Aconteció un domingo, que dando su acostumbrado paseo con el Sr. Enfield, la casualidad los condujo de nuevo á pasar por la callejuela; cuando llegaron frente á la puerta, ambos se detuvieron un instante para examinarla.
—En fin—dijo Enfield—esa historia ha concluído. No volveremos á ver al Sr. Hyde.
—Así lo creo—repuso Utterson.—¿Os he dicho que lo ví una sola vez y que experimenté la misma repulsión que vos?
—Era imposible verlo sin experimentar ese sentimiento—añadió Enfield.—Y sea dicho de paso ¡por cuan tonto me habréis tenido, al saber que yo ignoraba que esta puerta trasera conducía á casa del Doctor Jekyll! Y por cierto que vos habéis sido la causa de que yo buscase y de que haya encontrado.
—Habéis hallado, pues, la comunicación ¿no es verdad?—preguntó Utterson—y ya que la conocéis, ahora podríamos detenernos en el patio y echar un vistazo á las ventanas. A deciros verdad, estoy inquieto respecto del pobre Jekyll; y hasta en mi interior siento una voz que me indica el bien que podría quizá procurarle la presencia de un amigo.
El patio era muy frío y también un poco húmedo; reinaba en él un crepúsculo prematuro, aunque el cielo estaba aún brillantemente iluminado por los rayos del sol poniente.
La ventana de el medio se hallaba entreabierta, y sentado detrás de ella, tomando el aire, con un rostro muy abatido, como el de un preso inconsolable, vio Utterson al Doctor Jekyll.
—¡Hola! Jekyll—le gritó—supongo que estáis mejor.
—Estoy muy decaído, Utterson—contestó el doctor tristemente, con voz apagada.
—No será por mucho tiempo, gracias á Dios.
—Permanecéis demasiado encerrado—siguió diciendo el abogado.—Deberíais salir para hacer ejercicio, como lo hacemos Enfield y yo. Es mi primo, el Sr. Enfield, el Doctor Jekyll.—Venid, ponéos el sombrero y venid á dar una vuelta con nosotros.
—Sois demasiado bueno—repuso el doctor;—bien lo quisiera; pero no, es enteramente imposible. No me atrevo. Pero, de veras, Utterson, me alegro que hayáis venido; es realmente una gran alegría para mí el veros. Quisiera preguntaros á vos y al Sr. Enfield, pero el lugar no es del todo conveniente.
—¿Por qué?—exclamó el abogado con afabilidad;—lo mejor que podemos hacer es permanecer aquí abajo, y hablar con vos desde el sitio en que estamos.
—Era precisamente lo que iba á atreverme á proponeros—replicó sonriendo el doctor. Pero pronunció las palabras con dificultad; y antes que la sonrisa hubiese desaparecido por completo de su cara, ésta expresó un terror y una desesperación tales, que nuestros dos caballeros sintieron helárseles la sangre en el cuerpo.
Todo aquello duró nada más que un momento, pues la ventana fué cerrada instantáneamente; sin embargo, aquel instante les había bastado, y dieron media vuelta, saliendo del patio para cambiar algunas palabras. Atravesaron en silencio la callejuela, y sólo cuando llegaron á una calle inmediata, en la cual, á pesar de ser domingo, había alguna animación, fué cuando Utterson se volvió, por fin, hacia su amigo y lo miró.
Ambos estaban pálidos, y había en sus ojos una expresión de horror tan grande, que decía bastante por sí misma.
—¡Que Dios nos perdone! ¡Que Dios nos perdone!—exclamó Utterson.
El Sr. Enfield hizo gravemente un signo con la cabeza, y siguió en silencio su camino.