“El nueve de enero, hace hoy cuatro días, recibí por el correo, en el reparto de la tarde, una carta certificada, cuyo sobre estaba escrito del propio puño y letra de mi colega y antiguo compañero Enrique Jekyll. Quedé sumamente sorprendido, pues no teníamos costumbre de corresponder por escrito; además, había visto al doctor el día anterior y comido con él, y no podía adivinar lo que en nuestras relaciones exigía las formalidades del certificado. El contenido de la carta aumentó aún mi sorpresa; hé aquí los términos en que se hallaba concebida:
“10 de diciembre de 18**
“Querido Lanyón: Sois uno de mis más antiguos amigos; aunque hayamos tenido á veces discusiones sobre asuntos científicos, no recuerdo, por lo que á mí se refiere, á lo menos, la menor interrupción en nuestra amistad. Si hubiese llegado un día en que me hubieseis dicho:—Jekyll, mi vida, mi honra, mi razón se hallan á vuestra merced, hubiera sacrificado mi fortuna y mi mano derecha para ir en vuestra ayuda. Lanyón, mi vida, mi honra, mi razón se hallan enteramente á vuestra merced; si me faltáis esta noche, estoy perdido. Después de este prefacio vais á creer que necesito pediros alguna cosa deshonrosa. Juzgad vos mismo.
“Vengo á rogaros que aplacéis todos los compromisos que podáis tener para esta noche—aunque fuéseis llamado junto al lecho de un emperador—que toméis un coche, y llevando con vos esta carta para consultarla, que vengáis directamente á mi casa. Poole, mi criado, tiene mis órdenes; estará aguardándoos con un cerrajero. Será preciso forzar la puerta de mi gabinete; luego entraréis solo; abriréis el armario que tiene un cristal (letra E), á la izquierda, romperéis la cerradura si está cerrado; sacaréis, con todo su contenido, tal cual está, la cuarta gaveta contando desde arriba, ó lo que es igual, la tercera empezando á contar desde abajo. En medio de mi extremada desesperación, tengo un temor mortal de no indicaros bien las cosas; pero aunque me equivocase, conoceríais la gaveta que necesito, examinando lo que contiene: algunos polvos, un frasco y una carterita de apuntes. Os ruego que llevéis con vos esa gaveta á la plaza de Cavendish, tal cual la halléis.
“Esta es la primera parte del favor que os pido. Si partís así que recibáis esta carta, deberéis estar de regreso mucho antes de media noche; pero os dejo algunas horas de margen, no sólo por temor de uno de esos obstáculos que no se pueden prever ni impedir, sino también porque es preferible que haya llegado la hora del descanso de vuestros criados para concluir lo que os quedará que hacer.
“Luego, á media noche, os ruego que permanezcáis solo en vuestro gabinete de consulta, que conduzcáis hasta él á un hombre que se presentará en mi nombre, y que le entreguéis la gaveta que habréis llevado de mi casa. Entonces habrá concluído vuestro papel y mereceréis mi más completa gratitud. Cinco minutos después, si insistís deseoso de tener una explicación, comprenderéis que todas estas precauciones tenían una importancia capital, y que el haber descuidado una sola, por fantástica que pueda parecer, hubiera sido cargar vuestra conciencia con mi muerte ó con la pérdida de mi razón.
“A pesar de la confianza en que estoy de que no os burlaréis de mi ruego, mi corazón desfallece, y tiembla mi mano sólo con pensar en semejante posibilidad. Acordaos de mí en esta hora, de mí que estoy en una extraña situación, atormentado por la negrura de una desgracia que ninguna imaginación podría llegar á exagerar; pensad, también, que si queréis servirme con puntualidad, desaparecerá mi turbación y todo ello no será más que una historia enterrada.
“Prestadme ese servicio, mi querido Lanyón y salvad á vuestro amigo—E. J.
“P. S.—Había cerrado ya esta carta cuando un nuevo terror se apodera de mi alma. Es posible que el correo cometa un error y que esta carta no llegue á vuestras manos hasta mañana por la mañana. En ese caso, querido Lanyón, cumplid mi encargo durante el día á la hora que os sea más cómoda, y aguardad otra vez mi mensajero á media noche. Pero quizá será demasiado tarde; y si transcurre entonces la noche sin ninguna novedad, podréis decir que habéis recibido la última noticia de,
Enrique Jekyll.”
Al leer aquella carta me convencí de que mi colega estaba loco; pero hasta que la cosa no ofreciese género ninguno de duda, decidí ejecutar lo que me pedía. Cuanto menos comprendía yo todo aquel fárrago, menos me hallaba en el caso de juzgar de su importancia, y tal petición dirigida en semejantes términos, no podía ser rechazada sin incurrir en grave responsabilidad. Me levanté inmediatamente de la mesa y fui á buscar un carruaje que me condujo directamente á casa de Jekyll. El criado aguardaba mi llegada; había recibido por el mismo correo que yo un pliego certificado que contenía sus instrucciones, y envió á buscar en el acto á un cerrajero y un carpintero. Ambos obreros llegaron mientras estábamos hablando, y fuimos todos juntos á la sala de disección del viejo Doctor Denman, por el extremo de la cual, según lo sabéis probablemente, se entra con mayor comodidad en el gabinete particular de Jekyll. La puerta era muy sólida, la cerradura excelente; el carpintero confesó que tendría mucho trabajo y que haría mucho destrozo, si tenía que emplear la fuerza; el cerrajero llegó á creer que no podría descerrajarla, pero era un hábil obrero, y después de dos horas de trabajo, quedó abierta la puerta.
El armario señalado con la letra E no estaba cerrado; saqué la gaveta, la hice rellenar con paja y envolver en papel, llevándomela á la plaza de Cavendish.
Así que llegué, me puse á examinar su contenido. Los polvos estaban bastante bien arreglados, pero no con el cuidado de un químico fabricante ó vendedor, de modo que, á no dudarlo, habían sido manipulados personalmente por el Doctor Jekyll. Abriendo uno de los sobres, vi que su contenido se parecía, sencillamente, á una sal cristalizada de color blanco. El frasco, que examiné después, estaba lleno hasta la mitad; contenía un licor rojo, con un olor muy agrio, con algo de fósforo y éter volátil. En cuanto á los otros ingredientes, no pude saber lo que eran. El cuaderno ó carterita de apuntes era como casi todos los que usan los colegiales, y sólo contenía unas cortas series de fechas. Esas fechas se extendían á un largo período de años, pero observé que las entradas habían cesado hacía un año poco más ó menos, y bruscamente. Aquí y allí, se veía añadida alguna breve observación, á una fecha, que generalmente era nada más que la palabra doble, que se hallaba repetida quizá seis veces en un total de algunos centenares de entradas; una vez, enteramente al principio de la lista, y seguidas de algunos signos de admiración, estaban las palabras fracaso total.
Todo esto, aunque excitando mi curiosidad, me decía poco respecto del objeto final. Un tarro con cierta tintura, un papel con una sal, el diario de una serie de experimentos que, (como ocurría á menudo con las investigaciones de Jekyll), no conducía á nada práctico. ¿Por qué razón la presencia en mi casa de esos varios objetos podía afectar á la honra, ó al estado del espíritu, ó á la vida de mí ligero colega? Si su mensajero podía ir á un punto ¿por qué no podía ir á otro? Y aunque hubiese alguna imposibilidad, ¿por qué ese caballero tenía que ser recibido en secreto? Cuanto más reflexionaba en todo eso, más me convencía de que me hallaba en presencia de una enfermedad cerebral; sin embargo, al ordenar á mis criados que se recogiesen, fui á buscar un viejo revolver, para encontrarme en estado de defensa personal, si hubiese sido necesario.
Las doce acababan apenas de sonar en Londres cuando el picaporte se dejó oir muy despacio. Fui á abrir yo mismo, y encontré á un hombre de pequeña estatura vuelto de espaldas á los pilares de la entrada.
—¿Venís de parte del Doctor Jekyll?—le pregunté.
Me contestó que sí, con aire encogido; cuando le dije que entrase, no me obedeció sin haber lanzado antes una mirada escudriñadora hacia la plaza sumida en la obscuridad. Un agente de policía estaba cerca, y venía con su linterna sorda abierta; al verlo creí notar que el desconocido tembló y que se apresuró á entrar.
Estos incidentes me sorprendieron, no lo ocultaré, de un modo desagradable; no perdí de vista á mi hombre, gracias á la luz brillante que había en mi sala de consultas, y puse la mano sobre el arma para estar prevenido á todo evento. En fin, tuve la suerte de verlo. Jamás, es absolutamente cierto, mis ojos lo habían visto antes. Era pequeño, según he dicho; me sorprendió la expresión de su fisonomía, en la que podía leerse una curiosa mezcla de grandísima actividad muscular y de indudable debilidad de constitución; por último, me sorprendió todavía más la penosa turbación subjetiva que me producía su vecindad; y fué de género tal, que mis miembros parecían helarse y que el pulso latía con menos violencia. Atribuí entonces aquellas sensaciones á alguna repugnancia idiosincrásica y personal; pero á pesar de todo, me sorprendía la vivacidad de mis impresiones, si bien desde aquella fecha he tenido motivos para pensar que su causa yacía muy profundamente oculta en la naturaleza misma de aquel hombre, y que me movía algún pensamiento más noble que el odio.
Esa persona, que desde el instante en que entró había producido en mí una sensación que sólo puedo definir llamándola curiosidad mezclada con repugnancia, estaba vestida de un modo que hubiera sido ridículo en cualquiera otro individuo; su traje, aunque era, en realidad, de un género rico y de color obscuro, parecía enorme, inmensamente grande para él, bajo todos conceptos; sus pantalones colgaban de las piernas y habían sido recogidos para preservarlos del lodo; el chaleco le llegaba muy abajo de las caderas, y el cuello de la levita se extendía demasiado ancho sobre los estrechos hombros. Por extraño que fuese, aquel burlesco traje no me hizo reír. Al contrario, como había un no sé qué de anormal y de contrahecho en el ser que tenía á la vista, algo que sobrecogía, que sorprendía y que escandalizaba en su repugnancia misma, aquella nueva originalidad confirmaba mis ideas y les daba fuerza; llegó casi á interesarme la naturaleza y el carácter del hombre, y sentí curiosidad de saber su origen, su vida, su fortuna y la posición que ocupaba en el mundo.
Aunque estas observaciones requiriesen mucho tiempo para analizarlas, se me ocurrieron en el espacio de algunos segundos. El desconocido demostraba arder en una sombría impaciencia.
—¿La habéis traído?—exclamó—¿la habéis traído?
Y era tal su impaciencia que puso la mano sobre mi brazo, tratando de sacudirlo.
Lo rechacé, habiendo experimentado á su contacto como una sensación glacial en toda mi sangre.
—Vamos, caballero—le dije—olvidáis que no tengo el gusto de conoceros; permaneced sentado, si gustáis.
Le dí ejemplo, sentándome en mi sillón habitual, con la misma tranquilidad que si hubiese tenido que habérmelas con un enfermo cualquiera; tan tranquilo, a ló menos, como me lo permitían la hora avanzada, la naturaleza de mis preocupaciones y el horror que me inspiraba mi huésped.
— Os pido perdón, Doctor Lanyón—contestó bastante cortesmente;—vengo aquí á ruego de vuestro compañero el Doctor Enrique Jekyll, para un asunto de cierta importancia, y quería decir…
Detúvose, y se llevó la mano á la garganta, reparando por su acción que luchaba contra los síntomas de un ataque de histeria.
—Quería decir, una gaveta…
Tuve entonces compasión del estado del desconocido, y quizá también llevado por mi curiosidad, contesté:
—Aquí está;—le enseñé la gaveta que estaba en el suelo detrás de una mesa y cubierta con el lienzo.
Saltó hacia el lado de la gaveta, luego se paró, y llevó una mano al corazón; oí rechinar sus dientes; su rostro era tan horrible de ver, que me alarmé, y temí á la vez por su vida y su razón.
—Reponéos—le dije.
Volvióse á mí, me dirigió una sonrisa atroz, y como un desesperado descubrió la gaveta. Al ver lo que contenía lanzó un gemido ahogado y un grito de alivio tal, que permanecí petrificado. Un instante después, con voz ya algo más tranquila, me dijo:
—¿Tenéis un vaso graduado?
Me levanté de mi asiento no sin dificultad, y le entregué lo que pedía.
Diome las gracias con un gesto adecuado, midió algunas gotas de la tintura encarnada y añadió uno de los polvos. La mezcla, que al principio era de un color rojizo, á medida que los cristales se deshacían comenzó á adquirir un color más vivo, á hervir visiblemente, luego echó como una nubecilla de vapor. De pronto, cesó la ebullición, y la mezcla adquirió un color de púrpura obscuro, pasando después lentamente á un verde agua. El desconocido, que había seguido con mirada muy atenta todas aquellas metamorfosis, se sonrió, colocó el vaso sobre la mesa, y volviéndose hacia mí y mirándome con un aire muy grave, me dijo:
—Ahora hay que tomar una determinación en cuanto á lo que resta que hacer. ¿Queréis ser prudente? ¿queréis ser conducido? ¿queréis que me lleve este vaso en la mano y que salga de vuestra casa sin decir una palabra más? ¿Ó bien vuestra curiosidad exige otra cosa? Reflexionad antes de contestar, pues se hará lo que mandéis. Si queréis, quedaréis como antes, tal cual estáis ahora, ni más rico ni más sabio, á menos que la conciencia de haber prestado un servicio á un hombre puesto en un apuro mortal, no pueda ser considerada como una especie de riqueza espiritual. Ó si preferís escoger el otro camino, un nuevo reino de ciencia, nuevas vías que conducen á la fama y al poderío os serán abiertas, aquí ante vos, en este cuarto, al instante mismo; vuestra vista quedará confundida por un prodigio que haría vacilar, que conmovería la incredulidad del mismo Satanás.
—Señor—contesté, haciendo creer en una calma y tranquilidad que estaba lejos de tener—habláis con enigmas, y no os sorprenderá el que escuche vuestras palabras sin darles mucho crédito; pero he ido demasiado lejos al prestar esos servicios inexplicables, para detenerme antes de haber visto el final.
—Bien está—replicó el desconocido.—Lanyón, recordáis vuestros juramentos; lo que va á acontecer se halla colocado bajo el sagrado secreto de nuestra profesión. Y ahora, vos, que desde largo tiempo estáis encadenado á las concepciones más estrechas y más materiales, vos que habéis negado la virtud de la medicina trascendental, vos que habéis hecho burla de vuestros superiores, ¡mirad!
Llevó el vaso á los labios y bebió su contenido de un solo trago. Á esto siguió un grito; bamboleó, tropezó, cogió la mesa para apoyarse, y continuó sus movimientos, con los ojos extraviados é inyectados en sangre, la boca abierta y espumosa; y mientras que yo miraba, se producía un cambio, según mi imaginación; íbase hinchando, su rostro se volvió negro de repente y las líneas fisonómicas parecieron fundirse y modificarse, y un instante después, me puse en pie, retrocedí hasta la pared, con un brazo extendido hacia adelante como para defenderme contra aquel milagro, y con mi espíritu anonadado por el terror:—¡Oh, Dios!—exclamé aterrorizado;—¡Oh, Dios!—dije varias veces; ¡pues allí, delante de mi vista, pálido, tembloroso, medio desfallecido, palpando con las manos como un hombre que acaba de resucitar, estaba Enrique Jekyll!
Lo que me dijo durante la hora siguiente me es imposible reconcentrar suficientemente el espíritu para escribirlo. Vi lo que vi, oí lo que oí, y mi alma iba enfermando; y hoy que aquella visión se borra de mis ojos, me pregunto á mí mismo si creo en ella, y no puedo contestar. Mi vida está resentida hasta en los cimientos; un terror mortal se apodera de mí continuamente, noche y día; comprendo que mis días están contados y que es preciso morir; y lo que es más, moriré incrédulo.
En cuanto á la ignominia moral que ese hombre enseñó ante mí, ni con lágrimas de penitencia, podría, ni aun como recuerdo, pensar en ella sin estremecerme de horror. Sólo puedo decir una cosa, Utterson, y será (si podéis creerla cierta) más de lo necesario.
Ese ser que se arrastró aquella noche por mi casa, era, según confesión del mismo Jekyll, conocido bajo el nombre de Hyde y perseguido en todos los rincones del país como asesino de Carew.
Hastie Lanyón.”