata atacó un banco de nieve al lado de ellos con ardor, sondeando con su garrote por todas partes y luego cavando con furia; y Topo raspó afanosamente también, más para complacer a Rata que por cualquier otra razón, pues su opinión era que su amigo se estaba mareando.

Unos diez minutos de duro trabajo, y la punta del garrote de Rata golpeó algo que sonaba hueco. Trabajó hasta que pudo meter una pata y palpar; entonces llamó al Topo para que viniera a ayudarlo. Los dos animales trabajaron duro, hasta que por fin el resultado de sus esfuerzos quedó a la vista del asombrado y hasta entonces incrédulo Topo.

En el lateral de lo que parecía un banco de nieve había una pequeña puerta de aspecto sólido, pintada de verde oscuro. Una campanilla de hierro colgaba a un lado, y debajo de ella, en una pequeña placa de latón, pulcramente grabada en letras mayúsculas cuadradas, podía leerse con la ayuda de la luz de la luna:

“SEÑOR TEJÓN”.

Topo cayó de espaldas sobre la nieve de pura sorpresa y deleite.

—¡Rata! —gritó arrepentido—. ¡Eres una maravilla! Una auténtica maravilla, eso es lo que eres. Ahora lo veo todo. Lo argumentaste, paso a paso, en esa sabia cabeza tuya, desde el mismo momento en que me caí y me corté la espinilla, y miraste el corte, y al instante tu majestuosa mente se dijo: “¡quitabarros!”. ¡Y entonces te volviste y encontraste al mismo quitabarros que lo hizo! ¿Te detuviste ahí? No. Algunas personas se habrían dado por satisfechas, pero tú no. Tu intelecto siguió trabajando. “Sólo déjame encontrar un felpudo”, te dijiste, “y mi teoría estará probada”. Y, por supuesto, encontraste el felpudo. Eres tan inteligente que creo que podrías encontrar lo que quisieras. “Ahora”, te dices, “esa puerta existe, tan claramente como si yo la hubiera visto. No queda más que encontrarla”. Bueno, he leído cosas así en los libros, pero nunca me las había encontrado en la vida real. Deberías ir a donde te aprecien como es debido. Estás simplemente desperdiciado aquí, entre nosotros. Si yo tuviera tu cabeza, Ratita…”

—Pero como no la tienes —interrumpió Rata, de manera poco amable—, supongo que vas a sentarte en la nieve toda la noche a hablar. Levántate de una vez y agárrate a ese llamador de campana que ves allí, y toca fuerte, tan fuerte como puedas, ¡mientras yo martillo!

Mientras Rata atacaba la puerta con su bastón, Topo saltó hacia el llamador de la campana, se agarró a él y se balanceó allí, con ambos pies bien levantados del suelo, y desde bastante lejos pudieron oír débilmente una campana de tono grave responder.


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