Una tarde, después de comer, Utterson estaba sentado junto al hogar, cuando quedó sorprendido por la visita de Poole.
—¡Dios mío! ¿qué es lo que os trae aquí, Poole?— le dijo el abogado; y mirándolo de nuevo, añadió:
—¿Qué os apena? ¿está enfermo el doctor?
—Sr. Utterson—contestó el criado—hay algo que va mal.
—Tomad asiento, y aquí tenéis un vaso de vino para vos—añadió Utterson.—Ahora, sin ninguna prisa, decidme con sinceridad lo que deseáis.
—Conocéis la manera de vivir del doctor—empezó á decir Poole—y sabéis como se encierra. Pues bien, se ha encerrado de nuevo en su gabinete, y no me gusta eso. Sr. Utterson, estoy asustado.
—Y ahora, mi buen Poole, ¿por qué estáis asustado? Hablad claro.
—Me asusté hace una semana poco más ó menos—contestó Poole, evitando con algo de mal humor la pregunta que se le hacía—y no puedo ya soportar más la cosa.
El aspecto del hombre justificaba completamente sus palabras; y salvo el instante en que por primera vez había hablado de su espanto, no había vuelto á mirar á la cara del abogado. Aun después, permanecía con el vaso apoyado sobre la rodilla, pero sin beber, y sus ojos se fijaban en un punto del techo.
—No puedo soportar más tiempo eso—volvió á repetir.
—Vamos—dijo Utterson—veo que tenéis un verdadero motivo para hablarme así, Poole; veo que hay algo que anda verdaderamente mal. Procurad decirme lo que es.
—Creo que ha habido algún crímen—añadió Poole con voz ronca.
—¡Un crimen!—exclamó el abogado muy asustado, y dispuesto á parecer más irritado aún—¿qué crimen? ¿qué queréis decir con eso?
—No me atrevo á decirlo, señor, pero ¿queréis venir conmigo y verlo vos mismo?
Por toda contestación, Utterson se puso en pie, tomó su sombrero y una capa de abrigo, y notó con sorpresa el rostro del criado, quien le pareció como aligerado de un gran peso; observó también, con no menor sorpresa, que el vino no había sido tocado.
La noche era fría, noche propia del mes de marzo; la luna estaba pálida y en su último cuarto, como si el viento la hubiese volcado; algunas nubes rápidas y diáfanas corrían por el cielo. El viento furioso impedía hablar y cruzaba la cara; había, además, ahuyentado á los transeúntes y limpiado las calles de gente. Decía Utterson que no había visto nunca tan desierto aquel barrio de Londres, y no era precisamente lo que hubiera deseado en su interior; jamás durante toda su vida había sentido un deseo tan vivo de ver y tocar á sus semejantes, pues volviendo al curso de sus ideas lóbregas, tenía el presentimiento de que se encaminaba hacia una gran desgracia.
Cuando llegaron á la plaza, todo estaba lleno de polvo; los árboles descarnados del jardín parecían fustigarse entre sí á lo largo del muro. Poole, que durante el camino se había adelantado uno ó dos pasos, se detuvo bruscamente en medio de la calle; á pesar del frío, se había quitado el sombrero y se secaba el sudor de la frente con un pañuelo encarnado. No obstante la rapidez de su marcha, no era el sudor producido por ella lo que enjugaba, sino el provocado por la angustia que le sofocaba, pues su rostro estaba pálido y su voz era dura y ronca.
—En fin, señor—dijo—hemos llegado, y quiera Dios que no haya sucedido nada malo.
—Amén, Poole—contestó el abogado.
En esto, el criado llamó con precaución; abrieron la puerta, pero no la cadena, y una voz preguntó desde adentro:
— ¿Sois vos, Poole?
—Yo soy—dijo Poole—abrid la puerta.
El recibimiento estaba brillantemente alumbrado; un gran fuego ardía en la chimenea, y en derredor todos los criados, hombres y mujeres, confundidos, se estrechaban unos contra otros como un rebaño de carneros. Al ver al Sr. Utterson, una criada fué acometida de contorsiones histéricas; y el cocinero, exclamando:—¡Bendito sea Dios! es el Sr. Utterson—corrió hacia él como queriendo abrazarlo.
—¿Qué hay? ¿Estáis todos aquí?—dijo el abogado con aire triste.—Es muy irregular, muy inconveniente, y disgustaría mucho á vuestro amo.
—Todos están asustados—repuso Poole.
Desconcertados, permanecieron callados, ninguno protestó contra aquellas palabras; la doncella sola dejó oír su ahogado llanto y sus gemidos.
—Callad, de una vez—le dijo Poole, con un acento tan brutal que demostraba hasta qué punto tenía los nervios sobrexcitados; y realmente, cuando la doncella había lanzado gritos de desesperación, todos se estremecieron mirando la puerta interior, con espanto en los rostros.
—Y ahora—añadió Poole dirigiéndose al mozo de cocina—dadme una luz, y vamos á saber la verdad de este asunto.
Rogó al Sr. Utterson que le siguiese, y le enseñó el camino que conducía al jardín.
—Andad lo más despacio que podáis—dijo Poole—y sin ruido; os ruego que escuchéis y que no dejéis oír nuestras pisadas. Tened cuidado, señor, de no entrar, si por casualidad os llamase.
Ante esta inesperada recomendación, Utterson se extremeció y casi quedó desconcertado; pero pronto recobró su valor, y siguió al criado á través del laboratorio, de la sala de anatomía con sus vasos y sus botellas, y llegó al pie de la escalera. Poole le indicó que permaneciese á un lado y escuchase, mientras que él, dejando la luz, y apelando visiblemente á todo su valor, subió los peldaños, llamando con temblorosa mano, es decir, dando algunos golpecitos sobre la tela encarnada de la puerta del gabinete.
—El Sr. Utterson desea veros, señor—dijo el criado; y al hablar hacía seña con viveza al abogado para que escuchase.
Una voz contestó desde el interior:
—Decidle que no puedo ver á nadie—y sus palabras parecían un largo quejido.
—Gracias, señor—respondió Poole, con cierto acento de triunfo en la voz; y tomando otra vez la luz, condujo á Utterson por el patio hasta la gran cocina, en donde el fuego estaba apagado y los grillos saltaban por el suelo.
—Señor—dijo mirando á Utterson—¿os parece que era aquélla la voz de mi amo?
—Sí, parece haber cambiado mucho—contestó Utterson muy pálido, y mirándole también.
—Cambiada, no cabe duda—añadió el criado.—¿Hubiera estado yo veinte años al servicio de mi amo para engañarme de ese modo respecto de su voz? No, señor, la voz de mi amo ha desaperecido y también él; ha sido muerto, hace ocho días, cuando le oímos gritar el nombre de Dios; ¿y quién está aquí en vez de él? ¿y por qué ese ser está aquí? Todo eso pide venganza ante Dios, Sr. Utterson.
—He aquí una extraña relación, Poole, que más bien parece relación salvaje, mi buen hombre—dijo Utterson mordiéndose los dedos.—Supongamos que la cosa fuese tal cual la creéis; supongamos que el Doctor Jekyll haya sido asesinado, ¿por qué se empeñaría el asesino en permanecer aquí? Esa historia no se sostiene por sí misma; la simple razón se niega á creerla.
—Bueno, Sr. Utterson, sois hombre difícil de convencer, pero sin embargo, llegaré á lograrlo—contestó Poole.—Es preciso que sepáis, que durante toda la última semana, él, ó sea quien fuere el que esté en aquel gabinete, gritaba noche y día para tener una especie de droga y no podía lograrla como la deseaba. Mi amo acostumbraba algunas veces á escribir sus órdenes en un papel y echarlo por los escalones. Desde hace una semana, eso es todo cuanto tenemos de él; nada más que papeles y una puerta cerrada; con respecto á los alimentos, colocados sobre los peldaños, iba á retirarlos á escondidas. Pues bien, señor, todos los días y aun dos ó tres veces en un día, he sido enviado corriendo á todos los drogueros de la ciudad. Cada vez traía el producto, pero otro papel me mandaba volver, porque no era puro y tenía otra orden para distinta casa. Necesita, pues, señor, en absoluto aquella droga por una razón cualquiera.
—¿Tenéis alguno de esos papeles?—preguntó Utterson.
Poole buscó en sus bolsillos y halló un papel arrugado, que el abogado examinó cuidadosamente acercándose á la luz. Su contenido decía lo siguiente: “El Doctor Jekyll saluda á los señores Maw, y les asegura que la última muestra es impura y no sirve para el objeto deseado. En el año de 18** el Doctor J. adquirió una cantidad bastante grande en casa de los señores M., y hoy les ruega que busquen con la exactitud más escrupulosa, y si quedase de igual calidad, que se la envíen inmediatamente. No hay que reparar en el precio. La importancia de la cosa para el Doctor Jekyll está por encima de cuanto pudiera decir.” Hasta allí la carta estaba bastante correctamente escrita, pero entonces la emoción le había vendido, y hubiérase dicho que había materialmente aplastado la pluma contra el papel al añadir las siguientes palabras: “Por el amor de Dios, enviádmela de igual calidad que la antigua.”
—Es una extraña nota—dijo Utterson, y luego añadió con severidad:—¿cómo la habéis tenido abierta?
—El dependiente del Sr. Maw estaba furioso, señor, y la echó hacia mí como si hubiese sido una cosa repugnante—repuso Poole.
—¿Sabéis si esa nota es con seguridad de puño y letra del doctor?—preguntó el abogado.
—He pensado que la letra se parecía á la suya—dijo el criado con tono áspero; y luego, cambiando de tono, añadió:—¿pero qué importancia puede tener una nota escrita, cuando le he visto á él en persona?
—¿Le habéis visto?—repitió Utterson.
—¿Y bien?
—He aquí, he aquí la historia—prosiguió Poole.—Entré súbitamente en el laboratorio, yendo desde el jardín; creo que se había atrevido a salir en busca de esa droga ó de cualquier otra cosa, pues la puerta del gabinete estaba abierta, y él se hallaba en el fondo de la habitación revolviendo y escudriñando las viejas botellas. Me vio entrar, lanzó una especie de grito, y se volvió rápidamente al gabinete. No le ví más que un instante, pero los pelos se me pusieron de punta. Señor, si aquella aparición era mi amo, ¿por qué llevaba una careta sobre el rostro? Si era mi amo, ¿porqué había lanzado aquel grito y había huído de mí? Hace bastante tiempo que lo sirvo; y luego…—Poole calló y se pasó la mano por la frente.
—Realmente, son muy extraños esos detalles—dijo Utterson—pero creo entrever la verdad. Vuestro amo, Poole, se halla sin duda atacado por una de esas enfermedades que, á la vez torturan y deforman al enfermo; de ahí, por poco que yo sepa, la alteración de su voz; de ahí la máscara y su propósito de evitar la presencia de sus amigos; de ahí la pasión de buscar esa droga por medio de la cual el pobre hombre conserva alguna esperanza de curación. ¡Dios quiera que no se defraude! Esa es mi explicación; la cosa es bastante triste, Poole, y bastante sorprendente de considerar, pero se explica y es natural; todo ello concuerda bien, y nos saca de esas espantosas alarmas.
—Señor—dijo el criado poniéndose alternativamente pálido y encarnado—aquella aparición no era mi amo, esa es la verdad. Mi amo—miró entonces á su alrededor y se puso á hablar en voz muy baja—es un hombre alto, bien constituido, y el otro era más bien un enano.
Utterson trató de protestar.
—¡Oh! señor—exclamó Poole—¿podéis pensar que no conozco á mi amo después de treinta años? ¿Pensáis que no sé á qué altura llega su cabeza en la puerta del gabinete, en donde le he visto todas las mañanas de mi vida? No, señor, esa cosa con máscara no ha sido nunca el Doctor Jekyll; sabe Dios lo que era, pero jamás ha sido el Doctor Jekyll; y nadie me quitará de la cabeza que ha debido de cometerse un crimen.
—Poole—replicó el abogado—si habláis así, mi deber exige llegar hasta la certidumbre. Por más que deseo respetar los sentimientos de vuestro amo, me desconcierta esa nota, según la cual parece demostrado que vive todavía; considero como un deber romper aquella puerta.
—¡Ah! Sr. Utterson, ¡eso se llama hablar!—exclamó el criado.
— Y ahora viene la segunda pregunta.—continuó diciendo Utterson;—¿quién romperá la puerta?
—¿Cómo? vos y yo, señor—dijo valerosamente Poole.
—Bien dicho—repuso el abogado—y suceda lo que quiera, yo cuidaré de que nada perdáis; dejadlo de mi cuenta.
—Hay un hacha en el laboratorio—indicó Poole—y vos podéis tomar un hierro de la cocina.
El abogado se apoderó de un grosero pero pesado instrumento, y moviéndolo, dijo á Poole que le estaba mirando:—¿Sabéis que vos y yo vamos á colocarnos en una situación que ofrece algún peligro?
—Bien lo podéis decir, señor—contestó el criado.
—Entonces es justo y conveniente que seamos francos. En nosotros dos, el pensamiento va más lejos que las palabras que nos hemos dicho; hablemos con claridad. Esa cara enmascarada que visteis, ¿la habéis reconocido?
—Pues bien, señor, pasó tan rápidamente, la persona estaba tan inclinada, que no me atrevo á afirmar; pero si pensáis que fuese el Sr. Hyde, yo también me figuro que era él, pues aquel ser era de su tamaño, tenía el mismo andar rápido y ligero, y además, ¿quién sino él hubiera podido entrar por la puerta del laboratorio? No habéis olvidado sin duda, señor, que cuando ocurrió el asesinato, conservaba la llave consigo. Pero hay más aun. Ignoro, Sr. Utterson, si habéis visto alguna vez al Sr. Hyde.
—Sí—contestó el abogado—he hablado una vez con él.
—Entonces, debéis saber como todos nosotros, que había algo extraño en ese personaje, algo que trastornaba, no se cómo expresarme, señor; sentía uno frío hasta la médula de los huesos, al mirarlo.
—Confieso que he experimentado una cosa parecida á lo que indicáis—contestó Utterson.
—Pues bien—siguió diciendo Poole—cuando aquella cosa enmascarada, parecida á un mono, saltó en medio de los aparatos de química y se escurrió en el gabinete, sentí un frío terrible en la espalda. ¡Oh! bien sé que eso no es creíble, Sr. Utterson; soy bastante instruído para saberlo; pero el hombre tiene presentimientos y os aseguro que era el Sr. Hyde.
—¡Ah! ¡ah!—exclamó el abogado—mis temores me hacen creer lo mismo. Temo que se oculte aquí una gran desgracia, que ocurriría sin duda, con semejante encuentro. Y, de veras, os creo; creo que el pobre Enrique ha sido asesinado y que su asesino (sólo Dios sabe con qué objeto) está aún oculto en el cuarto de su víctima. Pues bien, venguémosle. Llamad á Bradshaw.
El lacayo contestó en el acto, pero muy pálido y muy nervioso.
—Armaos de valor, Bradshaw;—dijo el abogado—el misterio que reina aquí es un peso para todos vosotros; queremos conocerlo. Poole y yo queremos penetrar, hasta empleando la fuerza, en el gabinete. Si todo va bien, soy bastante fuerte para responder de las consecuencias de esa fractura. Sin embargo, como puede haber debajo de todo eso algo obscuro y malo, ó bien que algún malhechor trate de huir por la puerta trasera, vos y otro criado id, dando vuelta por la calle, á colocaros á la puerta del laboratorio armados con buenos palos. Tenéis diez minutos para llegar á vuestro puesto.
Cuando Bradshaw hubo salido, el abogado miró su reloj.—Ahora Poole—dijo al criado—vamos allá;—y llevando el hierro bajo el brazo, se dirigió hacia el patio. Las nubes habían ocultado la luna, y todo estaba completamente obscuro. El viento que llegaba como por bocanadas á aquel fondo de los edificios, agitaba la llama de la bujía mientras caminaban, hasta que estuvieron al abrigo, bajo el techo del laboratorio; sentáronse en silencio y aguardaron. A su alrededor se oía el apagado murmullo de Londres; pero junto á ellos, sólo interrumpían el silencio y la tranquilidad los pasos que iban y venían dentro del gabinete.
—Así es como anda todo el día—dijo Poole—y ¡ay! también parte de la noche. Únicamente se detiene un poco cuando llega un nuevo producto de la droguería. ¡Sólo una conciencia mala puede animar á semejante enemigo del descanso! ¡Ah! señor, ¡hay sangre vertida en cada uno de sus pasos! Pero escuchad con atención desde más cerca, y decidme si es ese el andar del doctor.
Los pasos eran ligeros y extraños, como una especie de balanceo, pero muy apagados, y en nada se parecían al andar ruidoso y pesado del Doctor Jekyll. Utterson suspiró.
—¿No hay nada más?—preguntó luego. Poole hizo un signo afirmativo con la cabeza.—¡una vez—dijo—una vez le he oído llorar!
—¿Llorar? ¿cómo puede ser?—exclamó el abogado extremeciéndose de horror.
—Llorar como una mujer ó como un alma extraviada—añadió el criado.—Me fui con el corazón tan enternecido que hubiera podido llorar también.
Los diez minutos estaban para concluir. Poole sacó el hacha que se hallaba oculta bajo un montón de paja; colocaron la bujía sobre la mesa más próxima para alumbrarse durante el ataque; comprimiendo los latidos de sus corazones se acercaron al paraje en donde los pasos iban y venían en medio de la tranquilidad de la noche.
—Jekyll—gritó Utterson con voz fuerte—quiero veros.—Detúvose un instante, pero nadie contestó.—Os doy un buen consejo; hemos concebido sospechas; es preciso que os vea y os veré—y moviéndose, añadió—si no por medios leales y honrados, será por medios violentos; si no lo permitís, entonces se empleará la fuerza bruta.
—Utterson—dijo la voz—por amor de Dios, ¡piedad, piedad!
—¡Ah! no es la voz de Jekyll, es la de Hyde—exclamó Utterson.—¡Poole, derribad la puerta!
Poole blandió el hacha por encima del hombro; el golpe extremeció el edificio, y las colgaduras encarnadas quedaron pendientes sobre la cerradura y los goznes. Un grito horrible, como el de un verdadero animal espantado, resonó en el gabinete. El hacha dió un nuevo golpe; los tableros crujieron, el marco saltó; otras cuatro veces cayó el hacha, pero la madera era dura, y las diversas partes estaban completamente ajustadas; de modo que hasta el quinto golpe no quedó rota la cerradura y los trozos de la puerta echados hacia el interior de la estancia.
Los vencedores, asustados de su obra, y del silencio que había sucedido, se retiraron un poco y miraron. El gabinete estaba á su vista con su lámpara tranquilamente encendida; un gran fuego llameaba y chisporroteaba en el hogar; la cafetera hervía junto á la lumbre. Una ó dos gavetas abiertas, papeles bien ordenados sobre la mesa escritorio, y más cerca del fuego, los utensilios preparados para el te; hubiérase creído que era el cuarto más tranquilo, y á no ser por los armarios brillantes llenos de botes y redomas, el lugar más vulgar de Londres aquella noche.
Precisamente en medio de la habitación yacía el cuerpo de un hombre cuyas contorsiones se veían aún. Acercáronse en puntillas, pusiéronlo boca arriba, y reconocieron el rostro de Eduardo Hyde. Estaba vestido con ropas demasiado grandes para él; ropas que correspondían á la corpulencia del doctor; las fibras de su rostro se movían todavía con una semejanza de vida, pero la vida se había separado del hombre; el frasco roto que tenía en las manos, y el fuerte olor de almendras esparcido por el aire, probaron á Utterson que tenía delante de sí el cuerpo de un suicida.
—Hemos llegado tarde—dijo con dureza—tanto para salvar como para castigar. Hyde ha pagado su deuda, y sólo nos queda que buscar el cuerpo de vuestro amo.
La mayor parte del edificio se hallaba ocupada por el laboratorio que comprendía casi todo el piso bajo, y recibía luz por el techo, y por el gabinete que, en uno de los extremos formaba otro piso y tenía vistas al patio. Un corredor llevaba desde el laboratorio á la puerta de la callejuela, y ésta comunicaba, también, directamente con el gabinete por otra escalera.
Hacia el otro lado no había más que cuartos obscuros y una gran despensa.
Todos aquellos parajes fueron completamente examinados. Cada habitación podía verse con rapidez porque estaban llenas de objetos, y por el polvo que caía de las puertas al abrirlas, se comprendía que habían permanecido cerradas hacía mucho tiempo. La despensa estaba ocupada por objetos rotos puestos allí desde el tiempo del cirujano, predecesor de Jekyll, pero al tratar de abrir la puerta, se convencieron de la inutilidad de sus investigaciones por la caída de una inmensa tela de araña que desde años tapaba la entrada. En ningún punto había el menor rastro, la más ligera señal de Enrique Jekyll, ni muerto ni vivo.
Poole dió con el pie fuertes golpes sobre las losas del corredor:
—Es preciso—dijo, escuchando el ruido de los golpes que volvía como un eco—que esté enterrado aquí.
—Ó puede haber huído—repuso Utterson, y fué á examinar de nuevo la puerta de la callejuela. Estaba cerrada; cerca de ella, sobre las losas del pavimento se hallaba la llave enmohecida ya.
—Esta llave no parece haber servido—observó el abogado.
—¿Haber servido?—repitió Poole con la exactitud de un eco—¿no veis, señor, que está rota? Diríase que alguien la ha pisado.
—Y—siguió diciendo Utterson—los puntos rotos también están enmohecidos.
Los dos hombres se miraron con espanto.
—Todo eso, Poole, está por encima de mi inteligencia—dijo el abogado.—Volvamos al gabinete.
Subieron la escalera sin hablar, y mirando con temor al cadáver, comenzaron á examinar con mayor atención los diversos objetos que había en el gabinete. Sobre una de las mesas se veían restos de preparaciones químicas; montoncitos de diferente tamaño de una especie de sal blanca estaban puestos en platos de cristal como si el desdichado hombre hubiese preparado alguna experiencia que quedó interrumpida.
—Esa es precisamente la misma droga que yo iba siempre á buscarle—dijo Poole; y mientras hablaba, el agua del jarro se puso á hervir con más fuerza y se esparció por el suelo haciendo un ruido espantoso.
Aquel incidente los llevó hacia el hogar, cerca del cual había sido colocado un cómodo sillón; los utensilios para el te estaban preparados junto al sillón, y el azúcar necesario, en la taza. Sobre una mesita veíanse varios libros; uno de ellos, abierto, figuraba al lado mismo de los utensilios para el te, y Utterson quedó sorprendido al ver que era una obra piadosa, respecto de la cual había expresado Jekyll más de una vez grandísima admiración; mas el libro contenía notas del propio puño del doctor, que eran horribles blasfemias.
Continuando las investigaciones llegaron al espejo de cuerpo entero, en el cual se miraron, extremeciéndose á pesar suyo. El espejo estaba colocado de tal modo que no les dejaba ver nada más que el reflejo de las llamas rojas sobre el techo, el del fuego reproduciéndose cien veces sobre los tableros pulimentados de los armarios, y también sus propias personas pálidas y asustadas.
—Este espejo ha debido ver extrañas cosas, señor—dijo Poole.
—Pero de seguro que nada sería tan raro como ese ser—repuso el abogado casi con el mismo sonido de voz.—¿Con qué objeto tenía Jekyll…?—y la palabra se perdió en sus labios; pero luego, dominando su debilidad, añadió:—¿para qué tenía Jekyll necesidad de un espejo?
—También me dirijo idéntica pregunta—contestó Poole.
Luego fueron á la mesa escritorio. Sobre el pupitre, en medio de papeles colocados con orden, había un gran sobre, en cuyo sobrescrito, de puño del doctor, se leía el nombre del Sr. Utterson. El abogado lo abrió, y varios otros sobres cayeron al suelo. El primero contenía sus últimas disposiciones, redactadas en los mismos términos excéntricos que el testamento devuelto seis meses antes; eran un testamento para el caso de muerte, y una donación en el caso de desaparición; pero en vez del nombre de Eduardo Hyde, el abogado leyó con grandísima sorpresa el nombre de Gabriel Juan Utterson. Miró á Poole, después al papel y finalmente al cadáver del criminal que yacía en el suelo.
—La cabeza me da vueltas—dijo—ha tenido este documento todos estos días en su poder; no tenía motivo ninguno para quererme; debió rabiar al verse desbancado, y no ha destruído el documento.
Recogió otro papel; era una carta muy corta escrita de propio puño del doctor con una fecha en lo alto.—¡Oh! Poole—exclamó el abogado—estaba vivo aquí hoy mismo; no puede haber arreglado todo eso tan rápidamente; ¡debe estar vivo, debe haber huído! Pero ¿por qué haber huído? ¿Y cómo? En este caso ¿podemos exponernos á declarar el suicidio? ¡Oh! hay que pensar mucho en todo eso, pues preveo que podríamos conducir á vuestro amo á alguna espantosa catástrofe.
—¿Por qué no leéis lo demás?—preguntó Poole.
—Porque temo—repuso el abogado con tono solemne—¡quiera Dios que no tenga ningún motivo para temer!—y hablando así, acercó el papel á sus ojos y leyó lo siguiente:
“Querido Utterson: cuando estas líneas caigan en vuestras manos, habré desaparecido; en qué circunstancias, no tengo la presciencia requerida para preverlo, pero mi instinto y todas las condiciones de mi indefinible vida me dicen que mi fin es seguro y debe estar próximo. Id, pues, y leed primero la relación que Lanyón me ha avisado haber dejado en vuestro poder, y si queréis saber más todavía, leed después la confesión de vuestro indigno y desgraciado amigo Enrique Jekyll.”
—¿Hay otro sobre?—preguntó Utterson.
— Aquí está, señor—dijo Poole entregándole un paquete cerrado con varios sellos.
El abogado lo guardó en uno de sus bolsillos.—No hablaré de este paquete—añadió.—Si vuestro amo ha huído ó ha muerto, podemos á lo menos salvar su honor. Son las diez; debo volver á mi casa y leer con calma esos documentos; pero volveré antes de las doce, para enviar á buscar á la policía.
Salieron, cerrando tras sí la puerta del laboratorio, y Utterson, dejando de nuevo á los criados reunidos alrededor del fuego en la antesala, regresó tranquilamente á su despacho para leer los dos documentos, en los cuales va á descorrerse el velo de este misterio.