El Extraño Caso Del Dr Jekyll Y Mr Hyde: Notable incidente del Dr. Lanyón (6/10)

Transcurrió algún tiempo; ofreciéronse miles de libras esterlinas de recompensa, pues la muerte de Sir Danvers fué considerada por todos como un ultraje público, pero Hyde había desaparecido á pesar de las investigaciones de la policía, lo mismo que si jamás hubiese existido. Desentrañáronse, descubriéronse muchas cosas respecto de su vida pasada, y verdaderamente, el conjunto era vergonzoso. Refiriéronse historias sobre la crueldad á la vez insensible y violenta del hombre, sobre su vida abyecta, sus extraños conocidos, sobre el odio que había ido dejando tras sí; pero del momento presente, ni siquiera un indicio. Desde la mañana del asesinato, en que había dejado la casa de Soho, había desaparecido por completo; poco á poco, y con ayuda del tiempo, Utterson comenzó á reponerse de sus temores, y su tranquilidad fué aumentando. A su juicio, la muerte de Sir Danvers se hallaba ampliamente compensada con la desaparición de Hyde. Ahora que aquella nefasta influencia no se ejercía, el Doctor Jekyll tenía una vida nueva. Dejó el encierro, reanudó las relaciones con sus amigos, volvió á ser su huésped familiar y su anfitrión, y como antes por su caridad, se hizo entonces notar por sus sentimientos religiosos. Estaba ocupado á menudo, fuera de su casa; tenía buena salud; su rostro parecía más franco, más dilatado, como si sintiese el golpe de rechazo del bien que hacía; y durante más de dos meses el doctor llevó una vida apacible.

El ocho de enero, Utterson había comido en casa del doctor en compañía de un pequeño grupo de invitados, Lanyón entre ellos; las miradas del doctor se dirigían de unos á otros, como en otro tiempo, cuando formaban los tres un trío de amigos inseparables. El doce, y después el catorce, cerróse la puerta para el abogado: “el doctor está encerrado en sus habitaciones—decía Poole—y no recibe á nadie.” El quince trató otra vez de entrar, pero obtuvo igual negativa; y como durante los dos meses que acababan de transcurrir, se había acostumbrado á ver á su amigo casi todos los días, aquella vuelta á la soledad influyó en su ánimo. Cinco días después convidó á Guest á comer, y al siguiente se decidió á ir á casa del Doctor Lanyón.

Allí, á lo menos, no se le negó la entrada; pero desde que llegó junto al doctor, quedó sorprendido por el cambio operado en todo su ser. El doctor llevaba escrito en su rostro el signo de la muerte. Aquel hombre de tez sonrosada, se había vuelto pálido; sus carnes estaban caídas; distintamente se le veía más calvo y más viejo; pero no fueron sólo aquellas visibles pruebas de rápida decadencia física lo que llamaron la atención del abogado, sino más bien la mirada y la manera de ser del doctor, testimonio evidente de algún terrible espanto en su espíritu. Era poco probable que el doctor tuviese miedo á la muerte; así lo sospechó Utterson.—Es médico—pensó,—debe conocer su estado y saber que sus días están contados; y esa revelación es superior á lo que sus fuerzas le permiten soportar.—Y como Utterson le hizo notar su mala cara, el doctor con un acento de gran firmeza, le declaró que estaba perdido.

—He sufrido un choque—dijo el doctor—y no volveré á recobrar nunca la salud. Es cuestión de algunas semanas. Sí, la vida ha sido agradable; la he querido; sí, señor, tenía el hábito de quererla. Pienso algunas veces, que si lo supiésemos todo, nos iríamos con más gusto.

—Jekyll está enfermo también—indicó Utterson.—¿Lo habéis visto?

Pero el rostro de Lanyón cambió, y levantó la mano temblorosa:

—Deseo no volver á ver ni oir jamás hablar del Doctor Jekyll—exclamó con voz trémula.—Todo ha concluido entre él y yo, y os ruego que evitéis cualquier alusión á alguien á quien considero muerto.

—Veamos—dijo Utterson, después de un largo silencio:—¿puedo seros útil para algo?—éramos tres viejos amigos, Lanyón; no viviremos lo bastante para tener otros.

—No hay nada que hacer—repuso Lanyón—interrogadle más bien á él.

—No quiere verme—contestó el abogado.

—No me sorprende—añadió Lanyón;—quizá algún día, cuando yo haya muerto, sabréis, Utterson, lo fuerte y lo débil de todo esto. No puedo decíroslo ahora. Y además, si queréis permanecer sentado y hablar conmigo de otras cosas, por amor de Dios, quedaos y hablad; pero si no podéis evitar tocar ese asunto, ¡oh! entonces en nombre de Dios, idos, pues no puedo sufrir esa conversación.

Así que regresó á su casa, Utterson escribió á Jekyll, quejándose de ser excluído, de no ser recibido por él, y preguntándole la razón de su desdichada ruptura con Lanyon. Al siguiente día, recibió una larga contestación, en la cual empleaba Jekyll expresiones muy patéticas, y á veces, con intención, términos obscuros y misteriosos. La disputa con Lanyón no tenía remedio ni arreglo. “No censuro á nuestro viejo amigo—escribía Jekyll—pero pienso como él, que no debemos volver á vernos. Desde ahora me propongo llevar una vida absolutamente retirada; no os sorprendáis y dudéis de mi amistad, si mi puerta está á menudo cerrada hasta para vos. Es preciso que me soportéis dejándome seguir mi sombrío camino. Llevo conmigo un castigo y un peligro que no puedo nombrar. Si soy el principal culpable, soy, también, la víctima principal. No creía que esta tierra pudiese contener un sitio para sufrimientos y terrores tan inhumanos; y vos, Utterson, no tenéis que hacer más que una cosa, aliviar mis sufrimientos, y para ello, respetar mi silencio.”

Utterson quedó pasmado; separada la nefasta influencia de Hyde, había vuelto el doctor á sus antiguas inclinaciones y amistades; hacía una semana que sus ojos se habían alegrado ante repetidas pruebas de una dulce y honrada vejez; y ahora, pocos instantes después, amistad, tranquilidad de espíritu, todo el orden de su vida quedaba roto de nuevo. Un cambio tan grande y tan imprevisto indicaba, evidentemente, locura. Pero recordando el estado y las palabras de Lanyón, debía haber en todo aquello algún misterio más grave.

Una semana después, el Doctor Lanyón tuvo que meterse en cama, y antes de los quince días, murió. La tarde que siguió á los funerales, que le afectaron profundamente, Utterson abrió la puerta de su gabinete, y sentándose junto á la melancólica claridad de una luz, sacó de una gaveta y colocó enfrente de sí un sobre que le había sido dirigido por su difunto amigo, cerrado con su propio sello. Ese sobre llevaba la enfática inscripción siguiente: Personal. Para ser entregado en manos del mismo Sr. Utterson solamente, y en el caso de haber fallecido antes que yo, para ser destruído sin leer su contenido. El abogado temía abrirlo. “He enterrado á un amigo hoy—pensaba—¿qué sería si esto me costase otro? ” Luego, considerando ese temor como un acto poco leal, rompió el sello, Pero había un segundo sobre, sellado lo mismo que el primero, y en el cual se hallaban escritas estas palabras: No debe ser abierto antes del fallecimiento ó de la desaparición del Doctor Enrique Jekyll. Utterson no podía creer lo que estaban viendo sus ojos. Otra vez la desaparición; otra vez, como en aquel insensato testamento que había devuelto hacía ya tiempo á su autor, la idea de desaparición y el nombre de Enrique Jekyll estaban juntos.

Pero en el testamento, la idea de desaparición era debida á la siniestra sugestión de Hyde, estaba allí con un fin harto claro y harto horrible. Mas, en la pluma de Lanyón, ¿qué significaba aquella palabra? Una gran curiosidad se apoderó del fideicomisario: tuvo deseos de no atender á la prohibición y de penetrar hasta el fondo, en busca de todos aquellos misterios.

Pero su profesión y la confianza que tenía en su difunto amigo le imponían severos deberes; de modo que el paquete fué á descansar en el más secreto cajón de su cofre particular.

Si por una parte su curiosidad se hallaba mortificada, por otra parecía excitada con violencia; y casi puede dudarse si desde aquel momento deseó Utterson con igual vehemencia la sociedad del amigo superviviente. Pensaba en él con afecto, sin duda; pero sus ideas estaban perturbadas y eran temerosas. Fué á verlo, sin embargo; quizá se congratuló de no ser conducido hasta su presencia; quizá también, en el fondo de su corazón, prefería hablar con Poole en la escalera y en medio de la atmósfera y de los ruidos de la gran ciudad, á penetrar en aquella casa en donde reinaba una esclavitud voluntaria, y sentarse á hablar con su impenetrable prisionero. Poole, además, no tenía nada bueno que comunicarle. El doctor, al parecer, se encerraba más que nunca en su gabinete ó en el laboratorio, en donde llegaba algunas veces, hasta á quedarse dormido. Estaba muy triste; hablaba poco, no leía, y hubiérase dicho que pesaba algo sobre su ánimo. Utterson estaba ya tan acostumbrado á aquellas respuestas idénticas, que poco á poco fué disminuyendo las visitas.


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