El Extraño Caso Del Dr Jekyll Y Mr Hyde: El Dr. Jekyll estaba tranquilo (3/10)

Quince días después, por una feliz casualidad, el doctor daba una de sus alegres comidas á cinco ó seis antiguos amigos, hombres inteligentes, respetables y conocedores del buen vino; el Sr. Utterson, que era uno de ellos, se arregló de modo que permaneció allí después de haberse marchado los demás. No fué aquello un hecho fortuito, porque ya había ocurrido otras veces. En donde querían á Utterson, lo querían de veras. Los anfitriones se complacían en retener al austero abogado, cuando los demás convidados, con la lengua suelta y el corazón alegre, habían traspasado el umbral de la puerta; les era grato permanecer algún tiempo en su discreta compañía, comenzando así á acostumbrarse á la soledad en que iban á quedar, y habituando el espíritu al silencio, pasada la exuberante alegría producida por el banquete. El Dr. Jekyll no era una excepción de esta regla; y sentado en el lado opuesto al fuego, él, hombre de unos cincuenta años, bien constituido, de rostro barbilampiño, con un aspecto quizá algo disimulado, pero de apariencia inteligente y bondadosa, daba á entender que experimentaba por Utterson una amistad tan viva como sincera.

—Deseaba hablaros, Jekyll—comenzó diciendo el Sr. Utterson—¿recordáis aquel testamento vuestro?

Un atento observador hubiera podido notar que el asunto no era agradable al doctor, pero lo acogió alegremente, al parecer.

—Mi pobre Utterson—le dijo—sois desgraciado tratándose de un cliente como yo. Jamás he visto á un hombre tan turbado como vos cuando mi testamento, excepción hecha del intratable pedante, el Doctor Lanyón, cada vez que habla de lo que llama mis herejías científicas. ¡Oh! bien sé que es un excelente compañero—no tenéis necesidad de fruncir el entrecejo—sí, un excelente compañero, y cada día deseo verlo más á menudo; pero, á pesar de todo es un intratable pedante; un pedante declamador é ignorante. Nunca me ha contrariado tanto un hombre como Lanyón, ni me he equivocado con otro, como con él.

—Ya sabéis que jamás he aprobado vuestro testamento—dijo el Sr. Utterson, volviendo al tema de su conversación.

—¿Mi testamento? Sí, ciertamente; lo conozco—añadió el doctor algo contrariado—ya me habíais hablado de eso.

—Pues bien, os lo vuelvo á decir—continuó el jurisconsulto—he sabido algo respecto del tal Hyde.

La ancha y hermosa cara del Doctor Jekyll palideció, y un círculo negruzco se dibujó alrededor de sus ojos.

—No deseo oír nada más—exclamó;—pensaba que no volveríamos á hablar de esa cuestión, según lo teníamos convenido.
— Lo que he sabido es horrible—dijo Utterson.

—No puedo variar nada; no comprendéis mi situación—replicó el doctor, con cierta incoherencia.—Mi situación es penosa, Utterson; mi situación es verdaderamente extraña; muy extraña. Es uno de esos asuntos que no se pueden arreglar con palabras.

—Jekyll—dijo Utterson—me conocéis; soy hombre en quien se puede confiar y á quien todo se puede decir. Decidme toda la verdad en confianza, y tengo la seguridad de poder sacaros de esa situación.

—Mi buen Utterson—repuso el doctor—lo que hacéis es bueno, es francamente una gran bondad de vuestra parte, y no puedo hallar expresiones suficientes para daros las gracias. Os creo en absoluto, me fiaría de vos antes que de cualquiera otro hombre, antes que de mí mismo, si tuviese que escoger; pero no es lo que os imagináis; no es tan malo; y para tranquilizar vuestro buen corazón, os diré una cosa, y es que en el instante mismo que yo quiera, podré librarme, desembarazarme del Sr. Hyde. Dicho ésto, he aquí mi mano; gracias otra vez. Sin embargo, quiero añadir una palabra, Utterson, y estoy persuadido de que no la llevaréis á mal: ese es un asunto privado, y os ruego que lo dejéis dormir.

Utterson reflexionó un momento, mientras seguía mirando al fuego del hogar.

—No dudo que quizá tengáis razón—dijo, en fin, levantándose.

—Pues bien, ya que hemos hablado de este asunto, y por última vez, según lo espero—siguió diciendo el doctor—hay un punto que desearía haceros comprender bien. Tengo, realmente, grandísimo interés por ese pobre Hyde. Sé que lo habéis visto; me lo ha dicho, y temo que haya sido grosero. Pero tengo afecto, muchísimo afecto por ese hombre; y si llego á perecer, Utterson, deseo que me prometáis sufrirlo y hacer valer sus derechos. Creo que lo haríais si lo supieseis todo, y aliviaríais á mi espíritu de un gran peso si me lo prometiéseis.

—No puedo asegurar, á pesar de todo, que llegue á quererle—dijo el abogado.

—No es eso lo que os pido—contestó Jekyll, como si defendiese una causa, y apoyando la mano sobre el brazo de Utterson—no os pido más que justicia; os pido que le ayudéis por amor á mí, cuando yo no esté aquí.

Utterson no pudo impedir que se le escapase un profundo suspiro.

—Bien—dijo—lo prometo.


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