—¡Aquí! —gritó Alicia, pero se olvidó lo mucho que había crecido en los últimos minutos, y saltó con tanta prisa que el borde de su falda inclinó el palco del jurado y los volcó a todos sobre las cabezas de la multitud de debajo; y allí yacían todos desparramados, lo que le hizo pensar en un globo de peces dorados que la había trastornado la semana anterior.
—¡Oh, les ruego que me disculpen! —dijo, y los levantó y los volvió a colocar en el palco lo más rápido que pudo.
—El juicio no puede continuar —dijo el rey con voz grave—, hasta que todos los hombres estén de nuevo en sus sitios —dijo enérgicamente mirando fijamente a Alicia.
Miró hacia el palco y vio que, con la prisa, había metido al lagarto de cabeza, y el pobrecito agitaba la cola en el aire, pero no podía moverse. Rápidamente lo sacó y lo puso en su sitio.
“No es que importe mucho”, pensó; “creo que para la prueba servirá tanto de un lado como del otro.
En cuanto les devolvieron sus pizarras y lápices, el jurado se puso manos a la obra para redactar el relato de su caída, todos menos el lagarto, que parecía demasiado débil para escribir, pero se quedó sentado mirando el techo del tribunal.
—¿Qué sabes de este caso? —le preguntó el rey a Alicia.
—Nada —respondió Alicia.
—¿Nada en absoluto? —preguntó el rey.
—Nada en absoluto —dijo Alicia.
—Anótenlo —dijo el rey al jurado.
El rey se sentó durante algún tiempo y escribió en su cuaderno. Luego gritó:
—¡Silencio! —y leyó de su cuaderno—; regla cuarenta y dos. Cada uno de más de una milla de altura, que abandone la corte.
Todos miraron a Alicia.
—Yo no mido más de una milla —dijo Alicia.
—Sí lo haces —dijo el rey.
—No muy lejos de dos millas de altura —agregó la reina.
—Bueno, no me iré —dijo Alicia— porque sé que es una nueva regla que acaban de inventar.
—Es la primera regla del libro —dijo el rey
—Entonces debería ser la primera regla —dijo Alicia.
El rey se puso pálido y cerró su cuaderno de inmediato.
—El jurado puede ahora tomar el caso —dijo con voz débil.
—Aún hay más, por favor, su majestad —dijo el conejo blanco mientras se levantaba de un salto—; esta cosa acaba de ser recogida.
—¿Qué contiene? —preguntó la reina.
—Todavía no lo he leído —dijo el conejo blanco— pero parece una nota de la sota de corazones para alguien.
—¿De quién es el nombre? —dijo uno de los jurados.
—No tiene nombre —dijo el conejo blanco; lo miró con más cuidado mientras hablaba, y añadió—, no es una nota en absoluto; es un conjunto de rimas.
—Por favor, su majestad —dijo la sota—, yo no la escribí, y no pueden probar que lo hice; no hay ningún nombre firmado al final.
—Si no la firmaste —dijo el rey—, eso empeora tu caso. Si no, habrías firmado como un hombre honesto.
Todos aplaudieron ante esto, ya que era la primera cosa inteligente que el rey había dicho ese día.
—Eso prueba que es culpable —dijo la reina.
—No prueba nada —dijo Alicia—, porque ni siquiera sabes lo que son las rimas.
—Léelas —dijo el rey.
—¿Por dónde empiezo, su majestad? —preguntó el conejo blanco.
—Por el primer verso, por supuesto —dijo el rey mirándolo muy serio—, y sigue hasta el final; entonces detente.
El conejo blanco leyó.
—Es lo mejor que hemos oído hasta ahora —dijo el rey, frotándose las manos como si estuviera muy contento —. Ahora dejemos al jurado…
—Si alguno de ustedes puede decir lo que significa —dijo Alicia (había crecido tanto para entonces que no le temía al rey)—, me alegraría oírlo. No creo que tenga ningún sentido.
Todos los miembros del jurado escribieron en sus pizarras: “Ella no cree que haya un grano de sentido en ello”. Pero nadie trató de decir lo que significaba.
—Si no tiene sentido —dijo el rey—, eso nos ahorra un mundo de trabajo, pues no necesitamos tratar de encontrarlo. Y, sin embargo, no sé —continuó, mientras extendía las rimas sobre sus rodillas y las miraba con un ojo—. Me parece que les encuentro algún sentido; ‘dijo que no sabía nadar’, tú no sabes nadar, ¿verdad? —agregó, volviéndose a la sota.
La sota sacudió la cabeza con un suspiro.
—¿Lo cree posible? —dijo (era evidente que no, ya que estaba hecho de cartón).
—Muy bien, hasta ahora —dijo el rey, y continuó—, ‘sabemos que es verdad’, ese es el jurado, por supuesto; ‘yo le di una, ellos le dieron dos’, eso debe ser lo que hizo con las tartas, ya saben…
—Pero sigue ‘todas te las devolvió a ti’ —dijo Alicia.
—Pues ahí están —dijo el rey, apuntando las tartas—. ¿No está mas claro que el agua? Luego sigue, ‘antes de que le diera este ataque’, creo que tú no tienes ataques, querida —le dijo a la reina.
—¡No, no! —dijo la reina con rabia, arrojando un tintero al lagarto mientras hablaba.
—Entonces las palabras no te caben —dijo, y miró a la corte con una sonrisa. Pero nadie habló—. Es un juego de palabras —agregó en tono feroz, y entonces todo el tribunal se echó a reír.
—Ahora que el jurado emita su veredicto —dijo el rey.
—¡No, no! —dijo la reina—. Primero la sentencia, después el veredicto.
—¡Que cosas! —dijo Alicia en voz alta— Por supuesto que el jurado debe hacer…
—¡Cállate! —gritó la reina.
—¡No lo haré! —dijo Alicia.
—¡Que le corten la cabeza! —gritó la reina con todas sus fuerzas. Nadie se movió.
—¿A quién le importan? —dijo Alicia (ya había alcanzado su tamaño real) —. ¡No son más que una baraja de cartas!
Al oír esto, toda la baraja se elevó en el aire y voló sobre ella; ella lanzó un pequeño grito e intentó apartarlos, pero se encontró tendida en la orilla con la cabeza en el regazo de su hermana, que le estaba quitando algunas hojas muertas que habían caído de los árboles sobre su rostro.
—Despierta, Alicia querida —dijo su hermana—¡que sueño tan largo has tenido!
—¡Oh, tuve un sueño tan extraño! —dijo Alicia, y entonces le contó a su hermana tan bien como pudo todas las cosas extrañas que acabas de leer; y cuando llegó al final, su hermana la besó y le dijo:
—Fue un sueño extraño, querida, eso seguro; pero corre, que es hora de cenar; se hace tarde.
Alicia se levantó y echó a correr, pensando en lo maravilloso que había sido el sueño.